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Escribir sobre Paulo en
el dolor de su ausencia es muy difícil. Difícil y doloroso
porque implica recordar momentos alegres y tristes vividos casi minuto
a minuto, raramente estuvimos lejos uno del otro, en los últimos
diez años de nuestras vidas. Difícil y doloroso porque ahora
voy a hablar de nuestra relación personal, y no como otras tantas
veces lo hice, hablando o escribiendo sobre cómo entendía
la educación o bien tratando las obviedades de lo cotidiano. Revolucionó
el mundo con su teoría plena de práctica basándose
en la observación sensible y perfeccionista, de aquellas de cuyo
amor se nutren siempre los excluidos, convirtiéndose en un verdadero
pedagogo de los oprimidos.
Quiero hablar como su
viuda, como la mujer derrotada que llora por el hombre que tanto
la amó y por ella fue amado. Quiero pues hablar de la pasión,
de la complicidad y de las dificultades de una vida en común vividas
tan intensamente.
Nos conocimos cuando yo
tenía cuatro años y él dieciséis y me acuerdo
perfectamente de él cuando yo era aún muy niña, era
flaco, espigado e inquieto, tenía por ello el sobrenombre de “Señor
Kilowatt” andando por los pasillos del colegio “Osvaldo Cruz” de Recife,
de propiedad de mis padres Genove y Aluízio Pessoa de Araújo,
el que tanto influenció en su formación humanística.
Me acuerdo de él atacado de tuberculosis a los diecinueve años
de edad y de cuanto lloré al saber en aquellos tiempos que esa dolencia
costaba mucho a quienes la contraían.
Retornó al Colegio
Osvaldo Cruz, concluyó el secundario e ingresó en la tradicional
Facultad de Derecho de Recife. Abandonó la abogacía y se
convirtió en profesor de lengua portuguesa en el mismo Colegio Osvaldo
Cruz y fue allí mi profesor cuando a los once años de edad
yo cursaba primer año del secundario.
Fue él quien en 1950
suscribió los términos de responsabilidades junto a la Delegación
de Tránsito de Pernambuco para que yo que aún no tenía
los 18 años, pudiese obtener el carnet de conductor. Fue Paulo también
con otros dos amigos, quién me esperó en el Aeropuerto de
los Guararapes, de Recife en una noche de noviembre de 1962 y me llevó
a casa de mis padres donde yacía mi hermano Paulo de Tarso, alcanzado
por una bala perdida dentro de un restaurante en Fortaleza, cuando era
homenajeado por los colegas del grupo. Irónicamente él acababa
de llegar de la guerra de liberación del Congo belga.
Nuestras vidas corrían
paralelas encontrándose de tanto en tanto desde mi infancia y su
adolescencia. El golpe militar de 1964 lo llevó a Paulo a Bolivia,
a Chile, a Estados unidos y por fin a Suiza.
Allá, en Ginebra,
nos encontramos en julio de 1977, yo con Raúl, él con Elsa
durante un almuerzo con nuestros compañeros de entonces.
Fui con Raúl y mi
hijo mayor Ricardo a recibirlo al Aeropuerto de Campinas San Paulo, cuando
en 1979, hubo amnistía en Brasil.
En 1985 enviudé y
necesité retomar mis estudios de posgrado en PUC-SP. Lo elegí
como guía de tesis. Paulo también enviudó unos meses
después. Apenado dejó de trabajar. Yo quise abandonar la
dura vida académica, él insistió para que yo continuase
escribiendo, ya que de ese modo lo obligaría a retomar las actividades
docentes. Pacto que se hizo y se cumplió. En verdad fue un pacto
que todavía no conocíamos claramente y que daría un
giro a nuestras vidas.
En una mañana de
junio de 1987, el interrumpió mi lectura de un tramo de la disertación
y mirándome a los ojos con su mirada fuerte, penetrante y luminosa
me dijo: “Nita, que bonita estás”. Permanecimos unos minutos en
silencio mientras íntimamente yo me preguntaba ¿Qué
significa esto?. Continué la lectura y de repente una nueva afirmación
de lo que él consideraba mi belleza. Era ésta una palabra
que le agradaba usar con las personas o con las cosas que podrían
apreciarse estéticamente.
Entendí con esa segunda
afirmación que la fuerza de su mirada más que las palabras
dichas suavemente, era el camino que él estaba abriendo para llegar
a mí “cambiando la naturaleza de nuestra relación” como posteriormente
tanto nos gustó decir.
Ya no podíamos leer
ni oír el trabajo, nuestros corazones latían fuerte, el deseo
nos invadía y estabamos descubriendo algo mucho más bonito
e importante: podíamos y ya estábamos amando otra vez. El
pacto de trabajo de días anteriores era un pacto que ya implicaba
lo que después fue, un pacto de vida en común.
El salió para cortarse
el cabello y la barba porque esa noche viajaría a Cuba. Volvió
rápido como había prometido y me preguntó si el barbero
había hecho un buen trabajo. Daba de ese modo un paso más
hacia la intimidad. Puso aguardiente en una copa y muy rápidamente
se volvió hacia mi ofreciéndomelo, me negué. Habló
mansa y tiernamente por tercera vez para decirme que me hallaba bonita.
Bonita como en la adolescencia. Sonreí largamente en la alegría
de que estaba aceptándolo, pues en ese intervalo de tiempo reviví
mentalmente toda mi vida. Tuve la certeza de que lo quería como
compañero de vida. Me abrazó delicadamente. Almorzamos juntos,
solos esa vez en su casa de la calle Valencia.
Esperé. Pocos días
después me llamó, me pidió que lo despertara temprano
al día siguiente porque iría a una reunió en la Universidad
de Brasilia. Puse todos los despertadores de mi casa para que sonaran a
las 5:45. Lo llamé. El ya estaba levantado y listo para viajar porque
no había conseguido dormir bien pensando en nosotros. Entonces me
habló ya sin timidez de sus deseos de tenerme como mujer y compañera.
En nuestros primeros días
juntos, fue difícil vencer los fantasmas de las personas que vivas
o muertas nos recordaban el pasado. Hablamos, discutimos y dialogamos sobre
eso. De ese modo quedó claro para los dos la validez y la voluntad
de amarnos legítimamente sin culpas y sin la pretensión de
sustituir a los compañeros que habían muerto. Nos amamos
sin presiones. A partir de allí la vida fue pasando leve y
más fácil. Las flores parecían más coloridas,
las personas más gentiles, las comidas más sabrosas, los
alumnos más estudiosos... hasta los rótulos de los embalajes
parecían más bonitos. Era la vida que renacía en nosotros,
con la fuerza que resucitaba lo que con la muerte de nuestros compañeros
había muerto un poco dentro de cada uno de nosotros dos. Estábamos,
porque era necesario, sepultando las presencias y alianzas de las primeras
relaciones nuestras, sin que eso de manera alguna significase desamor,
desafecto u olvido por los antiguos compañeros. Al contrario, teníamos
que dejarlos en paz para que la vida fuese plena en nosotros.
Un día, mientras
tanto, habiendo regresado de un viaje, me llamó. Nos encontramos
en la PUC. Yo había quedado algo ofuscada, él procuraba agradarme.
Decía que necesitaba hablar seriamente. Me invitó para el
almuerzo al día siguiente en su casa. Allí me dijo que entendía
no tener derecho a pedirme que me casara con él porque además
de la diferencia de doce años de edad, el se sentía con poca
salud. En aquel tiempo pensaba que viviría unos dos años
más. Respondí que no renunciaría a tenerlo como compañero
y textualmente le dije: “Paulo, si fueses una cabra marcada para morir
de aquí a dos años, me quedaría esos dos años
contigo”. Sonrió suavemente. Nos tranquilizamos. Era exactamente
eso lo que el quería oír. Me besó, puso la mano sobre
mi hombro y fuimos a almorzar. Ese día resolvimos casarnos. Nos
casamos en ceremonia religiosa católica en Recife, el 27 de marzo
de 1988 y el 19 de agosto del mismo año reafirmamos nuestra unión
en el Registro Civil.
Así, a pedido suyo
dejé de dar clases en la PUC-SP y en la Facultad de MOEMA. Fue una
renuncia difícil pero su pedido tenía sentido. Decía
“¿Cómo podés dejarme solito a la noche, tres o cuatro
veces por semana, esperándote? ¿Qué haré tan
solitario?” “Se que también darás clases de día” “Tendré
que viajar atendiendo invitaciones de todo el mundo, solito” “¡No
me casé para quedarme solo!”
Tales necesidades de vida
de un hombre público como Paulo eran incompatibles con mi función
de profesora universitaria diariamente ocupada. Opté por quedarme
a su lado. Cuidando de él, con él, pero sin abandonar la
vida intelectual. Defendí mi título de posgrado. Adapté
el trabajo para un libro. Hice otras notas académicas, escribí
y defendí la tesis para el doctorado en educación; escribí
textos y di conferencias en Brasil y en el exterior. También contextualicé
tres libros de Paulo al escribir las notas para eso.
Asumimos todas esas dificultades,
superándolas tanto como fue posible porque había en cada
uno de nosotros la pasión de los adolescentes, el amor adulto y
la voluntad de trabajo contratado y responsable alimentado por las contradicciones
de nuestras diferencias y por la intensidad con que vivíamos todas
esas cosas cada día.
Entendemos que el amor y
la pasión no existen por sí solo, no es algo metafísico,
pero sí algo concreto que para que se eternice tiene que ser sentido
y vivido cada día, en cada paso, en cada decisión. Con pequeñas
cosas, con pequeños actos, con los gestos más simples.
Antes que pensador crítico,
agudo y serio Paulo era gente. Todos quienes convivieron con él
supieron eso. Le encantaba que yo lo llamase “Bicho” o “mi Paulo”. Era
celoso y sediento de mi atención, mi cariño y mis cuidados.
Le gustaba el fútbol
y era hincha fanático del Corintia de San Pablo y del Sport de Recife,
ambos, clubes de multitudes. Se emocionaba y se tensionaba mucho en los
partidos de la selección brasilera. Le encantaba el ritmo, el acento
africano y el juego corporal de nuestros jugadores. Le gustaba ver los
partidos de voleibol brasileño. Le empezaron a gustar las carreras
de Fórmula 1 hasta el día en que la curva de Tamborelo en
Imola se llevó nuestro ídolo mayor.
Le gustaba la música
clásica y la popular brasileña. Nunca creyó que el
fútbol y el carnaval fuesen medios de alienación de nuestro
pueblo, sino legítimas formas de expresión de creatividad
del pueblo brasileño. Decía a todos los amigos que desde
el exilio insistían en la idea “que una revolución que niega,
que mata o que inhibe las expresiones culturales de su pueblo no es una
revolución de pueblo, con el pueblo y ni siquiera para un pueblo”.
Le gustaba pasear en automóvil
y para su disgusto nunca tuvo uno para conducir. Me llamaba cuando se cansaba
del trabajo, para dar unas vueltas por calles arboladas, con flores y pájaros,
siempre tomados de la mano.
El contacto corporal entre
nosotros, en casa o en público, fue una de las formas de encontrarnos
para eternizar la ternura y la pasión de amar. Tomados de las manos
nos quedábamos viendo televisión, en el cine, en el teatro,
viajando en avión o conversando solos o con amigos.
Era así como deseaba
morir. Mirándome firme y profundamente, como diez años atrás,
la última noche en la cama del hospital pocas horas antes de entrar
en la U.T.I. “Nitiña, te amo, te amo”. “Quiero morir aquí
con tu mano asegurando y acariciando la mía”.
Reí, no creí
que tal cosa ocurriría tan luego. Su deseo era de continuar viviendo,
¡le gustaba tanto la vida! Su deseo era que su mano en mi mano le
diese vida y ternura para continuar viviendo.
La construcción de
un día pleno y feliz pasó también por el hecho de
dejar cartelitos de amor en mi mesa de trabajo, chistarme desde su sala
de trabajo solo para que nos mirásemos hasta que yo desaparecía
en un recodo de la casa. Me preguntaba siempre los fines de semana o feriados
“¿Qué es lo que quieres que hagamos hoy?” o bien “¿Pensaste
en algo que debemos hacer este fin de semana?”.
Nunca, nunca se ofuscó
o se molestó cuando por cualquier motivo lo interrumpía en
su trabajo. Podía ser para atender una llamada telefónica,
preguntar sobre alguna duda mía cuando escribía o bien para
hablar sobre un problema simple y cotidiano de la casa. El último
10 de abril, se preparó para ir a la presentación de su libro
“Pedagogía de la autonomía”; estaba feliz porque al fin un
libro iba a ser vendido a “un precio realmente popular”, y bajó
para trabajar un poquito más en su escritorio. Al vestirme con la
ropa y el perfume que usara para el noveno aniversario en el reciente viaje
a que habíamos hecho a Nueva York, lo llamé por el interteléfono,
é respondió “Preciso escribir en el papel una idea que está
en la cabeza, espera un poco”. Respondía “Sólo le pido que
venga a ver a su mujer en la escalera”. Caminó calmado y feliz mientras
decía lo que sabía que yo quería oír. Entendíamos
que de ese juego amoroso se consolidaba el amor, la ternura y la felicidad.
Paulo lamentó siempre
que tantos intelectuales hayan perdido en sus matrimonios y en sus vidas
la posibilidad de vivir un todo indisociable porque no cesaban en sus trabajos
para vivir momentos como “aquellos” junto a sus mujeres. Consideraban poco
científico mirar la luna, hacer compras para la casa, ayudar a su
mujer a elegir ropas, acompañándolas en esa selección
que da tanto placer al gusto femenino. Paulo hizo eso conmigo en esos casi
diez años de vida en común.
Aprendimos mucho uno del
otro, nos pedagogizamos uno del otro discutiendo teorías y prácticas
educativas o simplemente compartiendo las cosas simples de la vida. Conmigo
aprendió que ir a Nueva York a trabajar no era señal de prohibición
para ver un ballet clásico o moderno o un show en Broadway. O bien
que ir a España a dictar un seminario no implicaba negarse al derecho
de ir a una Casa de Tablados. Ir a las ferias de San Pablo lo entendía
como una diversión y una forma de perfeccionar su gusto estético.
Con él aprendí un mundo de cosas, pero sobre todo a
no separar la razón de la emoción, “No esconda sus emociones
al escribir, diga lo que siente, el científico no es ni nunca fue
neutro”.
Vivimos sinsabores, rabias
e incomprensiones, tanto uno como el otro, pero jamás permitimos
que esas cosas nos tomasen como rehenes. Las consideramos solo como fatalidades
de nuestras vidas. Los conflictos vividos y por vivir nunca fueron entendidos
como formas de aproximarnos más el uno al otro para la superación
de los puntos de vista que alguna vez fueron inconciliables. Conseguimos
eso muchas veces.
Estaba orgulloso de haber
aprendido a hacer la cama en los fines de semana y de organizar lo que
debía ir a la máquina de lavar. Comprendió que pensar
con profundidad filosófico-científica no es incompatible
con las tareas simples de lo cotidiano. Sin embargo, a pesar de haberlas
practicado pocas veces las percibía como una forma de volverse más
hombre, más gente y más humano.
Mis cuatro hijos aceptaron
de corazón mi nueva relación con Paulo y fue recíproco
el reconocimiento de eso. Se fue estableciendo así entre él
y Ricardo, Eduardo, Roberto y Eliana una amistad de verdadera complicidad.
Entretanto como lo señalara Paulo, jamás tuvo la intención
de robarles el lugar legítimo del padre de ellos. Mi mejor amigo
Andrés de Nueva York y Marina que le enviaban mensajes por las ondas
del mar, son emocionalmente sus nietos. Ellos lloran conmigo la muerte
de Paulo.
Aprendió desde joven
que “ser gente” era lo ideal, al ser perseguido perfeccionó sus
virtudes, educándose, siguiendo los principios de la cultura griega.
Así se fue formando en el dominio de las emociones, ya sea profundizando
su capacidad de pensar, perfeccionando aquellas cualidades que entendía
lo hacían más gente: generosidad, humildad, coherencia, ternura,
tolerancia, prudencia y mansedumbre (sobre la cual siempre decía:
“Se equivocan los que piensan que soy débil, soy manso”) solidaridad,
cordialidad, fineza, paciencia, amorosidad, cooperación, respeto,
valorización, comprensión y aceptación del otro. Creía
en las libertades, en la afección y en el darse casi sin límites
a los otros. Nunca habló de perdonar, perseguir, vengarse o resentirse.
Nunca lo oí hablar de esas cosas.
Decía que la rabia
legítima (enojo) tanto en el amor como en la indignación
era necesaria para la movilización y transformación social
y el perfeccionamiento personal.
De tener odio me habló
apenas una vez cinco días antes de morir, “Dejé de fumar
en 1978 después de casi 40 años como fumador compulsivo.
Ahora que sé el mal que me hizo, yo realmente odio el cigarro que
me está matando”. Es verdad, tres atados de cigarrillo al día
por tantos años consecutivos tuvo que haberme dejado como secuela
el enfisema pulmonar, las arterias de uno de los riñones obstruidas
(solo funcionaban al 3 % de su capacidad) y todo el sistema circulatorio
calcificado. Una isquemia cerebral en agosto de 1995 ciertamente fue el
aviso no comprendido por nosotros, que había una diferencia enorme
entre la mente joven y dinámica y el cuerpo de Paulo que enflaquecía
día a día.
Paulo murió en la
madrugada del 2 de mayo de 1997. Antes de que el frío que detestaba
llegase a San Pablo, sin dejar recomendación, sin dejar mensaje,
sin entronizar sucesores intelectuales, antes bien democratizó,
derramó su saber por el mundo para que cada uno de nosotros se apropiase
de él e hiciese de él su justo y adecuado uso. Sus coronarias
no resistieron aquello. Murió de un infarto agudo de miocardio mientras
dormía.
Horas antes nuestro diálogo
todavía vivo en mí, fue: “¡Nitiña, no me dejes
morir! ¡Quiero tanto vivir!”. Respondí preguntando: “Usted
quiere vivir por mí, ¿verdad?”. Tres veces pregunté
y tres veces respondió con su sonrisa dulce, manso y calmo: “También”.
Lo acaricié mucho, lo besé y lo dejé casi dormido
en la Unidad de Terapia Intensiva. Era la madrugada del día 2.
En su expresión “También”
incluía todo el mundo. Y además iba en ello el amor a su
propia vida y a las personas más próximas que percibían
la voluntad de concretar decenas de trabajos y proyectos que armaba en
su mente inquieta para los próximos años “Tengo proyectos
por lo menos para cinco años, ¿no es cierto Nita?”.
En su agenda de 1997 ya
estaba programado: recibir los títulos de Doctor Honoris Causa de
la Universidad de La Habana, de Algarve, de Málaga, de Oldenburgo,
de Santa Fe (Argentina) y de Chapman (California) que recibiré cuando
a su memoria se coloque en los jardines del campus un busto suyo de bronce
al lado del de Martín Luther King. Así los actuales 35 títulos
pasarían a ser 41.
En su agenda todavía
constaba: terminar un libro del que solo había escrito 29 páginas;
hacer otros tres: uno con el equipo del la PUC-SP sobre el acto de enseñar
y aprender, otro con el equipo de la Universidad de Iowa sobre la teoría
del conocimiento y el tercero con un líder del Partido de los Trabajadores,
su partido político, sobre el fatalismo determinista del neoliberalismo;
dar un curso de un semestre sobre los saberes que califican al profesor
progresista en la Universidad de Harvard; firmar contratos para supervisar
videos programados para exhibir en las más famosas emisoras de la
televisión brasileña, sobre la formación del docente
de enseñanza primaria, según sus principios teóricos
como también otros que tendría su voz como teórico
analizando su práctica en todo el mundo.
Así murió
Paulo, lúcido, animoso, amoroso, con humor, con inventiva, seguro
de que todavía tenía mucho de sí para dar a los que
él amaba, seguro de que su tarea entre nosotros no había
terminado... que había aún mucho por hacer... por quién
y por qué luchar... había un mundo lleno de dolores que lo
hacía sufrir mucho, pero también esperanzas en el cual él
mismo todavía quería intervenir, como verdadero humanista
que fue. Partió Paulo lleno de fe en Dios, humilde, tierno y manso.
En el mundo dejó un vacío que centenas o miles de nosotros
tenemos que ir supliendo en el trabajo político-ideológico-educacional.
En la salud y en el dolor
de los tiempos compartidos con intensidad quedó en mí, lo
que solo el amor, la pasión y el cariño saben marcar. Partió
Paulo sereno, lleno de fe en Dios y seguro de que los hombres y las mujeres
todavía podrán hacer un mundo más justo, más
bonito y más alegre. Su rostro de facciones risueñas, resignado
y feliz nos decía que se había encontrado con el Señor
.
Junio de 1997
(*) Ana María
Araújo Freire
Sao Paulo . |
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