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...Nuestra visita a un testimonio
histórico.
Recorriendo las últimas
estribaciones de la Sierra Chica de Córdoba, donde toma el nombre
de Sierra de Las Peñas, en pleno departamento Río Cuarto,
no solamente podemos admirar un paisaje edénico, cerril, sino también
la obra humana, la modesta construcción cuyo cimiento, al menos,
bien dice al espíritu que allí puso el hombre su planta,
y en sentido homenaje al Creador, le erigió una capilla, un altar...
Esos viejos muros, esos escombros,
seguramente desconocidos para usted, lector, son hoy motivo de esta nota,
para llamar la atención de todos, incluso autoridades, sobre la
imperiosa necesidad de su conservación.
Descubrámonos y entremos
en la capilla. La penumbra envuelve la nave, dejando entrever al fondo
un sencillo altar de madera dorada, donación testamentaria, en 1902,
de la señora Dolores Buteler de De la Torre, conteniendo en el centro
el camerín de la Virgen, flaquendo por los nichos que albergan al
Corazón Jesús y a San José. El retablo, sin duda,
esconde las simples hornacinas del primitivo altar. Al promediar nuestro
camino, en el pavimento de mosaico, nos detiene una lápida de mármol.
Allí descansan los restos mortales de Juan Luis Molina, que fuera
benefactor y patrón de la capilla en el siglo pasado.
Salimos al atrio, rodeado
de una galería y un cerco de factura posterior que afean al conjunto
primitivo. Desde allí se descubre el campo santo. “Hoy, sin embargo,
-se quejaba el misionero franciscano Fr. Leonardo Herrera en 1898- algo
que lamentar y que conceptúo muy grave, y es que en frente de la
puerta de la iglesia, hay un cementerio a distancia de 12 varas, y está
lleno de cadáveres, y lo que hace peor todavía es que el
suelo es muy pedregoso, lo que hace difícil la buena sepultura,
con el agravante de que en los meses de calor se hace imposible e insoportable
la estadía en dicha capilla por el mal olor que se siente”. Con
las mismas características, un siglo después, continúa
allí el cementerio, rodeado de la baja pared de piedra.
Volvemos a entrar al coro
para admirar la ventanuca que se abre al frente y comprobar de paso la
anchura de los muros. Desde esta abertura se domina el terreno circundante,
la cuadra cuadrada que por derecho de donación, desde su fundación
tiene la Capilla de Tegua.
El 9 de setiembre de 1862,
se reunieron en este lugar el cura Fr. Luis Soli, el juez D. Gregorio Berrotarán
y los testigos D. Cipriano Cáceres y D. Pastor Garzón, procediendo
a medir nuevamente los terrenos de la capilla, de tal manera que ella ocupase
el centro de la cuadra medida, para lo cual se tiraron las líneas
necesarias y se amojonaron las cuatro esquinas.
El nieto del fundador, Sgto.
My. José Arias Montiel, parece ser quien reemplazó la precaria
capilla de adobes por otra de piedra que ha sobrevivido al paso de los
años. Hay referencias documentales que para 1746 estaba de pie,
levantados sus muros de 90 centímetros de ancho y cimientos de mayor
anchor aún. Su orientación es tradicional, mirando su frente
al nacimiento del sol. Su traza rectangular, de 14,70 de largo por 6,90
de ancho. Una escalera exterior y lateral permite acceder al campanario
y al coro.
Dándonos vuelta, advertimos
el haz que penetra , allá arriba, por la ventana del coro. Esta
claridad nos permite fijar la atención en la estructura del techo.
Cuatro gruesos tirantes, de pared a pared, hacen las veces de cabriadas.
Sobre ellos las alfajías que sostienen la cobertura, ayer de paja,
hoy de cinc. Al coro se llega por una puerta lateral, que comunica con
la escalera exterior. A través de la baranda del coro, se advierte
el viejo órgano, que un día envolvió con sus pristinos
acordes la sencilla fe de los cristianos de Tegua.
Estamos ahora en lo alto
de la escalera, de dieciséis escalones de piedra, frente a la espadaña
que custodia las campanas.
Es quizás el testimonio
más significativo de su arquitectura colonial. Se trata de un campanario
unilateral, de tres huecos, de la misma estructura pétrea de su
contexto, coronado por una cruz de modestia acongojante. Dos campanas,
destinadas a llamar a los fieles a la presencia de Dios, sobreviven al
tiempo. Casi símiles, están coronadas ambas por una parrilla
de hierro forjado. Una de ellas llegó de Génova.
Una puerta “de dos manos”
da acceso al templo. Es de madera de algarrobo, con sus tableros tallados
a mano. Goznes, bisagras y cerrojo de hierro forjado, se remontan, seguramente,
a la factura original de la capilla. El artista ha dejado allí su
impronta, su carismático don. Según la tradición –difícil
de confirmar no desmentir- las heridas que muestra la madera, fueron producidas
por las lanzas de los indios, en su afán de mancillar el sagrado
recinto.
Nos alejamos de la Capilla
de Nuestra Señora del Rosario de Tegua, dejando atrás una
cuesta pedregosa y un camino que poco a poco nos vuelve a la realidad.
Nos parece regresar de un viaje a través del tiempo. Desaparecen
día a día estas reliquias, porque el progreso pasa por encima
de ellas. Es una ley eterna, irreversible, que limita la existencia de
todo lo material, tronchando su glorioso pasado.
Capilla de Tegua,
venerada reliquia, que sobrevives ignorada
por el hombre de
la ciudad, en el alma de quienes por fortuna
te hemos conocido
y con toda justicia admirado,
permanecerás
indeleble, y nuestro hálito postrer te llevará
al corazón
de nuevas generaciones.
(*) Carlos Mayol Lafferère
/Alberto Manuel Cubría |