Alegato de una docente
ante la crisis educativa
Soy una docente quebrada. Una docente quebrada por la crisis y por la
impotencia. Hay dos cosas que me superan desde siempre y ante las cuales
reacciono irremediablemente: la injusticia y la mediocridad. Pero son dos
cuestiones que hoy se minimizan ante la necedad.
Es necio aquel que ignora o no sabe lo que podría o debería
saber, el imprudente, el porfiado. Es de sabios, ser prudente y es sabio
aquel que usa la palabra con una actitud y una filosofía de vida.
Hace mucho que escucho expresiones de tintes diversos referidas a los
docentes. Desde la poco feliz frase del gobernador "idiotas útiles",
pasando por las definiciones de "parásitos" o "zánganos"
de ciertos comunicadores sociales, hasta las de algunos padres que han
dicho "cuánto querés para ir a trabajar" o ciudadanos comunes
que se han manifestado diciendo "vayan a laburar" o "mándenlos al
campo para que aprendan a educar con vocación". A esto, se suman
otras expresiones como "apoyamos la lucha docente" o bien los discursos
gremiales que siempre van en pos de "la dignidad de los trabajadores".
Todas me suenan como los discursos políticos en tiempos electorales,
como los homenajes a destiempo a personas merecedoras de ellos pero a quienes
se las ha deshonrado durante años con el olvido, como las palabras
alusivas de los actos escolares o de las conmemoraciones. Todas esas palabras
o expresiones me suenan igual. Todas dicen pero ninguna comunica. Comunicar
es hacer común algo desde su esencia. Por eso, digo que la palabra
si no es usada con actitud y si no conlleva una filosofía de vida
es hueca, no comunica.Tener una filosofía de vida es vivir sabiendo
lo que soy, lo que quiero, cómo lo quiero, hacia dónde voy,
por qué camino y, fundamentalmente, desde qué actitud vivo.
No sirve la palabra si dice pero no refleja mi postura ante la vida. La
palabra debe ser idea y actitud.
Por eso, digo que tomo la palabra pero no para cuestionar las expresiones
dichas o las opiniones vertidas por la gente. Tomo la palabra para hablar
de la "escuela pública" desde una filosofía y experiencia
de vida, no desde la frase hecha que ya ha sido bastardeada en boca de
todos.
Desde que aprendí a caminar hasta los treinta y cuatro años
de vida que hoy tengo, he pasado unida a la escuela pública. Mi
madre ha sido maestra en escuelas rurales y en escuelas de isla. Jamás
faltó a clases, jamás hizo una huelga. De mis años
de niña recuerdo que, conmigo en brazos, caminaba desde la ruta,
dos leguas y media, hasta la escuela, con su portafolios y un bolso, bajo
los soles del verano, los vientos helados del invierno, chapaleando barro
y mojándose los días de lluvia. Vivía en una habitación
del viejo casco de estancia que era la escuela, con la compañía
de los murciélagos y otras alimañas que solían aparecer
y, por las noches, se alumbraba con una lámpara a kerosene. Trabajaba
con vocación quitando horas a la familia para entregarlas a sus
alumnos.
En la escuela pública aprendí lo que sé. La escuela
pública contribuyó a formarme como persona. En la escuela
pública leí por primera vez la Constitución y en ella
aprendí sobre la independencia de poderes, sobre las facultades
de cada uno de ellos, sobre las libertades individuales, sobre las leyes
que rigen la vida en sociedad, sobre los derechos y las obligaciones del
estado y de los ciudadanos.
Mis alumnos primero, mis colegas y mis superiores después, tienen
licencia para decir si alguna vez no he cumplido con mis obligaciones.
No he sido una docente cuyos alumnos tienen horas libres por mis inasistencias.
He dado todo mi tiempo a la tarea escolar a la que siento de alma aunque
eso haya significado muchas veces privar a mi hijo de un paseo el domingo
porque estoy "ocupándome" de mi profesión (corrigiendo, preparando
trabajos, reuniendo material suficiente para evitarle gastos al papá
de mis alumnos que a veces tienen menos que yo, "usando la imaginación"
-como imbécilmente nos pide nuestra "superioridad"- para que mi
clase salga lo mejor posible con lo poco o nada que tengo y que, finalmente,
al alumno le sirva de algo lo que aprende conmigo).
Algunos de ellos me han dicho: "Señora, ¿usted nunca
falta? ¿a usted nunca le pasa nada?". A esos alumnos les digo que
hoy sí me pasa algo. Me pasa que aquellos derechos que aprendí
de la Constitución en una escuela pública, están siendo
manoseados, pisoteados, manipulados según convenga a los intereses
de quien sea. Me pasa que más que nunca reacciono ante la injusticia
y la mediocridad. La mediocridad de los inoperantes, incapaces e ineficientes
que conducen nuestros destinos y que se creen con el derecho y el poder
para seguir haciéndolo. La mediocridad de los inservibles que sólo
sirven a los intereses que van contra la maravillosa utopía de una
identidad propia, de una nacionalidad auténtica (lejos del "chauvinismo"
mediático y absurdo). La injusticia que inclinó la balanza
de la justicia y, no conforme con eso, además de ajustar la venda
de sus ojos también le anuló la boca y los oídos.
Me pasa que siento impotencia ante una justicia inválida o invalidada,
ante una legislatura grotesca y ante un ejecutivo omnipotente y narcisista.
Me pasa que nuestros representantes políticos, gremiales o de lo
que sea, no sé a quien y qué representan. Me pasa que los
representados no sé a quién hemos de dar nuestra representatividad.
Hemos mantenido una lucha legítima por reivindicaciones claras
y concretas que además del salario tiene que ver con todo lo que
expuse. Hemos mantenido una lucha, a la que un discurso de la dirigencia
gremial tal vez poco sabio o poco oportuno, que no representó creo
a la mayoría de nosotros, desplegó por delante una bandera
de "juicio político" que nos dejó más solos que antes
y que tapó las otras banderas que dolorosa y silenciosamente cada
docente ha mantenido en alto durante años: las banderas de lo que
reclamamos, día a día, desde las aulas en que nos miramos
cara a cara con el verdadero rostro de la vida, de la miseria, del dolor,
del hambre, de la injusticia.
A esos alumnos que me preguntan "¿a usted nunca le pasa nada?",
les digo que hoy me pasa que estoy harta de la necedad de las palabras
que sólo dicen, de la necedad de los que están siempre "preocupados"
pero que jamás se "ocupan".
"El saber es la única riqueza de que no te pueden despojar los
tiranos. La verdadera riqueza de una nación no consiste en su oro
ni en su plata, sino en su saber, en su sabiduría y en la rectitud
de sus hijos." (KHALIL GIBRÁN)
Por Cecilia Oberti
Docente de Entre Ríos (Fuente: Boletín on line
L.E.A.) |
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