A la economía no le conciernen solo la renta y la riqueza sino el modo de emplear esos recursos como medios para lograr fines valiosos, entre ellos la promoción y el disfrute de vidas largas y dignas. Pero si el éxito económico de una nación se juzga solo por su renta y por otros indicadores tradicionales de la opulencia y de la salud financiera, como se hace tan a menudo, se deja entonces de lado el importante objetivo de conseguir el bienestar. Los criterios más convencionales de éxito económico se pueden mejorar incluyendo evaluaciones de la capacidad de una nación o región para alargar la vida de sus habitantes y elevar su calidad. 
 

Aunque el mundo, en su globalización, conozca hay una prosperidad sin precedentes, no han desaparecido las bolsa de hambruna y malnutrición crónica. Lo mismo en países industrializados que en el Tercer Mundo siguen siendo endémicas enfermedades que pueden desarraigarse, muertes que son evitables. Detrás de esos problemas hay siempre una razón económica. Complementando los indicadores tradicionales con estadísticas que se refieran más directamente al bienestar, pueden evaluarse de manera fructífera las ventajas y las deficiencias de enfoques económicos alternativos. Por ejemplo, un país puede tener un producto nacional bruto (PNB)  per cápita mucho más alto que el de otro y, al mismo tiempo, una esperanza de vida muy inferior a la éste cuando los ciudadanos del primero no pueden acceder con facilidad a los recursos sanitarios y educativos. Los datos de mortalidad permiten enjuiciar la política seguida y reconocer aspectos cruciales de la penuria económica en ciertas naciones o en grupos concretos dentro de las naciones. 
Que las estadísticas de mortalidad son un instrumento muy útil para el análisis socioeconómico se ve con sólo examinar algunos problemas en distintas partes del mundo: las hambrunas, que a veces se dan incluso en lugares donde no falta el alimento; la baja esperanza de vida, frecuente en país con PNB alto; las mayores tasas de mortalidad para las mujeres que para los hombres en zonas de Asia y Africa y los ínfimos porcentajes de supervivencia de los afroamericanos en comparación no sólo con los blancos de Estados Unidos sino también con los habitantes de países paupérrimos. 
Las estadísticas de mortalidad calibran mejor la penuria económica que las magnitudes de renta y recursos financieros. La evaluación de la economía en términos de vida y muerte puede hacer que se preste atención a cuestiones apremiantes de la economía política. Este enfoque ayudará a que se comprendan mejor los problemas de las hambrunas, las necesidades sanitarias, la desigualdad entre los sexos, así como los de la pobreza y los de la discriminación racial incluso en las naciones ricas. La exigencia de ampliar las miras de la economía al uso para que en sus planteamientos quepa la economía de la vida y la muerte no es menos aguda en Estados Unidos que en el Africa subsahariana azotada por el hambre. 

¿Hipótesis científicas exentas de ideología? 
La India, padeció su última hambruna terrible en 1943, cuatro años antes de independizarse de Inglaterra. Aunque en 1967, 1973, 1979 y 1983, a resultas de desastres naturales, disminuyó drásticamente la cantidad de alimento disponible, se logró, con todo, evitar las hambres haciendo que los sectores de la población más amenazados recuperasen el poder adquisitivo que el desempleo les quitara. 
Paliar el peligro de hambre por medio de programas laborales que proporcionen ingresos a los necesitados se diferencia de la común práctica de congregar a la gente en campos de refugiados y tratar solo de mantenerla. Este enfoque, adoptado en Africa, suele retardar más la solución y puede imponer a los funcionarios gubernamentales una insoportable tarea administrativa. Además, el hacinamiento en campamentos, lejos del hogar, interrumpe la actividad productiva normal de laboreo del campo y atención a los rebaños, lo que socava a su vez la producción futura. Esas concentraciones pueden también dar al traste con la vida familiar. Un último, pero no menor, inconveniente es que los campos de refugiados se convierten, a menudo, en terreno abonado para la propagación de enfermedades contagiosas. 
En cambio, el pagar, con dinero contante a quienes se emplea en obras públicas no pone en peligro el bienestar económico y social de los así ayudados, contribuye a aumentar la producción y a fortalecer los mecanismos de mercado existentes e impulsa la eficiencia del comercio y del transporte. Esta forma de proceder refuerza la infraestructura económica, no la debilita. 
Inevitablemente, las medidas fiscales beneficiosas están en estrecha relación con la política. Aunque el método de los trabajos públicos depende del mercado, no es un sistema de libre mercado. Requiere que intervenga el gobierno ofreciendo empleo. También puede ser conveniente la propiedad pública de unas reservas siquiera mínima de alimentos. Estos almacenajes harán creíbles las amenazas del gobierno en el caso de que los especuladores intenten manipular el mercado: si los comerciantes retienen artificiosamente los víveres esforzándose por subir sus precios, el gobierno podrá responderles inundando el mercado para hundir precios y ganancias. 
El hambre es evitable si el gobierno tiene el incentivo necesario para actuar a tiempo. Es significativo que ningún país democrático con prensa relativamente libre haya padecido jamás una hambruna. (...) Y esta generalización vale tanto para las democracias pobres como para las ricas. Una hambruna puede azotar a millones de personas, pero rara vez alcanza a los dirigentes. Si éstos han de procurar que se les reelija y la prensa es libre para informar sobre la plaga de hambre y para criticar las medidas políticas, existe ahí un incentivo para que los gobernantes emprendas acciones preventivas. En la India, por ejemplo, la hambruna cesó con la independencia. Un sistema democrático pluripartidista y una prensa relativamente libre hicieron obligatoria la actuación del gobierno. 
En cambio, aunque la China posrevolucionaria ha logrado mucho más éxito que la India en cuanto a expansión económica y a sanidad, no ha conseguido librarse de las hambrunas. Una de ellas ocurrió entre 1958 y 1961, tras el fracaso del plan agrícola del Gran Salto Adelante. La falta de oposición política y de prensa libre posibilitó que el desastroso programa continuara vigente tres años más y, a consecuencia de ello, la muerte se cobró un tributo de entre veintitrés y treinta millones de seres humanos. 
Muchos países del Africa subsahariana, entre ellos Somalia, Etiopía y Sudán, han pagado muy caros los gobiernos militares. Los conflictos y las guerras conducen al hambre no sólo porque son económicamente ruinosos sino también porque propician la dictadura y la censura. Países subsaharianos relativamente democráticos, tales como Botswana y Zimbaue, han sido, en general, capaces de precaverse contra el hambre. 
Desde luego que hasta un país pobre no democrático puede evitar la hambruna por pura suerte: si no sobreviene ninguna crisis o si un déspota benévolo adopta medidas eficientes para aliviar a los hambrientos. Pero la democracia es una garantía más eficaz de que se actuará cuando haga falta. 

Sociedades tecnocráticas y corta vida a los marginados 
Como con frecuencia se ha advertido, dos quintas partes de los habitantes del Harlem neoyorquino viven en familias cuyos niveles de renta están por debajo del umbral de la pobreza. Es un dato estremecedor; pero resulta que ese umbral, aun siendo muy bajo en el contexto de Estados Unidos, es muchas veces la renta media de una familia, digamos, de Bangladesh, aun después de hacer las correcciones exigidas por las diferencias de precios y de valor adquisitivo. Desde algunos puntos de vista, las estadísticas de mortalidad nos instruyen mejor acerca de cómo comparar la pobreza en Harlem con  la de Bangladesh. Ya Colin Mc Cord y Harold Freeman, de la Universidad de Columbia, han hecho notar que los hombres de raza negra que viven en Harlem tienen menos probabilidad de llegar a los 65 años que los que viven en Bangladesh. Según los datos, en torno a los 40 años, los hombres de Harlem quedan por debajo de los de Bangladesh en cuanto a la tasa de supervivencia. Estos parangones cobran mayor relieve cuando se estudian las situaciones de China y de Kerala, economías pobres que se han esforzado mucho más que Bangladesh en mejorar la salud y la educación. Aunque China y Kerala tienen tasas más altas de mortalidad infantil, las de supervivencia para los varones adolescentes y para los demás edad son, en ambos países, superiores a las de Harlem. Que la mortalidad de los varones en Harlem sea tan elevada se debe, en parte, a las muertes que causa la violencia, rasgo característico del cuadro de la miseria social en Estados Unidos. Sin embargo, no es la violencia la única causa del elevado índice de mortalidad que se registra en ese distrito. En cuanto a la tasa de supervivencia, las mujeres de Harlem quedan por debajo de las de China y de las de Kerala a partir de las edades de los 35 y los 30 años, respectivamente. 
Por lo demás, un problema parecido afecta a los afroamericanos en general. Las tasas de mortalidad infantil entre la población negra de Estados Unidos son también inferiores a las de China y de Kerala, pero, según vamos subiendo por la escala de edades, los hombres y las mujeres negros estadounidenses quedan por debajo de los hombres y las mujeres de China y Kerala en términos de porcentajes de supervivencia. La naturaleza y el alcance de la miseria entre los afroamericanos no se interpretan bien cuando se miden con el patrón de la renta. Según esta vara de medir, en comparación con los estadounidenses blancos los afroamericanos son pobres, pero inmensamente más ricos que los ciudadanos chinos y que los de Kerala. Por otra parte, en términos de vida y muerte, los estadounidenses afroamericanos tienen menos probabilidades de sobrevivir hasta una edad avanzada que las que tienen los habitantes de algunos de los países más pobres del Tercer Mundo. 
Otro rasgo de desigualdad racial revelado por los datos de la mortalidad es el de la relativa privación en la que se hallan las mujeres afroamericanas. En ciertos aspectos, las cosas les van a ellas pero que a los varones negros. Las diferencias entre la mortalidad de los blancos y la de los negros, para las edades comprendidas entre los 35 y los 54 años, resultan ser mucho mayores para las mujeres negras que para los hombres negros. Por descontado que las diferencias de mortalidad entre los blancos y negros están relacionadas en parte con las diferencias entre sus rentas, pero aún después de descontar éstas, queda parte de aquellas. Tratándose de las mujeres negras, la mayoría de las diferencias de mortalidad no pueden atribuirse en absoluto a las diferencias de rentas. 

Tecnologías sociales e implicaciones políticas 
Los datos de la mortandad causada por las hambrunas atraen la atención hacia las deficiencias de ciertas estructuras económicas y políticas. Las tasas de mortalidad crónicamente altas revelan fallos no tan extremados, pero sí más persistentes. Las medidas económicas relacionados con la baja mortalidad infantil y con el aumento de esperanza de vida son muy diversas. Varios países que redujeron asombrosamente la mortalidad infantil entre 1960 y 1985 experimentaron un crecimiento económico de una rapidez antes desconocida , entre ellos Hong Kong, Singapur y Corea del Sur. Esas naciones son ahora ricas, en términos del PNB. Pero han tenido éxito en esto varias naciones que no han salido de la pobreza: China, Jamaica y Costa Rica, entre otras. 
El hecho de que un país pobre pueda realizar mejoras sanitarias o aumentar la esperanza media de vida de sus habitantes hasta un punto que, en muchos aspectos, emula los logros de naciones más ricas, encierra notables implicaciones políticas. Esta capacidad pone en cuestión la socorrida tesis de que un país subdesarrollado no puede permitirse ningún dispendio en sanidad ni en educación mientras no sea más rico y financieramente sólido. Semejante operación ignora el coste relativo. Educación y sanidad son intensivas en trabajo, como lo son muchos de los más eficientes servicios médicos. Tales servicios cuestan mucho menos en una economía en la que el trabajo es barato que en la de un país más rico. Así, aunque el país pobre tiene menos para gastar en esos servicios, también necesita gastar menos en ellos. 
Los esfuerzos a largo plazo que vienen realizando Sri Lanka y el Estado de Kerala, en la India (cuya población de 29 millones es mayor que la del Canadá) ilustran los méritos del gasto público en educación y en sanidad. Sri Lanka puso en marcha programas de alfabetización y de escolarización a comienzos ya de este siglo. Por los años 40 desarrolló en gran escala los servicios médicos, y en 1942 inició la distribución gratuita o subsidiada de arroz para reforzar la dieta de las masas desnutridas. En 1949 la tasa de mortalidad era allí del 20,6 por mil; en los años 60 había disminuido hasta el 8,6 por mil. 

(*)  Amartya Sen 
Extraído de “La vida y la muerte como indicadores económicos”, Investigación y Ciencia, Madrid, Julio de 1993. Premio Nobel de Economía 1998, es docente de la Universidad de Lamont y enseña economía y filosofía en Harvard. Nacido en la India, tras formarse en Calcuta y Cambridge, dio clases en Delhi, Londres y Oxford. Su interés como investigador se centra en las teorías de la elección y la decisión sociales, la economía del bienestar y la filosofía moral y política.