La tarde estaba fría y  húmeda, pero tenía la  calidez del diálogo ameno, casi intimista.   
Frente a mí estaba -¡qué privilegio!- vaso de vino tinto de por medio sobre la mesa que bebía de a ratos con el deleite de un elixir, Ernesto Sábato.   
Su solo nombre y presencia son capaces de proyectar un mundo de inspiraciones supremas y de valores humanos fundamentales.   
Octogenario pero enhiesto, sencillo pero profundo, a sus ojos chiquitos pero con lentes grandes, ningún detalle le pasaba desapercibido en ese atardecer de mayo, que con frecuencia le despertaba la nostalgia de su Rojas natal.   
Esa sensación de estar frente a un hombre enorme, aunque de escasa estatura, me había invadido ni bien lo vi.   
Salía de nuestra Iglesia mayor, de la que lo había impresionado su estilo neoclásico y su parecido “con la Catedral de Salta”.   
Desde ese instante, entusiasmado por la imaginación de un diálogo rico, me puse a su lado para recorrer junto con Miguel Angel Tréspidi y Elvira González Fraga -una especie de María Kodama- varias cuadras del centro, para luego emprender un recorrido por el interior generoso de la vieja casona de la Comandancia de Frontera, donde hoy funciona el Museo Regional de Río Cuarto.   
Sábato, que tiene el raro privilegio con sus 88 años y sus ideas frescas de ser un símbolo para la juventud universitaria de hoy, por su lucha por la verdad, la justicia y una sociedad mejor; no mostró esa tarde el humor huraño que le atribuyen sus biógrafos, ni el cansancio que pudiera tener un anciano insigne, que había viajado en automóvil desde las últimas horas de la madrugada desde su Santos Lugares por adopción hasta nuestra ciudad.   
“¡No me llame doctor, por favor!... ¿Cómo me llama? Ernesto, maestro, como me dicen en mi barrio, donde hace 52 años que vivo, después que no soporté más Buenos Aires”, me dijo casi afectuoso y regresivo a una juventud en la que tuvo una familia de pueblo y una madre hacendosa, de quien conserva su máquina de coser en el atelier donde ahora pinta, porque no escribe más.   
Mientras caminaba, insistía: “Son muy parecidas Río Cuarto y mi pueblo”, hablando por su Rojas natal, lejana en el tiempo pero presente en su memoria.   
La conversación desandó lugares cotidianos, como si no tuviera al frente al gran escritor de El Túnel y de Sobre Héroes y Tumbas, ganador de los premios Cervantes, Menéndez Pelayo e Israel.   
Aspirante al Nobel, doctor en Física de la prestigiosa Universidad Nacional de La Plata y becado en París, a los 34 años, abandonó las probetas para abrazar la gran pasión de su vida: la literatura.   
Sábato, autor de novelas que se diseccionan en cátedras de grandes universidades, impresiona por la firmeza irreductible de sus convicciones.   
Heroico por lo honesto, descarnado hasta lo impiadoso y empeñado en la fuerza de la verdad, tiene animadversión por este gobierno; y recuerda con respeto al de Alfonsín “por lo que hizo, por el restablecimiento de las libertades públicas y la vuelta del respeto a las personas”.   
Con las manos hundidas en los bolsillos de su gabán gris, recorrió con entusiasmo el Museo, interesándose por nuestra historia colonial allí representada, y dejó sus felicitaciones en el Libro de Visitas.   
La vieja Comandancia, que habitara Fotheringham, lo hacía recurrente al amparo del anochecer lluvioso.   
 “Fuimos once hermanos -nos dijo mientras recorríamos las salas-; tuvimos una educación estoica. Nunca ninguno se quejó de un dolor”, agregó.   
 “Yo no renuncio a vivir mis años -dijo en otro momento del itinerario coloquial-. Soy de familia longeva; mi madre murió a los 92 años y mi abuelo a los 104”. Era como que quería explicar que se sentía joven y con todas las fuerzas para vivir mucho más que sus actuales 88 años.   
Mientras hablábamos, de a ratos, le miraba el rostro y sus cabellos canos. Vivaz, miraba y miraba. Sus ojos se humedecieron, recordando dos pasajes de su niñez: Las fotos que recuerdan una trilla regional y una máquina de coser de la misma marca que usaba su madre, lo volvieron a su Rojas familiar y chacarera.   
La impronta de la rectitud y del comportamiento ético, reveló que lo traía de familia.   
“Mi padre -me dijo en otro momento- tenía un molino harinero. Allí, recuerdo, con un apretón de manos sellaba sus negocios con los chacareros que le traían el trigo. No hacían falta los documentos. La palabra, hoy perdida, bastaba”, enfatizó como una apelación útil para nuestros días el autor inefable del Informe sobre Ciegos.   
Ya en el hotel donde lo hospedó la Universidad, para distinguirlo al día siguiente como un augusto pensador que es, me reiteró una definición conocida: “Esta sociedad es economicista y deshumanizante. Detesto la plata porque empequeñece el espíritu”, agregó.   
“Me gusta la ciudad, tiene hermosos edificios, que no le han destruido, por lo que veo, su arquitectura original”, apuntó luego Sábato, pasándose la lengua por sus labios después de sorber otro trago de vino como una bebida espirituosa.   
Sensible, observador, lejos de la pose, Sábato, gran maestro, que no escribe desde 1979 por su vista, hoy pasa sus días pintando al óleo.   
El ilustre escritor me confesó su afecto por la juventud. Los jóvenes y Sábato comparten una mutua debilidad: se reencuentran a menudo porque no abandonan la utopía de hacer una sociedad más justa.   
El gran novelista tiene la propensión al pesimismo, pero la juventud obliga al maestro a seguir creyendo.   
Tanta fama y tan cerca; tanta convicción y tanta franqueza, impactan.   
A Sábato, al que tal vez lo hacen cascarrabias para protegerlo del asedio, lo compartimos con la sencillez que él mismo permitió.   
Pudimos conocer algo más de la ética de los valores fundamentales.   
   
(*) Nicolás Angel Florio  
Prensa Universitaria                         
Coordinación de Comunicación Institucional                 
UNRC