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América Latina
es un texto plagado de discontinuidades. Y al contemplarla de cerca se
perciben las grietas que separan entre sí a grupos humanos que siendo
contemporáneos parecen representar horizontes temporales distintos.
“Cadáver exquisito:
Juego de papel doblado que consiste en hacer componer una frase o un dibujo
a varias personas sin que ninguna de ellas pueda aprovecharse de la colaboración
o de las colaboraciones precedentes. El ejemplo, que se ha vuelto clásico
y que ha dado su nombre al juego, proviene de la primera frase que se obtuvo
de esta manera: El cadáver-exquisito-beberá-el vino-nuevo”.
Qué trazos, qué
concatenación de figuras tiene la América Latina para que
la podamos pensar como un texto inacabado que se extiende en la forma de
un encadenamiento inconexo, inarmónico, pero, dotado de una singularidad,
no por enigmática menos radical e inconfundible. Su diversidad no
es la de un mosaico, o un puzzle donde las piezas se ajustan para
constituir formas de orden superior con una narrativa implícita.
En América Latina, las variaciones culturales no encajan unas en
otras. Tampoco es adecuada la metáfora de caleidoscopio, que reitera
ad nauseam figuras simétricas convergentes en un punto central.
No hay simetría porque cada grupo social, cada cultura, no se mira
aisladamente a sí misma en el espejo, sitio que construye su imagen
a partir de la intersección con los otros grupos y las otras culturas.
Tampoco hay un centro; ni en el interior latinoamericano, ni fuera de él.
América Latina es
un texto plagado de discontinuidades. Y al contemplarla de cerca se perciben
las grietas que separan entre sí a grupos humanos que siendo contemporáneos
parecen representar horizontes temporales distintos.
Desde esta perspectiva,
contemplaremos ese desmesurado cadáver exquisito que constituye
la América Latina. Primero miraremos lo que se representa en cada
pliegue del imaginario papel que la constituye y configura. Luego, alejándonos
hasta el espacio del lugar común y el arquetipo -que se parece mucho
al estereotipo- miraremos la forma del conjunto latinoamericano.
Primer pliegue.
En él se cuentan
historias de los criollos que fueron precisamente quienes empezaron a hablar
de América Latina, en la segunda mitad del siglo XIX.
Los padres y los abuelos
de la primera generación de latinoamericanistas habían protagonizado
guerras civiles por todo el continente y las nombraron “Guerras de Independencia”.
Sus hijos pensaron que la independencia mostraba su sazón al reflejarse
nominalmente y, así el adjetivo “latino” servía, simultáneamente,
para enmascarar, por un lado, su obvia semejanza cultural con España
y, por otro, para enfrentarse al “poderoso vecino del Norte” con un concepto
de más prosapia y aureola de cultura que el depreciado adjetivo
de “hispano”.
Al mismo tiempo que el término
América Latina se empieza a difundir, se van introduciendo los procedimientos
necesarios para la expansión del nacionalismo. Los criollos, con
la nación, hicieron tina patria y la dotaron de símbolos
y rituales. En los himnos construyeron retóricamente a la nueva
madre que se habían dado a sí mismos y le ofrecen, generosamente,
sus vidas.
La patria criolla entra
en la conciencia y se instala en ella como un referente obligado para la
vida personal, aunque no se deja de soñar con una América
reunificada y capaz de representar los valores de la civilización
frente a la barbarie encarnada en los Estados Unidos de América
del Norte. La primera generación del siglo XX encontrará
en Ariel de José Enrique Rodó la más alta estética
de esta confrontación. Dice Rodó: “Ariel es el imperio de
la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la
irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado
en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la
gracia de la inteligencia (...) rectificando en el hombre superior los
tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de
torpeza». Ariel frente a Calibán;
civilización frente a la barbarie; América Latina frente
a América anglosajona.
Segundo pliegue.
Calibán se transforma
y deja de estar fuera y al norte para pasar a estar adentro y por doquier.
Aquí la barbarie tiene otro rostro: el de los indios; los sobrevivientes
a las guerras de conquista. Hoy son cuarenta millones de “calibanes” y
en algunos países representan un número suficiente como para
que a estas naciones se las nombre como “pueblos testimonio”. Aunque no
es fácil saber que testimonian: si un remoto pasado prehispánico
del que muestran sus residuos, o un pasado colonial y un presente de discriminación
del que exhiben sus resultados.
Mientras tanto, los indios
siguen contando historias, que no entran sino invertidas en el cadáver
exquisito de América Latina. Como una de los kaliña de la
Guayana Holandesa en la que los blancos son representados, como caníbales
cazadores de indios. Estos blancos caníbales consideran que las
voces humanas son un bocado delicioso para comer y están siempre
buscando palabras con que alimentarse y que almacenan en papeles y máquinas
diversas. Podríamos pensar que desde una perspectiva kaliña,
entre esas palabras comestibles están las que forman América
Latina.
Tercer pliegue.
En este fragmento vuelven
a aparecer historias de violencia y muerte, aunque también largos
párrafos de explosión jubilosa y descripciones de las complejas
formas de conseguir que los dioses y otros poderosos señores ayuden
a pasar la vida con menos aflicciones. Es un fragmento que habla de las
américas negras.
Esclavitud y cimarronaje
son los dos polos, derecho e izquierdo, que atraviesan este segmento. Además,
arriba y abajo están el arte y la religión. Estos cuatro
puntos (esclavitud, cimarronaje, arte y religión) dibujan una cruz
afroamericana.
Cuarto pliegue.
Donde se habla de todas
las sangres y de las mezclas en su infinita capacidad de crear variantes
y combinaciones insospechadas. Pero no sólo se habla con regocijo
de la creciente diversidad étnica, sino también acerca de
la creciente tensión social que esta diversidad engendró.
Es recién a partir
de la Revolución Mexicana que la reivindicación de lo mestizo
se constituye en un objetivo político de gran importancia.
Pero como lo característico
de lo latino en América es su inarmonía casi incoherente,
nada obsta a que mestizaje y latinidad puedan ser pensados como términos
coextensivos, casi sinónimos. Tal como dice Carpentier, en La consagración
de la primavera: “Decir latinidad era decir mestizaje, y todos teníamos
de negro o de indio, de fenicio o de moro, de gaditano o de celtíbero
–con alguna loción Walker, para alisarnos el pelo, puesta en el
secreto de arcones familiares-. Mestizos éramos y a mucha honra”.
No es casual que Carpentier saque a relucir la palabra “honra” al
escribir sobre mestizaje,
porque en su origen lo que hay es, precisamente, “deshonra”, violación.
Recordemos las palabras
de Octavio Paz: “Si la Chingada es una representación de la Madre
violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también
una violación, no solamente en el sentido histórico, sino
en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña
Marina, la Malinche, la amante de Cortés. Doña Marina se
ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas
o seducidas por los españoles. Ella encarna lo abierto, lo chingado,
frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados”. Lo abierto,
lo mestizo, lo chingado, frente a lo indio; lo latino frente a lo indio;
un fragmento del texto latinoamericano niega al precedente.
Quinto, sexto, séptimo
y más pliegues.
El cadáver exquisito
continúa con fragmentos que no podemos seguir ni siquiera vislumbrando
como los anteriores. Algunos refuerzan la latinidad, otros la ignoran y
otros más la niegan, como el pliegue hecho en el texto para contar
historias de los chinos en el Caribe, de los japoneses en el Perú,
de los “turcos”, libaneses, judíos, ingleses, franceses, holandeses,
etc. Sin embargo, América Latina parece significar algo unitario,
perceptible, con un perfil que reconoceríamos entre otros. Para
verlo conviene que tomemos algo de distancia y apreciemos, por su significación
social, el valor del tópico.
Una imagen.
Los rasgos que configuran
el conjunto latinoamericano no son ni verdaderos ni falsos. Son los rasgos
de una representación imaginaria; un estereotipo y, como tal, algo
que es lo suficientemente verosímil como para orientar nuestra conducta
recíproca, a la vez, tan ilusorio que no es fruto de la observación
sino resultado de deseos proyectados y encarnados. Aunque no sólo
de “nuestros” deseos, también son resultado de los intereses y las
ideologías de ellos, de los latinoamericanos. Porque es frecuente
que los estereotipos sean incorporados por los estigmatizados como su propia
imagen, su propia representación.
Sin embargo, los estereotipos
suelen acumular caracterizaciones que son incompatibles entre sí
y esto hace que, cuando un estereotipo es asumido como un retrato, produzca
un profundo malestar identitario, un no saber quién es uno mismo
porque no puede saberse, a ciencia cierta, quien es uno para los otros.
Tal como lo expresa el cubano Carpentier, en Los pasos perdidos: “Hay dentro
de mí mismo, como un agitarse de otro que también soy yo,
y no acaba de ajustarse a su propia estampa. El y yo nos superponemos incómodamente”.
Estas y otras manifestaciones
personales de malestar identitario son el reflejo, en la escala individual,
del maremagnum de las caracterizaciones identificatorias de ese otro sujeto
colectivo llamado América Latina.
Quizás el eje que,
de modo más persistente, atraviesa toda la literatura en torno a
la identidad latinoamericana sea el que se refiere a la búsqueda
de razones esenciales –de identidad- que expliquen el atraso económico
y político latinoamericano en relación, tácita o explícita,
con el modelo estadounidense. Así por ejemplo, José Joaquín
Brunner afirma que el proyecto modernizador de América Latina se
construye como una gran negación de la cultura hispanoamericana
fundada sobre un catolicismo que es un “mosaico de supervivencias precolombinas
y formas barrocas”. El barroquismo aparece con frecuencia como un rasgo
esencial en el estereotipo que se termina calificando como mágico
o fantástico y se resume con la etiqueta de macondismo. Como el
mismo Brunner señala, Macondo sería “la metáfora de
lo misterioso, o mágico real de América Latina. Su esencia
innombrable por las categorías de la razón y por la cartografía
política, comercial y científica de los modernos, ha llegado
a ser la contraseña para nombrar, aludiéndolo, a todo lo
que no entendemos, o no sabemos, o nos sorprende por su novedad, y también
para recordar aquello que queremos seguir soñando cuando ya no somos
lo que quisimos ser”. Podemos considerar, pues, que el “macondismo” tiene
una consistencia -y una profundidad temporal- que va mucho más allá
de lo que podría sugerir el término circunstancial, de moda
literaria, con que se designa al fenómeno. Es una manera de nombrar
el papel que en la construcción de la identidad latinoamericana
tiene lo imaginario, lo barroco, lo que desordena las categorías
preestablecidas.
Lo inherente a los hispanos
parece ser lo trágico y lo genuinamente “nuestro”, el desorden.
Y, sin embargo, quizá para equilibrar a esta característica
identificadora, se atribuye, simultáneamente, a los latinoamericanos
un constante sueño utópico (y la utopía es siempre,
no lo olvidemos, un monstruo nacido de la razón y del deseo patológico
de un orden radical e inmutable). Leopoldo Zea afirma que “la raza latina
es considerada como una raza utopista, idealista y soñadora que
sacrifica la realidad a los sueños”.
Pero no todo son sueños,
ni reproducción resignada e interiorizada del estereotipo. Cada
vez se oyen más voces que asumen la crítica a las perspectivas
esencialistas de la identidad y que, trasladando el paradigma multiculturalista
desde el ámbito colectivo hasta el personal, consideran que toda
identidad es resultado de una negociación continua con los demás
y que, en esa medida, está siempre inventándose y reconstruyéndose.
Ni el estereotipo propio ni el ajeno son, entonces, aceptados. Por el contrario,
se manifiesta ante esos lugares comunes la rebeldía y la desidentificación.
Como dice Jacobo Borges:
“Yo no creo que haya
que regresar al maíz y a la cebolla para recobrar la identidad.
Ya eso no es posible, somos el maíz, la cebolla, el Baygón,
el DDT y todo lo demás... Yo quiero que en mis cuadros estén
mis gustos por Rembrandt y toda mi influencia europea, pero además
mi gusto por la pintura popular. Yo quiero convertirme en un collage como
lo es cada latinoamericano, cada venezolano”.
Parecería que el
cadáver exquisito ya no es sólo una metáfora aplicable
a un conjunto continental, sino que podría asignarse a los individuos.
Podríamos reconocernos como cadáveres exquisitos.
(*) Manuel Gutiérrez
Estévez
Antropólogo español
y profesor de Universidad Complutense de Madrid.
Revista Diálogo.
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