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El periodismo
es un oficio, una profesión, que lleva a quienes la ejercen a un
contacto permanente con el poder. El hecho de mostrar la realidad, de recortarla,
supone asumir un compromiso con esa realidad y adoptar una posición
ideológica para reflejarla. Superada hace mucho tiempo la discusión
bizantina sobre si es posible la objetividad en el periodismo –“¿Contra
quien eres neutral?”, se preguntaba Mark Twain-, el desafío se centra
en la necesidad de asumir una subjetividad asentada en la honestidad intelectual.
En periodismo, la ética
no es un precepto inalcanzable, sino una herramienta indispensable para
lograr el único reaseguro que tiene el oficio: la confianza de su
público. De la credibilidad que la gente tenga en los medios de
comunicación dependerá el grado de compromiso asumido por
el periodista. En Argentina, los altos índices de credibilidad en
el discurso periodístico obligan a un compromiso cada vez mayor
por parte de quienes ejercen la profesión.
Periodismo y poder constituyen
dos caras de una misma moneda. En la medida en que el periodista se compromete
con la realidad que describe, deberá enfrentar necesariamente al
poder. Son discursos divergentes que en algún momento se volverán
antagónicos. Y este enfrentamiento, contrariamente a lo que puede
suponerse, no se da solamente en el caso del denominado periodismo político,
donde la relación con el poder es más inmediata. También
quienes escriben las crónicas policiales deben lidiar con el “espíritu
de cuerpo” de los uniformados, así como los que ejercen la crítica
cinematográfica están expuestos a las presiones de los grupos
editoriales o la industria del cine y quienes escriben sobre fútbol
deben soportar el lobby de los clubes más poderosos.
La complejidad de la sociedad
moderna y el descrédito social en instituciones claves de la sociedad
argentina como la Justicia, el Parlamento o el gobierno, han convertido
al periodismo en el reaseguro institucional de la joven democracia argentina.
El periodismo es en nuestros días una tarea primaria de investigación.
Quien elige este oficio debe tener como leit motiv profesional rechazar
siempre la primera versión de los hechos, desconfiando de la palabra
oficial en sintonía con la desconfianza social que los argentinos
tienen sobre su clase dirigente.
D i s t o r s i o n e
s
Paradójicamente,
la consolidación del discurso periodístico en la sociedad
argentina se produce en forma coincidente con una peligrosa concentración
de los medios de comunicación. La libertad de prensa corre el peligro
de limitarse a una acotada libertad de empresa. En ese aprendizaje constante
que es el periodismo, se requiere de un diálogo fluído –aunque
no necesariamente directo- entre el periodista y su público. Y mientras
más democrática es una sociedad, más fluído
será este contacto.
Pero la realidad plantea
una serie de tensiones que distorsionan el ideal de la profesión.
Por lo pronto –como sostiene Carlos González Reigosa, “la democracia
exige el acceso al conocimiento, el acceso a la información, y ello
de algún modo significa –debe significar- el acceso de los ciudadanos
a los propios medios de comunicación”. No es la realidad que se
plantea en Argentina ni en el resto del mundo. Esta disonancia lleva a
decir a Alvin Tofler que los medios de comunicación de la era industrial
son lisa y llanamente antidemocráticos: “hoy en día –sostiene
Tofler- los medios desafían a la democracia al ser ellos quienes
dictan el calendario político”.
En Argentina, es un hecho
que los medios de comunicación –y especialmente los grandes diarios-
terminan fijando la agenda política. Los funcionarios inician la
jornada contestando –rechazando, desmintiendo o afirmando- las tapas de
los principales diarios del país. A lo que se suma la inmediatez
de los medios audiovisuales y la lucha desenfrenada por la primicia, que
termina distorsionando la relación del periodismo con el poder,
condicionándo a este último. “Cuando la CNN informa simultáneamente
al granjero de Arcansas y al presidente Bush se está acabando con
dos atributos esenciales del poder: el control del tiempo y su capacidad
de anticipación. El propio Bush confesó que la información
de la CNN a veces le llegaba antes que la de la CIA”, grafica Bertrand
Pecquerier. La inmediatez de los medios electrónicos condiciona
los tiempos del poder político y de alguna manera termina orientando
sus decisiones.
D o b l e
t a r e a
Esta doble realidad de los
medios de comunicación sitúa al periodista en una posición
riesgosa: por un lado, debe representar a la gente –a su público-
que no tiene acceso a los medios de comunicación y que sin embargo
buscar ver canalizadas sus inquietudes y demandas en ellos; por otro lado,
debe ser consciente de que la información de que dispone tendrá
incidencia directa en el poder y que lo que él difunda orientará
en gran medida la agenda política (informativa) de su ciudad o su
país.
¿Cómo resuelve
el periodista esta difícil ecuación? Básicamente,
se trata de un problema ético y profesional. Marcelo Zlotowiagzda
recuerda que era conciente de que difundiendo la información que
poseía sobre el Banco de Crédito Popular de la Plata (BCP)
terminaría perjudicando a los ahorristas de esa entidad. Pero priorizó
la difusión de una noticia que terminó comprometiendo a la
cúpula eclesiástica bonaerense y a buena parte del poder
político nacional.
Sometido a las presiones
propias de una empresa que, generalmente, no está dirigida por periodistas
y expuesto a las vicisitudes del poder político, el periodista debe
buscar un equilibrio que lo sitúe como portador de “la verdad” con
el mayor grado de objetividad –de honestidad intelectual subjetivizada-
posible. Y no eludir el enfrentamiento con el poder, porque la colisión
de intereses entre la “verdad oficial” y “la noticia” es inevitable; excepcionalmente
la visión oficial de un hecho coincidirá con la perspectiva
periodística de ese mismo hecho. Y esta diferencia plantea la relación
del periodista con el poder político, relación que –según
Joaquín Morales Solá, columnista político del diario
La Nación- “ha sido mala, es mala y va a ser mala”.
Para Ricardo Kirschbaum,
prosecretario general de redacción del diario Clarín, “desde
el poder la única buena noticia que existe es la que da el gobierno;
la noticia que pueden manipular, la noticia que pueden dirigir o que pueden
construir mediante operaciones de prensa”. El periodista debe indagar –recomienda
Roman Lejtman- en forma permanente qué hay detrás de la noticia
oficial. Hoy en día, ni siquiera una conferencia de prensa es del
todo confiable y se debe aguzar el ingenio para leer entre líneas
las declaraciones oficiales. El periodista debe, en última instancia,
desconfiar de todo hasta tener la certeza de que el discurso oficial no
constituye una verdad a medias o lisa y llanamente una mentira.
“¿Qué es lo
que el gobierno y el poder quieren de la prensa?”, se pregunta Morales
Solá. “Que esta no diga lo que ella cree que debe decir”, responde.
En definitiva, “la colisión se produce porque generalmente los dirigentes
políticos, aún los que aparecen como más simpáticos
desde la oposición, cuando llegan al poder ven la realidad de otra
manera. Ven una realidad mejor, una realidad más dulce de la que
existe. A contramano de esa dirección viene la prensa, que tiene
la obligación de contar con una mirada más global de la realidad
y, fundamentalmente, la obligación de ocuparse de los sectores sociales
y de los problemas que todo poder relega siempre”. Esas miradas distintas
de la realidad producen la inevitable colisión prensa/poder. “¿Cómo
se resuelve ese conflicto?. No se resuelve, simplemente hay que acostumbrarse
a vivir con ese conflicto”, recomienda Morales Solá.
C r é d i
t o a b i e r t o , n o i n d e f i n i d
o
En la Argentina, la relación
de la prensa con el poder tuvo históricos –y vergonzosos- vaivenes,
acordes a la traumática vida institucional del país. Para
Eduardo Luis Duhalde, la prensa tuvo un rol emblemático en la creación
del consenso civil para las sucesivas interrupciones del orden constitucional
y un rol preponderante en el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. “(Los
medios) tuvieron como objetivo principal crear un ambiente propicio para
la interrupción (del régimen constitucional), así
como generar un consenso que legitimase al gobierno surgido en esas circunstancias.
Luego, durante el tiempo que duró la dictadura, no sólo omitieron
informar –lo cual sería en cierto modo explicable por la combinación
de censura y temor- sino que no ahorraron elogios al régimen dictatorial
y a sus personeros”
A pesar de no haber hecho
su autocrítica por su actuación en los tiempos de la última
dictadura militar –como sí la hicieron las Fuerzas Armadas y, en
menor medida, la Iglesia-, los medios de comunicación –y especialmente
la prensa escrita- gozan de una altísima credibilidad en la sociedad
argentina. Esta credibilidad, más que por mérito de los medios
de comunicación, se asienta en el descrédito popular en instituciones
como la Justicia, el Congreso Nacional o el Poder Ejecutivo. Esta realidad
empuja al periodismo a ubicarse algunos pasos delante de la realidad; un
riesgo asumido ante la necesidad de auscultar la información que
el poder prefiere mantener oculta y responder a la fuerte demanda de transparencia
de una sociedad hastiada por los reiterados hechos de corrupción
que marcaron a fuego la década menemista.
La credibilidad de los medios
de comunicación en Argentina –cuya época de florecimiento
de la libertad de prensa el periodista Horacio Verbitsky ubica en 1990,
a partir del aplastamiento de la última rebelión carapintada-
está relacionada a la abolición de la cultura del miedo que
se instaló en el país desde la década del ´30
y que tuvo su período más emblemático durante el terrorismo
de Estado del período 1976-1983. Deshecho el fantasma del quiebre
institucional, el periodismo se convirtió en el catalizador natural
de un cuerpo social que busca afanozamente respuestas a sus demandas primarias
–seguridad, educación, justicia, empleo- y no las encuentra en el
plano institucional. Esta “suma de la confianza pública” de la que
provisoriamente gozan los medios de comunicación los convierte en
poderosos instrumentos de control social sobre el poder.
Pero la credibilidad no
es eterna y hay que alimentarla día a día. El show mediático
en que han convertido algunos periodistas como Samuel “Chiche” Gelblung
o Mauro Viale a la profesión termina socavando los cimientos de
la credibilidad que hoy tienen los medios de comunicaicón en Argentina.
El gran desafío del
periodismo argentino del tercer milenio es no perder la altísima
credibilidad de su público. Y el dilema de los periodistas es el
mismo que marcó a fuego este oficio desde sus orígenes: auscultar
la realidad y mostrarla con la mayor honestidad posible, haciendo caso
omiso de las presiones internas y externas a la hora contar las historias
que le interesan a la gente. Y aceptar el conflicto permanente con el poder
político como parte de nuestra profesión y de la inevitable
colisión del discurso oficial con las múltiples lecturas
del periodista. En palabras de González Reigosa, “la labor de la
prensa es traspasar la superficie plana de la política, es decir,
atravesar la fachada de la vida pública y ofrecer la verdad honda
que hay detrás, es decir, la verdad que hay detrás de esas
imágenes más o menos prefabricadas que le llegan al ciudadano
y que amparan a quienes nos gobiernan o aspiran a gobernarnos. Cada vez
que una verdad se abre paso desde la oscuridad hasta la luz del conocimiento
público, se ennoblece y acrecienta la función de los medios
de comunicación”.
Para abrirse paso
entre las mentiras oficiales y las presiones políticas, el periodista
debe contar con las herramientas necesarias. Para ello, requiere de una
sólida formación –para lo cual contribuyen las escuelas de
Comunicación Social-, una importante convicción ética
y un fuerte sentido del “equilibrio” que le permitan encausar las pasiones
que la realidad desencadena para poder reflejarlas con la mayor honestidad
intelectual posible.
(*) por
H e r n á n V a c a N a r v
a j a
Periodista argentino |