Los integrantes de los nuevos y sucesivos gobiernos de este país, librado de la Corona Española, apuntalaron su esperanza en el trabajo de la tierra como medio de vida, como ingreso de divisas y como baluarte permanente de crecimiento y presencia en los mercados del mundo. Sin duda fueron visionarios. Las diferencias y discrepancias de ideas y posturas, temores, errores propios de todo lo nuevo, apresuradas y malas gestiones, hizo que se perdiera de vista aquella idea inicial y esta “nación libre e 
independiente” se vio enredada en procesos de cambios, avances y retrocesos.

Tal vez la presencia de grupos extranjeros y extranjerizantes (Liniers, Bouchard, Tompson, los ingleses que desde sus celdas en la Fortaleza hacían su política, viajeros que desembarcaban en el puerto de Buenos Aires, literatura francesa, etc, etc...) hizo que se pensara que el trabajo de la tierra debería estar en manos de aquellos que en sus países lo hacían así: trabajo sistemático, ordenado y prolijo. Lamentablemente todo aparecía dando razón a esta idea: nuestros gauchos nada sabían de este oficio y los indios que ocupaban grandes extensiones de tierra, desarrollaban una actividad que no era “precisamente la de agricultores”. Las quintas que, desde la periferia de Buenos Aires abastecían de lo elemental e indispensable para el consumo de la Gran Aldea, conformaban un escenario que alimentaba aquella idea: el recupero de las tierras vírgenes para labranza y cultivo, pero esta tarea debía necesariamente estar hecha por personas allende los mares.
Entre tumbas y discusiones llegamos al año 1824, año en que se crea una Comisión para reclutar, a través de Agencias,  personas idóneas para el trabajo “prolijo y ordenado de la tierra”. Las Agencias estaban instaladas en Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Alemania y Suiza.
Durante los años del gobierno de Urquiza se reciben en Entre Ríos colonos reclutados en Europa, en su mayoría suizo-alemanes; lo mismo sucede en Santa Fe. El peso de los emigrados de estas nacionalidades era grande. Pero al recibirse, masivamente, la inmigración italiana y española (más italiana que española) la balanza se inclinó  hacia los habitantes de la península itálica y, más precisamente, piemonteses.
Nace en Buenos Aires, a instancias de la Sociedad Filantrópica, el Hotel de Inmigrantes. Dicho albergue fue el hogar de muchos emigrados, de varias nacionalidades y razas. Comenzó a cambiar la cultura, costumbres, hábitos y conductas, y el país se tiñó, más precisamente Buenos Aires, del color de casi todas las banderas. Muchos quedaron afincados definitivamente en la Capital: genoveses, calabreses y napolitanos abrieron sus negocios de pizzería, “boliches” (lugares donde se vendía un emparedado de salame y queso acompañado por un vaso de vino); el barrio de La Boca pasó a llamarse “el barrio xeneise”, por lo de genovés y el tiempo pareció detenerse en esa actividad.
Quienes todavía no habían encontrado una ocupación fija, eran los numerosos sastres, herreros, relojeros, mineros, pequeños comerciantes, pero casi todos con el común denominador que sabían trabajar la tierra, casi manual y artesanalmente: con la guadaña, la hoz, la azada, la horquilla y rastrillo de madera (para no lastimar la tierra) y el infaltable “sapín” (escardillo ó azada pequeña).
Familias, hombres solos, niños cuyo padre había caído al mar en un imposible rescate, mujeres viudas con hijos adolescentes, ese fue el material humano que, algún emigrado con anterioridad ó un benefactor ocasional llevó a los fértiles campos de Santa Fe y, posteriormente, ya en los años 1870, a nuestra Provincia de Córdoba. Y comenzó la odisea.
La epopeya sin héroes de la colonización italiana. El pisar tierra firme... y qué tierra!!! Representaba el 50%  a favor; habían logrado salir del tembloroso barco que los traía en tercera clase; el otro 50% había que ganarlo con sangre, sudor y lágrimas. En esta Tierra Prometida, solo se veía “pianura” (llanura), ninguna montaña, ni río pedregoso de aguas límpidas; aguas barrosas que emergían de la boca de rudimentaria bomba. Campo y paja brava y, según lo había mascullado un criollo “invadido”: ‘...peligro e la indiada...’  (¿?¡!) Y siguieron avanti, sin mirar atrás; atrás quedaba un deseo nunca expresado: no haber venido. ¡Oh car Piemunt... dunda stas...” (en un aproximado dialecto piemontes: Oh querido Piemonte.. dónde estás)
Desconocimiento del idioma, intuir un dejo de burla al hablar el dialecto, una expresión de rechazo de quienes veían y olían sus medias de lana y zuecos de madera con varios días de uso, al aferrarse al baúl y al saco que contenía sus pocas pertenencias los hacía bajar la cabeza. Pero también recibieron una expresión amistosa en el rostro moreno del “brucín” (por la piel color bronce del criollo) cuando lo invitaban a compartir el plato de “pulenta con pacarito”; y sin saberlo se transculturaban cuando aprendían a usar el tiento si se les terminaba el escaso alambre ó enseñaban a cocinar “la mica” (el pan) en el horno redondo. Los vagones helados del tren los tuvieron como pasajeros cuando en 1870 se tienden los rieles desde Villa María a Cuyo y en 1873 hacía Río Cuarto y descienden en Arroyo Cabral con todo su bagaje de miedos. Se enteraron así que en Río Segundo, un Ministro Avellaneda había asistido en Río Segundo, tres años antes a la presentación de las trilladoras a vapor que simplificaría el trabajo de “venteo” del precioso cereal, blanco y puro, como hacía tiempo olvidaron allá, en el casi olvidado Cuneo, en Savigliano, en Barge, en Fossano... ¡hacía tanto tiempo que aquello sólo era un borroso recuerdo clavado en el corazón...!
Fueron inquilinos, medieros, aparceros. Fueron objeto de la contratación que firmaron con la marca del pulgar, y sufrieron contratos leoninos, en los que se beneficiaba siempre el propietario; lloraron mangas de langosta que se devoraron el sembradío y del que sólo se les permitió recoger unos pocos granos, antes de desalojar la chacra; padecieron la sedienta sequía presagiada por las estridentes chicharras en fatídico sonar; en su dialecto ancestral maldijeron la inundación con un potente y lacrimoso: “¡...Juda faus que la mazá Cristo...!” (Falso Judas que entregó a Cristo).
Cada año un nuevo miembro se anunciaba en la familia, indicando que el regreso se debía desterrar de sus mentes; en cada chacra levantaban su magra vivienda y en cada chacra dejaban ese esfuerzo porque todo lo clavado y plantado debía quedar en pie para el propietario; cuando imaginaron que en fondo de la “tola” (lata) había suficiente “sold” (dinero) para poder adquirir unas pocas hectáreas, allá en los áridos suelos puntanos, la felicidad se transformó en tragedia, al comprobar que les habían vendido 500 hectáreas... ¡¡¡pero eran todo médanos!!! cúmulos de tierra fina que un día estaba lejos y el otro estaba en la puerta de la casa hecha con chapas en torno a un foso, por vivienda... hasta la cosecha... Y resistieron, y lloraron y enterraron a sus muertos y esta fue su patria y la patria de sus hijos y de sus nietos. Nosotros. La Patria de todos los que nacimos en esta tierra de promesa. Nuestra tierra. Donde todavía se puede vivir y podemos hacerla más habitable, emergiendo del tercero ó cuarto lugar en que nos dejaron sumergir por comodidad. Aquí se puede mirar hacia atrás y veremos, no mucho más de cien años, el siglo que pasó desde aquella epopeya sin héroes y allí está la mano callosa del nono y veremos la tierra y volveremos a ella; tal vez como los visionarios de 1824; pero no miremos ni busquemos a gente extraña para que trabaje nuestra tierra; usemos su tecnología , aprendámosla y usemos nuestro esfuerzo, porque nosotros estamos en nuestra Casa y somos nosotros quienes debemos hermosearla, para nosotros mismos y para los que vienen detrás de nosotros.
Y desde la tierra, resistiremos.

(*) por  Laura Borga 
Escritora villamariense (Cba)