HAGAMOS UNA ECONOMIA   
MAS HUMANA(*) 

¿Y si la desocupación no pudiera ser absorbida ni mediante el crecimiento ni mediante la reducción parcial del tiempo de trabajo? ¿Si nos planteara el problema de las relaciones entre los progresos descontrolados de la técnica y las perversiones de la competitividad, un problema crucial  de la sociedad?   
¿Si la rebelión y la desmoralización juvenil revelaran un modo extremo de descontento o de desmoralización generales? ¿Si las drogas, cuyo éxtasis busca el adolescente, fueran una respuesta exasperada a la angustia que el adulto calma mediante somníferos?   
¿Y si las incontables degradaciones del medio ambiente fueran no solamente la suma de contaminaciones locales sino el indicio de un envenenamiento global de nuestra 
biosfera, tal vez mortal a largo plazo, provocado por el desarrollo incontrolado   
de la industria?   
 

 
  Enfermos sociales  
¿Y si la mayor parte de nuestras enfermedades, que atribuimos a dos orígenes, psíquico y somático, tuvieran un tercer origen, social y de civilización? A partir de allí, todos los males que consideramos privados, las úlceras, los dolores de cabeza, los insomnios, las náuseas, la depresión, y contra las cuales luchamos de manera privada, serían indicadores de un malestar de civilización que crece, dado que el consumo de psicotrópicos y antidepresivos, que se ha vuelto frenético, se multiplicó por seis en veinticinco años, mientras se acrecienta la atención psiquiátrica. 
¿Y si la carrera hacia el crecimiento se corriera al precio de degradar la calidad de vida? De hecho, las tasas de crecimiento son incapaces de dar cuenta de los procesos de alteración de nuestras vidas. Peor aún: allí donde la brújula política apunta al crecimiento, hay ceguera sobre el estado mental, moral, y sobre el malestar en una civilización del crecimiento. Surge una gran contradicción: el crecimiento que se volvió indispensable para nuestras economías es insostenible a largo plazo para nuestras existencias individuales, y también para la existencia de la humanidad. 
La ciencia, la técnica, la industria, que parecían ser los motores de un progreso garantizado, revelaron su rostro sombrío y negativo. El desarrollo suscitó y favoreció la formación de enormes máquinas tecnoburocráticas, que por una parte dominan y aplastan todos los problemas individuales, singulares, concretos, y por otra generan irresponsabilidad. 
La pérdida de responsabilidad y la pérdida de solidaridades llevan a la degradación moral, dado que no hay sentido moral sin sentido de la responsabilidad y de la solidaridad. 
Ya no es el capitalismo el único que concentra en él el mal de nuestra civilización. Ese mal es una hidra de muchas cabezas: la atomización, el anonimato, la mercantilización, la degradación moral, el malestar, progresan de manera interdependiente y construyen entre todos ese mal. 
De modo que es hora de elaborar una política de civilización donde la solidaridad, la convivencia, la moralidad, la ecología, la calidad de vida, dejen de ser percibidas por separado y sean concebidas en conjunto. 

Política de solidaridad  

Una política de solidaridad. Es cierto que el poder público no puede producir solidaridad concreta, ella depende de los individuos. Pero puede favorecer la puesta en práctica de buenas voluntades. Un sociólogo sugirió experimentar «casas de solidaridad», que se podrían generalizar en las ciudades y barrios; implicarían un centro de recepción para necesidades morales surgentes y un cuerpo de voluntarios y profesionales permanentemente dispuestos para todas las necesidades que no sean las policiales o de emergencia sanitaria. 
En esta lógica, se podría disponer agentes solidarios en todas las administraciones, en todos los lugares estratégicos donde los individuos padecen la incomprensión y el anonimato. Al mismo tiempo, se podría favorecer una economía de la solidaridad que prolongara bajo nuevas formas la economía mutual. Una política de calidad de vida tendría vanos rubros. Uno, ecológico. Ya se reconoce y necesita la creación de ecoempleos de protección del medio ambiente y mantenimiento de los espacios naturales. Otro, el de la convivencia. Una política de la convivencia crearía un fondo de ayuda a las instituciones de convivencia: instalaciones de café concert, karakoes de barrio, baños turcos, ampliación de las casas de la cultura a espacios foros para debatir problemas locales y generales, creación de empleos de asistencia que permitan humanizar las administraciones. 
La gente quiere huir del estrés, de los problemas. Las jóvenes generaciones ecologizadas, los desocupados, empiezan a abrir pequeñas explotaciones biológicas, a retomar comercios abandonados, a instalar talleres artesanales. 
Correlativamente, las exigencias de calidad de vida y convivencia crean una búsqueda de productos dietéticos, gastro-nómicos y artesanales. Se podría alentar, entonces, la colonización de pueblos y aldeas mediante una política de apoyo y protección que apunte a la regeneración de la propiedad pequeña y mediana, dedicada a los productos de calidad de granja, a reinstalar panaderos, almaceneros y artesanos en las aldeas, a instalar jubilados y teletrabajadores. 
Una política de civilización sería una respuesta directa a la desocupación, integrando una gran cantidad de desocupados. Cierto es que daría lugar a grandes gastos, pero también a grandes economías, como la disminución de los enormes costos de los males de la civilización, entre ellos la atención médica, que serían consecuencia del desarrollo de la calidad de vida. 
Si además hacemos una reforma de la enseñanza destinada a aprender a contextualizar y globalizar las informaciones y conocimientos, la reforma consiguiente del pensamiento permitiría evitar las cegueras del pensamiento mutilador. 
La política de la civilización no es incompatible sino complementaria del desarrollo tecnoeconómico de las empresas que compiten en el mercado internacional. El desarrollo de su competitividad podría consagrarse al desarrollo de la economía con rostro humano. 
Se trata de una tarea a largo plazo, de amplitud histórica. Tiene que desarrollarse durante la década y prolongarse más allá. Esta política llama a reconquistar el presente, regenerar el pasado y reconstruir el futuro. 

 

(*) Edgar Morín   
Extraído de “Metodología de las Ciencias Sociales”   
de Esther Díaz. Editorial Biblos, 1997.