El delito violento, otrora considerado un problema
marginal en la mayoría de las sociedades de América Latina
y el Caribe, se ha tornado en un
problema central en toda la región. Tanto
la naturaleza como la magnitud de la violencia criminal en la región
han cambiado profundamente. Antes asociada a conflictos políticos
entre gobiernos militares y grupos
opositores, la violencia en América Latina está ahora
casi siempre vinculada a tráfico de drogas,
pandillas juveniles y robos comunes, que amenazan a todos los sectores
de la sociedad.
La tasa de homicidios
en la región aumentó a casi el doble entre 1980 y 1991, pasando
de 12,8 a 21,4 asesinatos por cada 100.000 habitantes, según las
Naciones Unidas. Los residentes de muchos vecindarios urbanos y suburbanos,
que a principios de los años 80 se consideraban a salvo de violencia,
ahora enfrentan robos, violaciones, secuestros y asaltos.
Frustrados por la ineptitud de los organismos policiales
y la debilidad de sistemas judiciales, algunas comunidades han comenzado
a hacer justicia por su propia mano, apresando, apaleando y a veces matando
a supuestos criminales en una inquietante reaparición del “vigilantismo”
del siglo pasado.
Robarle al futuro
Evidencia reciente indica que además de sus devastadores
costos humanos, el delito violento presenta una amenaza concreta al desarrollo
económico a largo plazo de la región. Aunque es notoriamente
difícil determinar la precisa carga fiscal que el delito impone
a la sociedad, el profesor de Economía Mauricio Rubio, de la Universidad
de los Andes, en Colombia, calculó recientemente que la delincuencia
le cuesta anualmente a ese país el equivalente de 15 % del PBI.
Rubio calculó asimismo que las consecuencias indirectas de la violencia
- como el desaliento a la inversión- han robado a Colombia un
2 % de PBI anual en crecimiento económico.
De manera similar, un estudio del Departamento de Justicia
de los Estados Unidos publicado en 1995, que evaluó el costo de
hacer cumplir la ley y de factores vinculados, como honorarios legales,
tratamiento médico, horas de trabajo perdidas y gastos procesales,
llegó a la conclusión de que el delito le cuesta a la nación
U$S 450.000 millones al año. Cárceles, reformatorios y supervisión
de libertad condicional agregan otros U$S 50.000 millones.
Con estas cifras, las autoridades están llegando
a la conclusión de que la delincuencia violenta, lejos de ser una
simple cuestión de “calidad de vida”, puede en realidad disipar
recursos necesarios para el desarrollo. El año pasado, el BID reunió
a criminólogos, economistas y líderes comunitarios para examinar
en un coloquio las causas del problema y discutir sus consecuencias para
la política de desarrollo.
Además, a comienzos de este mes, el BID participó
junto con el Banco Mundial y varias otras entidades en una conferencia
de dos días de duración en Río de Janeiro sobre la
violencia en las ciudades de la región.
Causas diferentes
La delincuencia violenta presenta enormes retos a la
autoridades debido a sus causas complejas e impredecibles. Las explicaciones
simples, que consideran al delito una consecuencia directa de la pobreza,
se ven desmentidas por índices relativamente bajos de delitos en
muchos países en desarrollo y los elevados índices en Estados
Unidos y otras naciones desarrolladas.
Sin embargo, pobreza y factores macroeconómicos
como el desempleo están incuestionablemente vinculados al delito.
En un estudio presentado en el coloquio que convocó el BID, Rubio
comparó el valor promedio de un año de salarios para alguien
empleado en el sector formal de la economía con el valor promedio
que tienen actos individuales de delincuencia para quien los perpetra.
Hace 30 años, el ingreso anual de un empleado en Colombia era cinco
veces mayor que el lucro que dejaba en promedio un acto delictivo. Hacia
1992, un acto delictivo dejaba mucho más que un salario anual promedio.
“Si se tiene en cuenta que la probabilidad de que un
delito se castigue con condena en Colombia es del orden del 3%, y que,
además, las penas son particularmente leves, no sorprende el auge
de crimen en ese país”, observó Rubio.
Su análisis apuntala otra explicación:
que el delito florece cuando faltan una vigorosa aplicación de la
ley, un poder judicial independiente y un sistema carcelario eficiente.
“La responsabilidad fundamental (en materia de prevención del delito)
recae en el estado y en tres instituciones de prevención: la policía,
los tribunales y el sistema penitenciario”, dijo en el coloquio del BID
el ministro venezolano de planeamiento, Teodoro Petkoff. “No sé
cómo es esto en otros países, pero en Venezuela esas instituciones
no son parte de la solución sino parte del problema”.
La inquietud de Petkoff en cuanto a la calidad de las
instituciones encuentra eco en las primeras planas de los diarios de toda
América Latina, donde aparecen con frecuencia artículos sobre
la corrupción policial y judicial. Algunos observadores creen entonces
que los esfuerzos por contener el delito violento deben comenzar con reformas
radicales de esas instituciones, incluyendo mejor capacitación y
salarios más altos para la policía y para los funcionarios
de tribunales y prisiones, junto con mecanismos más vigorosos para
erradicar la corrupción.
Otros expertos rechazan el énfasis en la aplicación
de la ley y abogan por un enfoque preventivo. Luis Ratinoff, consultor
del BID que organizó el coloquio del año pasado, describe
el vínculo entre socialización y autodisciplina individual
como el “primer vector” en la generación de una conducta delictiva.
Ratinoff se basa en un creciente cúmulo de estudios
que muestran que la conducta delictiva se adquiere durante la infancia
y la adolescencia, y que las familias y entornos escolares disfuncionales
son la causa de buena parte del problema.
Hablando en un reciente seminario del BID en Washington
D.C., Ron Slaby, un científico del Centro de Prevención y
Control de Violencia del Education Develpment Center Inc, de Newton, Massachusetts,
señaló que sólo 6% de los gastos vinculados al delito
en Estados Unidos se destina a la prevención; el resto se usa en
actividades policiales y carcelarias. “El enfoque tradicional es esperar
a que ocurra un delito, después encarcelar al culpable y tratar
de darle tratamiento”, explicó. “Tenemos evidencia de que un dólar
gastado en prevención temprana del delito ahorra seis dólares
en aplicación de la ley”.
Slaby cree que la conducta violenta tiene sus orígenes
en hogares y sitios de juego donde los niños aprenden formas de
resolución de conflicto y adoptan sistemas de creencias sobre el
tema. Slaby es parte de un creciente número de expertos que creen
que la sociedad debe hacer un esfuerzo activo para dar forma a esos sistemas
de creencias mientras los niños están aún en la escuela.
Vigilancia vecinal
Entretanto, muchas comunidades de América Latina
están adoptando medidas pragmáticas de combatir la delincuencia
violenta. Uno de los más exitosos es el concepto de “policía
comunitaria”: voluntarios que cooperan con la policía vigilando
vecindarios y dando cuenta de sospechosos. Elizabeth Sussekind, coordinadora
del “Movimiento Viva Río”, del Brasil, que tiene apoyo del BID,
describió en el coloquio cómo un proyecto de policía
comunitaria contribuyó a reducir hasta un 14 % los robos en el área
de Copacabana, en Río de Janeiro, en sólo un año.
“Cuanta más gente participa, más difícil
es para los traficantes de drogas (responsables de la mayor parte de la
violencia en las favelas) funcionar”, explicó.
En la medida en que prevenir la delincuencia violenta
se torne una cuestión de interés económico para las
naciones de América Latina y el Caribe, cada una de esas estrategias
será probablemente considerada para un posible apoyo financiero
del BID y otras instituciones multilaterales. Ciertamente, a medida que
los gobiernos de la región comiencen a mirar más allá
de las reformas de política financiera y comercial que los han absorbido,
bien podrían ver a las mejoras en la seguridad pública como
la siguiente reforma estructural.
(*) Paul Constance
Fuente: Revista El BID - Marzo de 1997
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