Un
enfoque filosófico
del
problema ecológico(*)
El problema ecológico
o medioambiental es un problema de índole antropológica.
Nosotros no conocemos a la naturaleza en sí misma sino en relación
a nuestra propia existencia y, precisamente, esa remisión antropocéntrica
es la que ha posibilitado configurar el problema que nos ocupa. La
naturaleza, para el hombre racionalista del Occidente, se constituye en
materia prima sostenedora del progreso y desarrollo humano.
Todas las tradiciones occidentales
han puesto un fuerte énfasis en el valor subsidiario de la materia
y justificando, por ende, la explotación inmisericorde de todos
los reinos del mundo material. Una misma línea une a la Grecia Clásica
con la Modernidad Europea: la que transita por la claridad de una razón
independizada de toda mácula de corporeidad.
Independientemente del reconocimiento
de la dependencia hermenéutica de la naturaleza respecto del hombre
es muy importante que sepamos conceder que existen testimonios etnológicos
que prueban contundentemente que los hombres pueden vincularse con la naturaleza
de una manera diametralmente opuesta a como lo hemos hecho los occidentales.
Los pueblos aborígenes parten de cosmologías que fundamentan
concebir al hombre como parte inescindible de la naturaleza y en ese sentido
solamente se puede esperar del hermeneuta un tratamiento fraternal hacia
todo lo existente. De todas maneras, no estamos sugiriendo una vuelta
al pasado como medio viable de restitución de los equilibrios
ecosistémicos alterados. Pero sí se insinúa la necesidad
de percibir las fuentes de donde mana el poder destructivo que tarde o
temprano hará colapsar la marcha triunfante del hombre occidental.
Desde esa perspectiva es necesario revisar profundamente algunas de las
actitudes que ha asumido ese hombre preocupado por las disfunciones que
observa en la naturaleza. Valga como elemental ejemplo la propuesta
de un desarrollo sustentable o sostenible que a nuestro entender resulta
un contrasentido en sus propios términos: el desarrollo para
el Occidente es concebido prioritariamente como crecimiento de la
potencialidad humana sobre el escurridizo cosmos y como tal implica una
paulatina victoria sobre la naturaleza en su inescrutable mismidad. Sostener
ese desarrollo importa necesariamente ( aún cuando el mismo se retrase)
el derrumbe del oikos.
La revisión de nuestras
actitudes más internalizadas deberá hacerse desde aquel
tipo de sentimiento que los occidentales erradicamos desde los comienzos
mismos de la etapa civilizada: el de sentirnos parte integrante de la naturaleza
y deudores, por lo tanto, de un tratamiento sacramental por la Tierra.
A partir de allí tendremos que ser capaces de practicar conductas
inintrusivas que nos permitan suponer que la naturaleza existe con independencia
de nuestra capacidad referencial, que se mueve con la vivacidad de
los animales y no con la precisión inhumana de los relojes, que
pertenece al orden de la afectividad del hogar y no al de la hostilidad
temible de lo desconocido. La erradicación de los problemas
ecológicos se vincula más a la recuperación
de la sabiduría ecológica de los pueblos aborígenes
que a la multiplicación de leyes científicas concebidas dentro
del criterio estratégico de la ratio científica del
Occidente. Una sabiduría profunda nos debe religar a la naturaleza
con el propósito de restituirle el rango de casa, de entorno amigable
donde se debe producir el más humano de los desarrollos: el de una
espiritualidad holística, integral, compleja.
(*) Prof. Abelardo
Barra Ruatta
Dpto.
de Filosofía
Facultad
de Ciencias Humanas.
UNRC
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