|
La economía
argentina tiene una intoxicación similar a 1995. Los efectos son
los mismos: recesión, desocupación, caída de la recaudación,
problemas de calidad de
cartera bancaria,
expectativas pesimistas.
La discusión
acerca de cual de los cocktails es peor no es esencial pero tampoco anecdótica.
A diferencia de 1995, la crisis internacional es más profunda y
define el carácter estructural de los mercados emergentes, ya que
todos, en mayor o menor medida, sufrieron cimbronazos especulativos de
envergadura.
Un
problema de graduación alcohólica
Por lo mismo, definir si
el círculo vicioso será más profundo o más
largo, si es mejor o peor, corre del centro de la escena a la naturaleza
de la crisis misma y –sobre todo- la falta de calidad institucional de
los instrumentos para prevenir y actuar sobre ella.
La política económica
se adscribió a un solo instrumento –la convertibilidad- que multiplica
los efectos de los ciclos económicos y a un solo estilo de política
pública –la caja fiscal- que induce a una administración
autocentrada en la evolución de las propias cuentas. Ello implicó
el abandono de muchos instrumentos de control público y la desvalorización
de los que quedan al ceñirlos y restringirlos al flujo de caja del
sistema.
Bajo este esquema,
las decisiones de mercado tienen un peso muy importante a la hora de marcar
el ritmo de actividad del sistema. Por tanto, las expectativas empresariales
–por sí fluctuantes y contagiosas aquí y en cualquier parte
del mundo- son el disparador de euforias y recesiones, y de todas sus consecuencias
posteriores, sin que el estado –por demás restringido por su propio
criterio de administración y por su descuido de la calidad institucional-
atine a hacer otra cosa que profundizar su propio deterioro y endeudarse.
Este aspecto, independiente
de las crisis externas, condiciona la recuperación. Y aquí
si, la naturaleza de las diferencias del panorama internacional hacen que
esta recesión y sus síntomas sean más graves que la
de 1995 independientemente de los resultados que arroje.
En primer lugar, los mercados
internacionales se encuentran en recesión y la oferta exportable
argentina se caracteriza por tener baja calidad de diferenciación
lo que lo hace muy pasible de sufrir una baja de precios de mayor virulencia
que la de los países industrializados o con importantes grados de
integración económica (como Brasil o Corea).
En segundo lugar, el mercado
brasileño, gran demandante de productos argentinos desde 1995 en
adelante, se encuentra hoy en recesión y con niveles de precios
más competitivos, lo que impide que cumpla el papel de locomotora
y protector de las desventajas que desempeñó durante el efecto
tequila.
En tercer lugar, la oferta
exportable argentina de sectores con importantes economías de escala
como la industria automotriz, el aluminio o la siderurgia, se vuelca sobre
el mercado interno produciendo una deflación generalizada que repercute
no solo sobre los niveles de precios sino también sobre los ingresos.
Ello implica menor demanda con poder de compra en el propio mercado interno,
con lo que los efectos finales sobre el sistema son más perdurables.
En este panorama, las expectativas
empresariales son conservadoras en el mejor de los casos, y francamente
pesimistas en los segmentos industriales y agropecuarios más afectados
por la crisis.
El gobierno no sólo
no cura la borrachera sino que también termina mareado. La política
económica que en auge funciona como piloto automático en
crisis lo hace como barco a la deriva donde la corriente es definida por
la presión de los lobbies sectoriales que cubren el vacío
de definiciones productivas. Así, mientras las terminales automotrices,
apoyado en su tremendo peso industrial, logran la condonación de
multas y el plan canje, o, las empresas privatizadas, una definición
de sus condiciones de precios e inversiones, las pymes obtienen una refinanciación
muy cara y que en definitiva solo favorecen a algunos bancos en problemas
y a aquellas pequeñas y medianas unidades que merced a su limitada
capacidad competitiva todavía se mantienen sobre la línea
de flotación.
La descripción
del escenario no augura nada bueno para el desempeño de la actividad
económica. Si la recuperación se verifica en el tercer o
cuarto trimestre o en el primer período del nuevo milenio, no altera
los determinantes cualitativos de la política económica.
La otra discusión
El debate acerca de la sobrevaluación
del peso y la posibilidad de devaluación que abrieron –entre otros-
el megaespeculador y filósofo George Soros y el economista y padre
de la Convertibilidad Domingo Cavallo muestra a las claras la pobreza de
objetivos de política económica de la administración
Menem, cuya única meta parece ser la de mostrar la estabilidad de
precios y la Convertibilidad como logros cuando son nada más que
simples medios.
Esta pobreza es de tal magnitud
que afecta a la única idea importante que –en materia de política
económica- caracterizó a la última década.
La prueba palmaria más importante es que el objetivo último
de la Convertibilidad –la regeneración de una nueva moneda- es tan
precario y lejano como en abril de 1991. No se aprovechó el respiro
que dio la implantación del sistema para generar –dentro de las
restricciones del caso argentino- una moneda y un sistema de precios que
no queden a merced del próximo ramalazo externo.
Antes bien, la única
propuesta de avance sobre la Convertibilidad –siempre que se excluyese
a los voceros de la presión devaluacionista - es la supresión
de la moneda nacional, conocida vulgarmente como dolarización. O
dolarización o devaluación parece ser la consigna. Ninguna
de las dos, la solución racional, la que mayor posibilidades ofrece
de terminar con la distorsión de precios relativos (precios europeos,
salarios africanos) o la inestabilidad proveniente de la especulación.
Frente a este dilema la
solución no es simple. Y la administración Menem no ha construido
un debate institucional a la altura de las circunstancias. Se sabe, ese
no es su fuerte. Un racconto de las condiciones necesarias para una moneda
fuerte y su correlato con lo realizado hasta ahora puede dar algunas pautas.
Pacto monetario. El valor
de la moneda y los mecanismos de política monetaria deben involucrar
a todos los actores sociales cuyo centro de generación de ingresos
y poder se encuentran en la Argentina. Durante el período Menem,
no hubo ni siquiera debate acerca de la posibilidad y todas las alternativas
de intentarlo fueron sistemáticamente desactivadas por esta suerte
de hiperpragmatismo que desechaba todo aquello que no fuera mercado, mercado
y más mercado. Mas aún, durante la última década,
los sectores obreros y empresarios centrados en Argentina fueron perdiendo
peso y poder.
Un estado con presencia
institucional y solvente. Solo un estado con una importante solvencia y
con una importante red de incidencia dentro de las decisiones económicas
puede ser considerado un buen emisor de moneda. Sin solvencia no pueden
aguantarse las presiones especulativas y sin una eficiente presencia no
pueden morigerarse las tensiones de precios relativos y distribución
del ingreso que genera el propio desenvolvimiento económico. Ni
una ni otra condición se cumplieron durante la administración
saliente. Justamente, el talón de Aquiles de la política
fiscal de la década fue la reproducción casi constante de
formas de debilidad tributaria producto de un sistema injusto en cuanto
a las cargas e ineficiente en cuanto a su perfomance. Con ese sistema difícilmente
puede construirse un estado con genuina capacidad de orientación.
Además de eso, la política económica de la década
se redujo a una especie de política fiscal autocentrada en solo
mejorar la pobre perfomance de las cuentas públicas, agobiada ahora
además por el crecimiento vertical de la velocidad de endeudamiento.
Reglas jurídicas
claras en los intercambios. El sistema jurídico es una delicada
red impersonal de relación entre micropoderes fuertemente interrelacionados
que reemplazó durante la transición del feudalismo al capitalismo
a la justicia personal de los monarcas. Cuanto más consciente es
esta premisa institucional, más fuertes son las instituciones, entre
ellas la moneda. Huelga decir, que la subordinación de la Corte
Suprema, la fabricación de leyes a medida de las personas o grupos
de interés, y los nichos de corrupción institucionalizada
que caracterizaron a la administración Menem no son un buen antecedente
para construir instituciones sólidas como las que necesita un sano
manejo monetario. Es más, es un terrible retroceso.
La agenda pendiente en materia
monetaria tiene una tercera vía que no se reduce a las alternativas
de siempre, convertibilidad o dolarización, sino que es el desafío
de una moneda sana y una verdadera estabilidad de los flujos de intercambio.
Yendo en auto a la escuela
El rechazo masivo de la
sociedad al impuesto automotor con destino específico al Fondo de
Financiamiento Docente no debe interpretarse –como hacen los voceros más
conservadores- como un rechazo a las implicancias de la educación
pública, sino a la reproducción del sistema social menemista
implícito en este impuesto.
En ese sentido, deben destacarse
tres aspectos:
a) La reproducción
de un esquema tributario donde aportan más que proporcionalmente
los que menos tienen. El impuesto automotor es un instrumento más
de un esquema profundamente desigual de absorción de recursos por
parte de un sector público muy frágil fiscalmente y que –por
ello- privilegia la facilidad y la urgencia a la construcción de
un sistema seguro, consistente e igualitario a imagen y semejanza de los
países desarrollados.
b) La guerra de pobres
contra pobres. La implantación del impuesto lanzó a transportistas,
vendedores con movilidad propia y dueños de colectivos, que a gatas
sobreviven en esa masa cada vez más empobrecida que es la llamada
clase media, contra otra parte aún más empobrecida como son
los maestros. Esta es una política social promovida explícitamente
por la administración Menem –copiando el modelo social de los neoconservadores
de la década del ´80- que se basa en el miedo a seguir cayendo
de los sectores medios y que –de paso- saca de foco a los verdaderos ganadores
de la puja distributiva, la cada vez más enriquecida clase alta
local.
c) La poca transparencia
en la asignación de gastos y las sospechas de corrupción.
La administración Menem se ha caracterizado por una muy baja calidad
institucional en la asignación interna de gastos, dado el inexistente
control de gestión, lo que deriva en que la sociedad conozca solo
parcialmente y por los medios de prensa el cómo se asigna los gastos.
Ello ha fomentado la indignación social acerca de la notoria desigualdad
y ha incrementado el descrédito de la conducción institucional
y política. En este sentido, deben aunarse conceptualmente el tema
de las jubilaciones de privilegio con el malhumor social por el impuesto
automotor.
En ese aspecto, la herencia
que recibirá la futura administración será otro presente
griego de gran escala, de muy dificultoso desmonte.
Una moratoria desteñida
El bono Brady para Pymes
se presenta a sí mismo como un intento liminar de salvataje financiero
a la pequeña y mediana empresa, pero, independientemente de lo insuficiente
que es ello para solucionar la problemática Pyme, es ineficiente
para sacar del ahogo financiero a ese segmento productivo.
Sintéticamente, el
plan es una reestructuración de deuda de Pymes de baja calidad (situación
2 a 5) mediante un bono cupón cero de capitalización anual
donde los empresarios deberán realizar un pago al contado, y luego
cumplirán los intereses que devengue su deuda capitalizada al momento
de la inscripción en el plan. El gobierno publicita que con
este mecanismo habrá una doble ganancia –a saber- menores
costos financieros para las empresas y mejores resultados por disminución
de previsiones para los bancos. Sin embargo, este plan tiene varias
aristas críticas, que conspiran contra sus objetivos originales,
a saber:
a) Se reconocen como capitalizables
intereses sumamente usurarios de créditos que tienen las Pyme como
por ejemplo los adelantos en cuenta corriente, lo que, desde el punto de
vista de su flujo de fondos constituye ya de por sí una carga muy
pesada y una barrera de entrada importante al sistema.
b) La tasa de interés
de refinanciación es sumamente alta, 15% anual, poco compatible
con empresas que –se supone- enfrentan la doble restricción de escenario
recesivo y ahogo financiero.
c) No se compromete a las
Pymes a su regularización en otros aspectos, como el previsional
y el impositivo, lo que daría al estado un flujo de fondos potencial
para pagar el bono.
d) El financiamiento adicional,
del 5 al 20% de la deuda es sumamente restrictivo.
e) La reducción de
previsiones para los bancos es gradual y no automática. Mas aún,
en la medida en que aparezcan las restricciones señaladas en los
puntos anteriores, especialmente a), b) y d), las calificaciones serán
igual o peor que antes.
Este plan es en realidad
un intento de la administración Menem de enviar a los bancos una
señal que el gobierno intentará solucionar los deterioros
de la calidad de la cartera para así terminar con la conducta conservadora
de los banqueros que retroalimenta la propia recesión. Pero dicha
señal es tan ambigua y restrictiva que –cabe esperar- no va a rendir
el efecto deseado.
Por último, la situación
de las próximas semanas adelanta un escenario por demás caliente.
A los datos económicos que expresan la fuerte recesión, al
a la baja recaudación y los límites del comercio exterior,
debe añadírsele el nivel creciente de desempleo, subempleo
y pobreza que ubicarán a las tasas de desocupación en magnitudes
cercanas a las de la crisis mejicana. Si esto fuera así, como se
induce por datos previos y análisis correspondientes a las primeras
estimaciones del conglomerado urbano del Gran Buenos Aires, con un desempleo
abierto estimado cercano al 17,5%, los datos nacionales se estiman que
estarán nuevamente más cerca del 15% que del 13,5 o el 14%.
Y eso abrirá las puertas a un fuerte debate sobre el futuro de la
economía argentina.
Cuando nos acercamos a las
elecciones para cambiar el gobierno y se presenta tan dinámico el
cambio mundial ocasionado por las mutaciones del nuevo milenio, la Argentina
está mirando hacia atrás, con los debates de fin de siglo
XIX (empleo, crisis, recuperación del crecimiento). Está
alejada del futuro económico internacional. La economía mundial
crece y se reproduce en el marco de la más violenta revolución
tecnológica, y nosotros estamos empezando a debatir si la pobreza
la generaron la hiperinflación o la convertibilidad.
No lo dudamos, la deuda de
los intelectuales con la economía y los actores es total. No hay
futuro para nuestros habitantes si miramos el pasado, o peor, si tanto
nos condiciona ese pasado. Las bases son débiles y las propuestas
difusas, inexistentes. La dirigencia política debería exigirnos
más y también debería exigirse más así
misma. Tanta pobreza no justifica la ausencia de un serio debate.
(*) Arnaldo Bocco
Profesor Facultad
de Ciencias Económicas (UBA) y
Director del Banco de
la Ciudad de Buenos Aires
abocco@arnet.com.ar |