Ángel Riviere, William James y Merlín

 

“...sigue siendo uno de los productos más elaborados y

brillantes producidos por la historia de la Psicología.

Sigue siendo apasionante dialogar con él cien años

después de que la paciencia de Holt y el genio de James

comenzaron a obtener su merecida recompensa.”

Ángel Riviere

(a propósito de The Principles

of Psychology de W. James)

 

 

Comencé a leer a Paul Auster persuadido profundamente por un gesto típico y claro de Ángel Riviere, una especie de ceño contraído y suspiro a la vez, creo que al referirse a Ciudad de cristal. Era un gesto típico de elogio indudable, de que lo que mencionaba eran palabras mayores, importantes. Luego, con el tiempo, me di cuenta de que mi encuentro con Ángel Riviere, en la vida, digo, hubiera merecido tal vez un borrador, seguramente luego a desechar, en el Cuaderno rojo de Auster, en el cuaderno donde -al parecer sobre la base de relatos reales- narra coincidencias sugestivas del destino. Figuras locales que encierran algo de extraña coincidencia, como si la vida por momentos revelara la presencia de un Director de cine algo críptico, pero insistente en la búsqueda de símbolos, simultaneidades no esperables o simplemente bellas, inquietantes. Éramos ambos de Géminis, de fechas de nacimiento próximas aunque con diez años justos de diferencia, nuestras mujeres eran de letras, nos gustaba a ambos el buen tabaco y el buen vino, nos intrigaban misterios similares sobre la mente humana, saboreábamos la ironía y el humor con verdadero placer y teníamos ambos mascotas que se llamaban Merlín. Tal vez este último sea el dato único o más curioso. Disculpe el lector, que inicie un breve recuerdo de Ángel casi hablando de mí.

Lo comentado, en su azar probable, alcance tal vez a hacer comprensible porqué para muchos, entre los que me encuentro, claro, la muerte de Ángel Riviere fue, como su vida, algo realmente importante, algo que nos hace fruncir el ceño de esa manera en que él lo hacía, casi sin necesidad de agregar palabras, sólo el brillo de los ojos agudos. Es que como mencionamos en otras ocasiones, Ángel Riviere encarnaba un vasto programa de trabajo profundo y sutil. Sin descanso se preguntaba sin concesiones por lo más básico, por lo más dramático sin perder por ello el recorrido hacia el problema abordable. Esa posibilidad de ver en cada niño el misterio del desarrollo humano, el mismo rostro de la filogénesis, la inatrapable variedad del sentido de la acción humana o de la vida.

Las teorías y sobre todo la obra de los clásicos, pero no sólo de ellos, tenían para Ángel el valor de paisajes a recorrer con vigor, con placer, con preguntas siempre sutiles, incluso divertidas. Interrogaba a la psicología mirándola a los ojos, cara a cara, como a una misteriosa mujer, y tenía en su mente las preguntas aparentemente sencillas pero desvelantes de los clásicos. Sí, de los clásicos. Cuando leí algunos de sus artículos sobre la obra de William James, lo comprendí. Dialogaba con James, como lo había hecho en cierto modo con Vigotsky, con placer y comodidad, con verdadera empatía dejándole a uno siempre la impresión de que ellos hubieran estado realmente a gusto en ese diálogo. Cierta vez hice ese comentario a Ángel. Comenté que la lectura de un artículo suyo sobre James hacía evidente, de un modo muy bonito, su preocupación -la de él, la de Ángel- por los problemas generales de una psicología, era genuinamente su ánimo el de bucear en un programa general de psicología, como ha recordado hace poco Blanck. Y le dije que eso era francamente poco común, que muertos los grandes psicólogos de este siglo, salvo Bruner, tal vez, pocos habría capaces de navegar con frecuencia y de modo original más allá de las aguas de la especialización. Es obvio que esas aguas también las conocía, pero cuando buceaba, iba realmente lejos, no se ponía límites a priori. Ángel comprendió que era una de las cosas más elogiosas que podía decirle, creo que realmente le gustó escucharlo, que se intuyera, que la trama de su trabajo lo mostrara aunque él no se propusiera mostrarlo.

El carácter general de las preguntas por la psicología y sus problemas se revelaba desde ya, aunque resulte curioso, en su especialización más reconocida: el autismo. Es que el autismo no desafiaba solamente a la clínica, la educación especial, la crianza, -en todos sus problemas indagó- sino también la propia lógica del desarrollo humano, de la mente humana, en sus múltiples e infinitos pliegues. Desde las redes cerebrales, a la metáfora, de las relaciones mente-cerebro al desarrollo cognitivo, de la filogénesis humana a la psicología animal, del juego a los algoritmos. Se enhebraba a sus múltiples preocupaciones y preguntas y le permitía relanzarlas en esa búsqueda incesante de nuevas preguntas. Porque como hemos dicho en otros sitios, Ángel Riviere nos dejó un vasto programa de trabajo, programa que urge reconstruyamos con cuidado, porque es un programa de preguntas potentes, fértiles, profundas, siempre importantes.

Claro que, comprenderá el lector, además se aunaba en Ángel a este programa de trabajo una pasión evidente, una sensibilidad y empatías que emocionaban al conocerle apenas, esa certeza de que miraba a los ojos a hombres y problemas. Tal vez mucho se resumía en esa impresionante empatía con los niños que hizo que mi pequeño Tomás comprendiera desde un inicio, desde la primera vez que lo vio, que ese que se sentaba en el suelo a jugar lo hacía en serio, era genuino, y que lejos de observar niños o sujetos, participaba de sus vidas disfrutando tanto como se interrogaba sobre el sentido. Ángel fue extremadamente generoso tanto con su tiempo, como con sus ideas, discusiones y ternura con los niños. Para mi Tomás tenía algo de mágico, algo de un Merlín del juego y la mirada.

En marzo de este año mi gato Merlín, que había nacido débil, que despertaba ternura al verlo, que había crónicamente padecido sin parecerlo, murió, murió realmente joven. Pensamos dentro de las ironías y consuelos que tejemos en la tristeza, que el destino había querido que mi pequeño Tomás, conociera la muerte de lo amado por vez primera, al menos en alguien no tan humanamente cercano. Verdad a medias, claro. No cerrada esa angustia, el Destino, mirado desde la sensibilidad de mi pequeño Tomás, movió la pieza de la muerte de Ángel, que también había nacido frágil, que había padecido crónicamente en silencio muchas veces, que era cruelmente joven, que tenía un perro que adoraba que se llamaba Merlín. Claro que es una coincidencia. La de haber podido conocerle, bromear y trabajar con él, una de las que nunca podremos agradecer lo suficiente.

 

 

Ricardo Baquero

Profesor de Psicología Educacional

Universidad Nacional de Quilmes

Rbaquero@unq.edu.ar

Buenos Aires, 30 de setiembre de 2000.

 

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