¿Si
el título de este artículo fuera propuesto más allá
del círculo de los profesionales de las ciencias de la educación,
al conjunto de alumnos, docentes y funcionarios de las universidades nacionales
que están hoy preocupados y activos con relación al futuro
de nuestras casas de estudio, no resonaría acaso como afirmación
provocativa pero desproporcionada? ¿Es que realmente existe un acuerdo
generalizado de que un determinado enfoque de evaluación institucional
de las universidades puede incidir en su situación y características
futuras? Tal vez habría que comenzar por preguntarse si este acuerdo
se da entre nuestros propios colegas.
Hace muy poco, una consulta profesional
me llevó a un abrupto reencuentro con una problemática a
la que hace algunos años le dedicara buena parte de mi tiempo de
estudio y compromiso institucional: la del gobierno, planeamiento y gestión
universitaria. Los intercambios que de ella derivaron con personalidades
de diversas universidades, de formaciones heterogéneas en su origen
y de extracción ideológica plural, me dejaron la impresión
de que el tratamiento que se le da al tema de la evaluación institucional
de las universidades está centrado en el tipo de relación
que esta evaluación puede llegar a establecer entre el poder político
y la universidad, a partir de la sanción de la Ley 24.521. Unos
la rechazan de plano por inconstitucional y lesiva a la autonomía
universitaria, otros se ponen en guardia frente a formas de implementación
que potencialmente la afectarían y otros especulan con un manejo
pragmático de situaciones de facto en provecho, así lo esperan,
de sus instituciones.
Sin embargo, no parece haber claridad acerca de que,
en primer lugar, en materia de evaluación universitaria, tanto interna
como externa, existen enfoques que remiten a paradigmas muy diferentes,
y, en segundo lugar, que las alternativas de aplicación de los mismos,
lejos de ser un problema técnico o un problema «menor»,
propio de las preocupaciones de pedagogos, puede condicionar fuertemente
el proyecto de universidad que se aliente en términos político-institucionales.
Para expresarlo sintéticamente, la Ley de Educación
Superior propicia la instalación de un sistema de irrupciones
sexenales en la vida de las universidades que, al menos desde el andarivel
de la evaluación, se desresponsabiliza de lo que acontezca en los
largos intervalos que median entre ellas.
Se trata de un proceso que asegura una evaluación
orientada al control, que reclama periódicas rendiciones de cuentas
(accountability) y estimula la competencia por la comparación (assessment).
Ahora bien, además de no compartir conceptual
e ideológicamente un sistema de evaluación concebido sobre
el eje del control, cabe preguntarse ¿es factible realmente un control
confiable de resultados aplicado sobre instituciones autónomas si
éstas no advierten en dicho sistema claras ventajas para su desarrollo
futuro?
Una respuesta negativa nos conduciría a una nueva
pregunta: ¿es factible un sistema de evaluación que promueva
efectivamente un proceso de desarrollo universitario, si éste se
centra en funciones de control?
Si nuevamente concluimos en que no, quizás podamos
llegar a convenir, incluso más allá de diferencias conceptuales,
que es indispensable avanzar, ir más allá del tipo de evaluación
que la Ley asegura, para construir a partir de lo que la Ley permite.
Hubiera sido deseable caminar sobre un terreno mejor asentado jurídicamente,
pero por ahora es un camino abierto.
Ahora bien, ¿es un camino transitable?
Es indudable que si nos atenemos estrictamente a aquello
que la Ley obliga, su texto marca un rumbo. Estoy persuadido que
éste es el rumbo equivocado, tanto para los que pretendemos un cambio
sustantivo de enfoque como para los que se atienen al que es posible inferir
de esta norma.
En efecto, si de lo que se trata es de avanzar en lo
que parece ser el espíritu de la Ley , montando un mecanismo de
control orientado fundamentalmente a mejorar la eficiencia externa de los
programas universitarios (es decir, su adecuación a objetivos extrínsecos
al sistema de educación superior) y la relación interna entre
insumos y resultados; a homogeneizar y/o reducir la población objeto,
y a estimular preferentemente el logro de calidades estandarizadas mediante
mecanismos competitivos de acceso al endeudamiento, bastaría con
otorgar una entidad más orgánica a programas como el FOMEC
y con un diseño y monitoreo inteligente del Sistema de Información
Universitaria, cuya integración es, a su vez, condición de
elegibilidad para el Fondo.
Si, en cambio, se trabaja en la alternativa de proyectar
un sistema que le permita a cada universidad, sobre criterios y pautas
acordados de manera seria y transparente, diseñar autónomamente
su propia evaluación en el contexto de una historia institucional
particular, para resolver los problemas por ella priorizados, a partir
de su propia situación y de su compromiso con la realidad y los
problemas regionales y nacionales, sin desdeñar la confrontación
con parámetros internacionalmente reconocidos; si en vez de alentar
una competencia destructiva, que multiplica costos y esfuerzos (como está
ocurriendo con una expansión y superposición irracional de
ofertas de postgrado), se piensa en una evaluación que estimule
una razonable cooperación y solidaridad interuniversitaria, nos
estaríamos poniendo en camino de una utopía concreta.
Utopía, en el sentido de un horizonte que se aleja
a medida que se camina, de ser conscientes que la empresa se enfrenta a
una doble dificultad: ponerla en marcha y realizarla en plenitud; pero
concreta (C. Matus,1987), en el sentido que es aún posible construir
viabilidad a esta aproximación.
Por si acaso no se ha sido lo suficientemente claro,
aquí no se está proponiendo un proceso de construcción
tecnocrática, no se está confundiendo política con
management. De lo contrario, la discusión sobre lo posible y lo
imposible se convierte en una cuestión técnica y la apelación
a la utopía una necesidad funcional al mantenimiento del orden.
La otra alternativa, desde mi perspectiva, es caminar
en la dirección de la «utopía salvaje» que describe
con sarcasmo el ¿escéptico? Darcy Ribeiro de los ‘90.
Ahora bien, no creo que artículos aislados sean
los instrumentos más adecuados para proponer pautas de construcción
de viabilidad en el sentido señalado, ni tampoco es bueno que esta
sea una tarea individual. Creo más bien que, a los efectos estratégicos
y programáticos, trabajos como éste se justifican si sirven
para proponer posibles términos y sugerir criterios para el debate
y la reflexión que precede y sucede a la acción.
A modo de una enunciación que aporte a las iniciativas
políticas que aguardan a quienes comparten la dirección esbozada,
podría trabajarse en torno a las siguientes ideas:
Las alternativas de evaluación institucional que
se pongan en la mesa de discusión se deben articular en una tensión
dialéctica con tres términos indisociables: autonomía,
proyectos de gobierno universitario y financiamiento estatal.
Esto equivale a entender la evaluación, en
primer término, como una necesidad endógena de los proyectos
de gobierno universitario autónomamente desarrollados, orientada
a detectar y priorizar problemas, prevenir fracasos, asegurar resultados,
aprender de los errores y reorientar eventualmente el rumbo. En segundo
término, como una actividad que los órganos del Estado (Parlamento
y PEN) toman como orientadora de su co-responsabilidad en la resolución
de los problemas que las universidades prioricen y que, en consecuencia
debe reflejarse, cuando corresponda, en financiamientos específicos
para la resolución de dichos problemas.
Para el caso de las universidades nacionales, permítaseme
proponer al menos como hipótesis, la posibilidad de articular el
mecanismo de aprobación parlamentaria de incrementos presupuestarios,
con el de la presentación de proyectos para la resolución
de los problemas detectados y priorizados como consecuencia de los procesos
de evaluación. Igual criterio podría adoptarse en relación
con las universidades provinciales o entidades equivalentes. Es obvio que
hay problemas que no requieren erogaciones significativas para su resolución;
también está fuera de discusión que es posible obtener
recursos adicionales con una administración más eficiente
de los que actualmente se disponen; pero difícilmente sería
sustentable un sistema de evaluación que no asegurara posibilidades
reales de una transformación positiva y ello, en las actuales condiciones
de la universidad argentina, requiere dinero, sobre todo si, además,
se exhibe el discurso de una transformación con equidad. Las políticas
de crédito, como la que se instrumenta mediante el FOMEC, además
de generar deuda (deuda externa y pérdida fáctica de autonomía
universitaria en este caso específico), nunca han sido -ni para
las personas ni para las instituciones- promotoras de la justicia distributiva;
siempre han favorecido al mejor posicionado de partida. Aún en un
sistema de asignación de prioridades que contemple la gravedad de
situaciones relativas entre las universidades, es imposible obviar
las capacidades de endeudamiento al momento de calificar para los créditos
(sin considerar las limitaciones sobre el tipo de gastos financiables).
Si se considera fuera de discusión la posibilidad de crear a tal
efecto un fondo con recursos provenientes del Tesoro o, al menos, sin los
condicionamientos propios del financiamiento actual, difícilmente
se podrá avanzar en un proceso de evaluación universitaria
articulado con una transformación cuyas prioridades hayan sido definidas
como fruto de un acuerdo de estado. Por el contrario, persistiremos en
una situación como la actual, en la que todo hace prever un escenario
tendencial en el que el Estado asuma la figura de un «contemplativo»
frente a la progresiva segmentación de un sistema librado a la lógica
del mercado.
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