P  a  u  l  o    F  r  e  i   r  e (*)  

LA PEDAGOGIA DEL OPRIMIDO   
TREINTA AÑOS DESPUES(**)  
  
 

En una entrevista reciente que se publicó en una revista semanal brasileña de gran circulación (Veja), Daniel Cohn-Bendit -el ex rebelde que lideró las revueltas estudiantiles de mayo del ’68 en Francia- dijo que los desposeídos están huérfanos, pues las cuestiones sociales que se refieren a ellos desaparecieron del actual discurso político. De hecho, el actual predominio de las tesis neo-liberales volvió casi vergonzante la mención a la opresión económica y social de América Latina. Parece que los dos polos de la relación histórico/dialéctica «opresor-oprimido» salieron de la escena, y ahora sólo se discute el «consenso social» para el avance de la modernidad.  

 
 
 
 
 
¿En este cuadro, cuál es la actualidad de su libro “Pedagogía del Oprimido» publicado hace treinta años? 
   La pregunta que usted plantea no es estrictamente brasileña, primero o tercermundista, sino que es hoy una cuestión universal. Obviamente, se plantea hegemónicamente en el Primer Mundo y en el discurso liberal, discurso que llamaría «posmodernamente reaccionario». Lo que me parece  peligroso y profundamente arriesgado, y de constatación un poco melancólica y bastante triste, es la adhesión a este discurso realizada por grupos -intelectuales sobre todo- que, hasta hace poco tiempo atrás se decían de izquierda y se consideraban progresistas. Lo dramático, lo trágico, decía, es ver cómo esos grupos, estupefactos ante el proceso histórico actual -la caída del Muro, por ejemplo- pasaron a creer en el discurso reaccionariamente posmoderno de los liberales. El discurso llegó (en verdad no diría que repentinamente porque viene llegando hace mucho tiempo) afirmando, entre otras cosas, que la historia se terminó, y que la historia que esta ahí no es la historia que estaba y ni siquiera es la continuidad de la historia que estaba. Es una nueva historia que no tiene nada que ver con las connotaciones de la historia a través de la cual aprendemos a comprender el mundo. Es un discurso donde no hay más lugar para las ideologías, no hay lugar para las clases sociales y, por lo tanto, no hay lugar para los conflictos, para la lucha de las clases. Y si no hay clases sociales y lucha de clases, se acabaron los polos antagónicamente contradictorios. Todo es la misma cosa. Y si todo es la misma cosa, por ejemplo, no hay por qué no creer que un político reaccionario cambió; cambió para mejor porque habla de temas supuestamente modernos, aunque su práctica siga siendo autoritaria y discriminatoria. 
Este discurso «reaccionariamente posmoderno» obtuvo, infelizmente, el apoyo de algunos ex-progresistas. Otro grupo bien pequeño de la izquierda estupefacta quedó lleno de rabia, con justo motivo, ante la trampa del discurso «pos-modernamente reaccionario» y recayó en esa enfermedad terrible que es el stalinismo. Ese pequeño grupo de izquierda esta contribuyendo, en mi opinión, exactamente a la negación de lo que se debe afirmar, como la verdadera izquierda. Por mi parte, sigo diciendo: yo soy un hombre de izquierda, y no creo que hayan desaparecido la izquierda y la derecha; están ahí, claras, tangibles, vivas y no necesitan ser develadas porque están sensible y concretamente una frente a la otra. Pero un grupo pequeño de izquierda reaviva el stalinismo y termina asumiendo posiciones tan nefastas al sueño y la utopía socialista como antes lo fue el socialismo real. Ese grupo pierde una oportunidad excelente de contribuir seriamente a la lucha socialista; lucha que está ahí, entre nosotros, está en el mundo, sigue viva. Me resisto a pensar que se acabó el sueño socialista porque constato que las condiciones materiales y sociales que exigieron ese sueño están ahí: sigue habiendo miseria, injusticia y opresión. Y eso el capitalismo no lo resuelve sino para una minoría. Creo que nunca en nuestra historia el sueño socialista fue tan visible, tan palpable y necesario como hoy, aunque, tal vez, sea de mucho más difícil concreción. 
Pero quiero explicar por qué el sueño es posible y no puede ser abandonado: creo que es posible precisamente porque ahora, por primera vez, tenemos la posibilidad de comenzar todo de nuevo, sin la referencia al paradigma negativo del socialismo soviético, sin la figura autoritaria dentro de la cual emerge el llamado socialismo real. El discurso contra la utopía socialista -el discurso liberal o neoliberal- necesaria y obviamente enaltece el avance del capitalismo. Para mí la única cosa buena del capitalismo fue la moldura democrática dentro de la cual el capitalismo creció en algunas regiones. El capitalismo sí es nefasto, es perverso, pero la moldura democrática dentro de la cual se desarrolló es una gran conquista de la humanidad. El mayor error de las izquierdas fue no haber percibido que, históricamente, no tenía por qué haber antagonismo entre socialismo y democracia. Yo no creo en ese antagonismo; por el contrario, sigo diciendo que la gran cualidad del capitalismo no le pertenece, sino que le pertenece a la democracia, democracia que ingenuamente las izquierdas atribuyeron a la burguesía. Las izquierdas decretaron que sólo la burguesía había sido competente en hacer una democracia y desistieron de la utopía democrática: ahora es el turno de lanzarnos a la reconstrucción de la lucha por el socialismo; no obstante, a través de procedimientos democráticos. 
Más allá de eso, es preciso aprender a superar el pragmatismo muy ligado al autoritarismo con el cual las izquierdas concebían la historia; o sea, se concebía la historia no como posibilidad, sino como determinismo. Es necesario que vivamos la historia como posibilidad, comprendiendo que el futuro es inexorable, que el futuro es problemático y que debe ser construido porque no esta pre-construido, ya dado. En la medida en que se entiende a la historia como posibilidad, como futuro que se problematiza, necesariamente superamos el dogmatismo mecanicista -de origen marxista pero no de responsabilidad exclusiva de Marx- y pasamos a comprender el importantísimo papel de la conciencia, el papel de la subjetividad en hacer la historia. En el pasado, fui criticadísimo por los mecanicistas -marxistas o no- precisamente porque desde el comienzo de mis actividades pedagógicas valoré el papel de la conciencia y enfaticé la naturaleza inalienable de la individualidad de los sujetos. Me parece que la raíz de la democracia está en este tipo de concepción y de práctica. 
En resumen, respondiendo más objetivamente a tu primera pregunta, creo que una de las cosas que nos colocan hoy en el fin de siglo, que es también el fin del milenio, es exactamente el coraje de seguir trabajando, la necesidad de seguir luchando por la superación de las condiciones históricas que mantienen la opresión económica y social. En este sentido, le diría sin ninguna arrogancia que la Pedagogía del Oprimido es hoy más actual que hace treinta años, cuando fue publicada. Es que ése es el clima: el clima histórico no es aquel que llora o conmemora la desaparición del sueño socialista, sino aquel que afirma la necesidad y la posibilidad de concreción de ese sueño. 
Algunos analistas ven la ética como cimiento inexorable de la sociedad moderna. O sea, con el quiebre del socialismo real e incluso de la utopía socialista, con el retroceso de los preceptos religiosos y el debilitamiento de los sindicatos, el capitalismo triunfante no encontrará más frenos para realizarse de manera predatoria, lo que, en el límite, amenazaría su propia existencia como sistema. Por eso, se confía en la adhesión de los capitalistas al comportamiento ético. ¿Cómo ve usted esa posibilidad y cuál es el papel de la educación y de los educadores en ese escenario. 
Aquí es necesario preguntar: ¿qué ética es ésa? Quiero decir: a favor de quién y a favor de qué va a tener que cambiar el sistema, para seguir existiendo. Este «a favor de quién» es exactamente a favor del capital, de los intereses de los capitalistas. Así, su ética sólo puede terminar como negación de la ética. Es claro que llega un momento en que las clases dominantes descubren que lo que para ellos representaba un peligro tremendo 25 años atrás, hoy es un riesgo aceptable. Vea un pequeño ejemplo: fui estigmatizado, fui presentado en la prensa de este país -casi todita- como un enemigo, enemigo de la paz, enemigo de la competencia, enemigo hasta de Dios. Todo eso porque pretendí y porque propuse una alfabetización, como introducción a la antropología, debía ser simultáneamente una lectura del mundo y una lectura del texto. Eso fue suficiente para que periódicos -que se pensaban muy serios- el mismo día me llamaran fascista y bolchevique. Hoy, ninguno de esos periódicos, que 25 años atrás me consideraban «el fin del mundo», sería capaz de publicar cosas como aquellas. En 1964, una lectura del mundo como propuse y una lectura del texto eran cosas increíblemente peligrosas; hoy todavía son peligrosas, pero mucho más tolerables. Hay sin duda, un segmento de industriales inteligentes y creativos que aprendieron a duras penas a pagar mejor a sus operarios, que es más productivo desarrollar relaciones menos autoritarias. Al final, la historia es proceso y no para, no se inmoviliza, como algunos piensan; y por eso el conflicto se da a otro nivel, a veces más camuflado, más amortiguado. Pero la radicalidad de la lectura del mundo sigue sin poder ser aceptada por el conjunto de la clase dominante, ya sea por los neo-liberales llamados modernos o por los capitalistas trogloditas, profundamente atrasados. La lectura radical del mundo es todavía un peligro para la manutención del «statu quo». 
Los cambios tecnológicos acelerados de la actualidad vienen configurándose para muchos como el umbral de una nueva era civilizadora, en la cuál la distribución generalizada del conocimiento y de la educación rediseñaría en un plano más consensuado las relaciones capital/trabajo. Otros analistas insisten en que el modelo actual de producción      -que contempla la rápida sustitución de productos de alta tecnología- es un modelo extremadamente concentrador y excluyente;  necesitando, para su buen funcionamiento, que apenas una parte de la población sea educada para producir y consumir tales productos. ¿Cómo se coloca el educador Paulo Freire ante estas dos corrientes? ¿Existe una tercera vertiente para analizar actualmente la relación entre las nuevas tecnologías y la educación? 
Esta pregunta, como las otras que usted me hizo, me involucra demasiado, hasta me «inflama», y a pesar de estar un poco debilitado después de una crisis de salud y de un reposo de cuatro meses por estricta recomendación médica, quiero responderla  íntegramente. 
Comenzaría a responder a partir de la biología. Esto es interesante, comienzo por la biología y no por la política, citando a uno de los grandes biólogos actuales, el francés Francois Jacob. En una entrevista reciente, dijo que los hombres y mujeres son seres programados para saber. Vea bien: programados, no determinados. Y exactamente porque somos programados, somos capaces de ponernos por delante de la programación y pensar sobre ella, indagar y hasta desviarla. Esto es, somos capaces de interferir hasta en la programación de la que somos resultado. En este sentido, la vocación humana es la de saber el mundo a través de la necesidad y del gusto de cambiarlo. La vocación es de saber el mundo a través del lenguaje que fuimos capaces de inventar socialmente. En el fondo, nosotros nos volvemos capaces de desnudar el mundo y de hablar el mundo. Sólo podemos hablar el mundo porque cambiamos el mundo, y el proceso no podría ser inverso. Es en este sentido que el lenguaje no sólo es vehículo del saber, sino que es saber. Es producción de saber. Me parece, entonces, que a partir de ahí es imposible comprender la vida histórica, social y política de hombres y mujeres fuera del gusto y de la necesidad de saber. Sólo que ése es un saber del que somos sujetos, inventores, creadores, y es un saber que no termina, que acompaña el proceso individual y social de las personas en el mundo. Quiero decir, es imposible estar en el mundo apolíticamente, neutralmente. Hay siempre valoración, comparación, hay siempre elección que demanda decisión, ruptura, y todo eso tiene que ver con la forma de “estar siendo” en el mundo, que es una forma profundamente política. El mundo cambió y sigue cambiando, pero no de forma que podamos decir que todo lo que era válido 5 años atrás no lo es más, porque eso nunca pasa en la historia. La historia tiene una horizontalidad que no significa repetición, ni perpetuación, sino continuidad. O sea, hay una relación de continuidad en el proceso histórico que no puede sufrir una ruptura que signifique el advenimiento de algo absolutamente inédito. 
Necesitamos hoy de mujeres y hombres que, al lado del dominio de los saberes técnicos y científicos, estén también inclinados, preparados para conocer el mundo de otra forma, a través de tipos de saberes no pre-establecidos. La negación de esto sería repetir el proceso hegemónico de las clases dominantes, que siempre determinaron lo que pueden y deben saber las clases dominadas. En el discurso dominante hoy, el saber nuevo y necesario es un saber profesional y técnico que ayude a sobrevivir a las camadas populares, sobre todo en el Tercer Mundo. Sin embargo, yo digo: no, no es sólo eso. Para el Tercer Mundo, así como para el primero, el saber fundamental continúa siendo la capacidad de develar la razón de ser del mundo, y ése es un saber que no es superior ni inferior a otros saberes, sino que es un saber que elucida, que desoculta, al lado de la formación tecnológica. Por ejemplo, estoy convencido de que, si soy un cocinero, si quiero ser un buen cocinero, necesito conocer muy bien las modernas técnicas del arte de cocinar. Pero necesito sobre todo saber para quién cocino, a favor de quién cocino. Y ese es el saber político que la gente tiene que crear, cavar, construir, producir para que la posmodernidad democrática, la posmodernidad progresista se instale y se instaure contra la fuerza y el poder de otra posmodernidad que es reaccionaria. 

 

(**) Dagmar Zibas   
Fundación Carlos Chagas.   
San Pablo. Brasil   
(*)Doctor Honoris Causa de  la U.N.R.C.