En las páginas que siguen nos referiremos, en primer lugar, a los aportes de la educación al desarrollo de los pueblos. Es en este aspecto en el que existe un consenso más generalizado acerca de la necesidad de transformaciones educativas ligadas al desarrollo científico-tecnológico. Pero dicho consenso encubre también divergencias profundas en torno al papel de la educación, y en torno a la idea misma de desarrollo, que es preciso explicitar y debatir. 
También parece clara la relación entre educación y fortalecimiento de los sistemas democráticos, pero lo que ya no resulta tan obvio es el papel, en dicha relación, de las transformaciones científico-tecnológicas. Sin embargo, aunque dicho papel sea tenido en cuenta con mucha menor frecuencia, en nuestra opinión constituye un aspecto esencial a la hora de orientar las necesarias transformaciones educativas, por lo que dedicaremos un segundo apartado al estudio de dicha relación.
Aún resulta menos clara, quizás, cuál puede ser la aportación de nuestro estudio al objetivo de los procesos de integración. Sin embargo, también aquí intentaremos mostrar que se trata de un aspecto fundamental de la relación entre educación y transformaciones científico-tecnológicas. Éstos serán, pues, los tres apartados en los que se estructurará nuestro trabajo.
Para terminar estas consideraciones generales, señalaremos que hacemos nuestra la necesidad de contemplar, junto a los avances, las dificultades y desafíos. Pensamos, en efecto, que sin un cuestionamiento a fondo de la situación, sin una atención particular a las dificultades y peligros, la reflexión puede quedar prisionera de supuestos implícitos asumidos acríticamente, es decir, podemos continuar proponiendo «para combatir los problemas del presente, mayores dosis de los mismos (re)medios que los habían generado».

Transformaciones científico-tecnológicas, desarrollo de los pueblos y educación
La importancia de las inversiones en educación y, muy particularmente, en educación científica y tecnológica, viene siendo considerada, desde hace décadas, como un capítulo prioritario para hacer posible el desarrollo de un país. Se trata, podríamos decir, de un planteamiento «tradicional», aunque ello merezca algunas matizaciones: en efecto, no podemos olvidar que esa tradición es relativamente reciente y que, todavía en el siglo pasado, la idea de extender la educación primaria a la totalidad de la población se enfrentaba con una seria oposición. Vale la pena recordar la argumentación del presidente de la Royal Society inglesa para oponerse con éxito, en 1807, a la creación de escuelas elementales en todo el país: «En teoría, el proyecto de dar una educación a las clases trabajadoras es ya bastante equívoco y, en la práctica, sería perjudicial para su moral y su felicidad. Enseñaría a las gentes del pueblo a despreciar su posición en la vida en vez de hacer de ellos buenos servidores en agricultura y en los otros empleos a los que les ha destinado su posición. En vez de enseñarles subordinación les haría facciosos y rebeldes, como se ha visto en algunos condados industrializados. Podrían entonces leer panfletos sediciosos, libros peligrosos y publicaciones contra la Cristiandad. Les haría insolentes ante sus superiores; en pocos años, el resultado sería que el gobierno tendría que utilizar la fuerza contra ellos».
El sistema escolar generalizado aparece así como una conquista tardía de las sociedades modernas: no es verdad, conviene recordarlo, que la «escuela obligatoria» hubiera arrancado a los niños y niñas del mundo feliz del juego y del placer, sino, mucho más a menudo, de la fatiga de las 12 horas bajo la mina, haciendo girar una noria o practicando la mendicidad… Se trata, además, de una conquista muy limitada, que para buena parte de la humanidad sigue siendo una asignatura pendiente. Resulta por ello penoso escuchar ciertas argumentaciones contra el carácter «obligatorio» de la escuela, como si fuera un «atentado a la libertad». 
Desde hace décadas, sin embargo, la educación se ve como una inversión estratégica para garantizar el desarrollo de un país. Se trata de una opinión generalmente compartida -al menos verbalmente- por la clase política, los expertos y los ciudadanos, con independencia de planteamientos ideológicos. Y aunque en muchos países sigue habiendo millones de seres humanos sin una mínima alfabetización, atribuir importancia a la educación para el desarrollo de los pueblos constituye un auténtico lugar común, en el que no merecería la pena insistir… a menos que las actuales transformaciones científico-tecnológicas obligaran a algún tipo de replanteamiento. En ese sentido, quizás podemos referirnos a un hecho realmente diferenciador de la presente situación: el capital humano se considera ahora como un factor esencial del desarrollo también a corto plazo. Más aún, la inversión en educación se estima como una prioridad para todos. 
Parece, pues, que sí hay razones para un serio esfuerzo de revisión del papel de la educación en el desarrollo actual. Una primera idea gira en torno a la necesidad de abrir los currículos a las transformaciones científico-tecnológicas. Se preconiza dicha apertura como algo que puede revolucionar profunda y positivamente la educación, contribuyendo a incrementar su utilidad, el interés de los estudiantes, etc. Este impulso recuerda bastante al que llevó a científicos y educadores, en el primer tercio de siglo, a reclamar la introducción de la educación científica en la cultura general. Así, en 1926, el gran científico francés Paul Langevin escribía: «En reconocimiento del papel jugado por la ciencia en la liberación de los espíritus y en la afirmación de los Derechos del Hombre, el movimiento revolucionario hace un esfuerzo considerable para introducir la enseñanza de las ciencias en la cultura general…»
Las palabras de Langevin y de tantos otros nos indican, por una parte, que las ciencias estaban prácticamente ausentes de los planes de estudio hasta hace relativamente poco y, por otra, el alto valor educativo atribuido a su estudio, derivado del impacto de las ciencias sobre el pensamiento y la vida de las personas. No en balde, se señalaba, la historia de las ciencias ha sido solidaria con el movimiento revolucionario en su lucha contra el dogmatismo y por avanzar en el progreso. 
Aunque ahora -y ello constituye sin duda un hecho diferenciador- se pone el acento en una educación científico-tecnológica, superando el olvido tradicional de la tecnología y se resalta, sobre todo, la contribución práctica de dicha educación al desarrollo de los pueblos, nos encontramos con un impulso similar al que precedió a la introducción de las ciencias en la formación de los futuros ciudadanos. Insistimos en tal semejanza para llamar la atención sobre el peligro de que ese impulso conduzca a resultados tan decepcionantes como los que se obtuvieron con la enseñanza de las ciencias, en contra de todas las experiencias. 
En efecto, numerosas investigaciones han mostrado que el interés de los estudiantes por las ciencias decrece regular y notablemente con los años de escolarización. La gravedad del problema es tal, que el estudio de las actitudes de los estudiantes se ha convertido en una línea prioritaria de investigación. Hemos de hacer frente, pues, al peligro de que las propuestas actuales de una educación científico-tecnológica para todos se traduzca en un rechazo similar. Ello exige, pensamos, un análisis de las características de la enseñanza de las ciencias y, muy en particular, de las visiones empobrecidas y deformadas que proporciona de la actividad científica. Sabemos, por ejemplo, que la ciencia moderna supone la ruptura con un pensamiento basado en las «evidencias» del sentido común y en seguridades dogmáticas, lo que se ha traducido, como es bien sabido, en persecuciones, censuras y condenas de tantos científicos relevantes; sin embargo, hoy esa ciencia es vista por muchos como un cuerpo cerrado y dogmático de conocimientos. Sabemos también, por citar otro ejemplo, que el desarrollo científico tiene como una de sus características fundamentales el proceso de unificación de dominios aparentemente inconexos; pero la forma en que se presentan los conocimientos lleva a atribuir al pensamiento científico un carácter exclusivamente analítico, parcelario. 
La utilización de las nuevas tecnologías en la enseñanza, como ya hemos señalado, está plenamente justificada si tenemos en cuenta que uno de los objetivos básicos de la educación ha de ser «la preparación de los adolescentes para ser ciudadanos de una sociedad plural, democrática y tecnológicamente avanzada» o, cabría matizar, que aspire a serlo. Así, p.e., las nuevas orientaciones curriculares aprobadas en España contemplan acertadamente la incorporación de «las nuevas Tecnologías de la información como contenido curricular y también como medio didáctico.
Son bien conocidas a este respecto las posibilidades que los ordenadores ofrecen para recabar informaciones y contrastarlas, para proporcionar rápida realimentación, para simular y visualizar situaciones… y, muy particularmente, para conectar con el interés que los nuevos medios despiertan en los alumnos. Nada hay que objetar -muy al contrario- a la utilización del ordenador como medio didáctico. Más interés tiene, si pretendemos proporcionar una visión actualizada de la actividad científica, la incorporación de los cambios metodológicos originados por la utilización de los ordenadores, en especial como instrumentos de obtención y tratamiento de datos experimentales. Por otra parte, la posibilidad de simular con ordenador conductas inteligentes, ha conducido a los modelos de «procesamiento de información», basados en la metáfora de la mente humana como ordenador. Esta orientación teórica ha hecho aportaciones de indudable interés, sobre todo en lo que se refiere a la comprensión de cómo se organizan los conocimientos adquiridos en la «memoria a largo plazo» y cómo se recuerdan dichos conocimientos para utilizarlos en un momento dado (concretamente en la resolución de problemas). Para algunos, los modelos de procesamiento de la información, junto con los modelos constructivistas, constituyen hoy las dos perspectivas fundamentales de la investigación y de la innovación en la enseñanza de las ciencias. Y aunque en nuestra opinión la perspectiva constructivista ha resultado hasta aquí mucho más fructífera para la renovación de la enseñanza  que la basada en el procesamiento de información, no pueden ignorarse, repetimos, los aportes teóricos y prácticos del uso de los ordenadores… y sus limitaciones. 
Creemos necesario llamar la atención contra visiones simplistas que ven en el uso de las nuevas tecnologías el fundamento de renovaciones radicales del proceso de enseñanza-aprendizaje. Con frecuencia la prensa se hace eco de la «revolución informática en la enseñanza» o de la «muerte del profesor» (a manos del ordenador), y se contempla la introducción de la informática como una posible solución a los problemas de la enseñanza, como una auténtica tendencia innovadora. A ello contribuye —como ha denunciado McDermott (1990)— una publicidad agresiva, cuya atractiva presentación dificulta, a menudo, una apreciación objetiva de las ofertas. Es preciso, insistimos, llamar la atención contra estas expectativas, que terminan creando frustración. Cabe señalar, por otra parte, que la búsqueda de la solución en «nuevas tecnologías» tiene una larga tradición, y ya fue acertadamente criticada por Piaget (1969) en relación con los medios audiovisuales y con las «máquinas de enseñar» utilizados por la «enseñanza programada». Vale la pena recordar la argumentación de Piaget que, pensamos, continúa conservando su vigencia: «Los espíritus sentimentales o pesarosos se han entristecido de que se pueda sustituir a los maestros por máquinas; sin embargo, estas máquinas nos parece que prestan el gran servicio de demostrar sin posible réplica el carácter mecánico de la función del maestro, tal como la concibe la enseñanza tradicional: si esta enseñanza no tiene más ideal que hacer repetir correctamente lo que ha sido correctamente expuesto, está claro que la máquina puede cumplir correctamente estas condiciones».
En el mismo sentido crítico se expresaba el periódico español El País en su editorial «Todos con ordenador» (13 de octubre, 1997), al comentar el ambicioso plan del primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, de dotar de ordenador personal y de acceso a Internet a todos los escolares británicos en el plazo de cinco años:
«No puede sino aplaudirse una iniciativa que contribuirá a que todos los niños posean la necesaria cultura informática (…). Pero el ordenador sólo puede concebirse como un elemento auxiliar en el proceso educativo, enormemente complejo, en el que tan importante o más que el conocimiento que se adquiere es el aprendizaje de modos de relación con otros, la adquisición de hábitos de estudio y la formación intelectual de los jóvenes. Así, todas esas premoniciones acerca de la desaparición de los profesores en la sociedad del futuro, sustituidos por ordenadores inteligentes conectados a todas las fuentes de información imaginables, son ensoñaciones irreflexivas de gentes deslumbradas por las posibilidades de la informática o de hacer negocio con la informática».
En definitiva, las nuevas tecnologías —cuyo valor instrumental nadie pone en duda— no pueden ser consideradas, como algunos siguen pretendiendo, como el fundamento de una tendencia realmente transformadora. Tras esa pretensión se esconde, una vez más, la suposición ingenua de que una transformación efectiva de la enseñanza puede ser algo sencillo, cuestión de alguna receta adecuada, como, en este caso, la «información». La realidad del fracaso escolar, de las actitudes negativas de los alumnos, de la frustración del profesorado, acaban imponiéndose sobre el espejismo de las fórmulas mágicas. 
La relación entre la educación y las transformaciones científico-tecnológicas aparece, así, como una relación compleja que abre perspectivas para el desarrollo de los pueblos —aspecto del que nos estamos ocupando en este apartado—, pero que encierra también claros peligros a los que debemos hacer frente, reflexionando críticamente acerca de «cómo la institución escolar y sus prácticas curriculares, pueden hacerse permeables a los cambios que está generando la presencia masiva de las llamadas nuevas tecnologías de la información».

Transformaciones científico-tecnológicas, educación y fortalecimiento de la democracia
La relación entre educación y fortalecimiento de la democracia es algo bien estudiado desde un punto de vista general. Nuestra pretensión aquí es analizar cómo inciden en esta relación las transformaciones científico-tecnológicas, partiendo de una idea central: un país resulta tanto más democrático cuanto mayor es la participación de sus ciudadanos en la toma de decisiones. Al margen de condicionamientos políticos que determinan la posibilidad de dicha participación, ello tiene claras exigencias educativas para que la toma de decisiones esté fundamentada. Esto es lo que persigue, precisamente, el movimiento de «educación científico-tecnológica para todos».
Cuestiones como ¿qué política conviene impulsar?, ¿qué papel damos a la ingeniería genética en la industria alimentaria y qué controles introducimos?, etc., exigen tomas de decisiones que no deben escamotearse a los ciudadanos. Se trata de proporcionar un conocimiento suficiente acerca de los problemas y desarrollos científico-tecnológicos que afectan a nuestras vidas y, más en general, a la vida en el planeta. Problemas que se han convertido en noticias cuasi cotidianas en los medios de comunicación, pero a los que la educación ha prestado hasta aquí insuficiente atención.
Resulta necesario, muy en particular, cuestionar la idea de que las soluciones a estos problemas dependen únicamente de un mayor conocimiento científico y de tecnologías más avanzadas. Se trata de un cientifismo simplista con el que es preciso romper, pues contribuye a la inhibición de los ciudadanos y, por tanto, a que las tomas de decisiones escapen a un control realmente democrático.
Es preciso hacer comprender que sólo un régimen plenamente democrático de ciudadanas y ciudadanos formados puede evitar que se tomen decisiones que respondan a intereses particulares a corto plazo, con graves repercusiones para otros ciudadanos y, en especial, para las generaciones futuras. De hecho, estamos asistiendo a un creciente impulso de la educación ambiental y de la formación del profesorado en esas cuestiones.
Comienza a argumentarse, sin embargo, que la cuestión de la democracia es hoy relevante, en la medida en que «las empresas transnacionales gozan de gran libertad y escapan fácilmente al control social». En efecto, señala Cassen (1997), que la «responsabilidad, la obligación de dar cuenta, son las piedras de toque de la vida democrática. ¿En qué se convierten cuando los elegidos y los gobernantes, suponiendo que tengan la intención de actuar por el bienestar de todos sus ciudadanos, tienen cada vez menos poder sobre los verdaderos decisores, totalmente desterritorializados, que son los mercados financieros y las empresas gigantescas?».
El Director General de la UNESCO ha insistido en esta idea, recordando: «El mundo es escenario de un flujo financiero diario de más de un trillón de dólares, que por su escala y naturaleza escapa a todo control, con unas compañías multinacionales en posición dominante […]. Y frente a esto están los países, que disponen a lo sumo de alianzas regionales e intentan controlar los problemas transnacionales con estructuras nacionales».
Sin duda alguna, la existencia de regímenes democráticos en unos países determinados no constituye hoy garantía suficiente de control social, de participación de los ciudadanos de dichos países en la toma efectiva de decisiones. Pero ello no convierte en irrelevante la cuestión de la democracia, sino que, por el contrario, señala la necesidad de su ampliación, la necesidad de un orden jurídico global, de un control democrático de nivel supranacional. Conectamos así con el problema de la integración, es decir, con el tema de las transformaciones científico-tecnológicas, educación e integración.

Transformaciones científico-tecnológicas, educación e integración
Existe, como acabamos de apuntar en el apartado anterior, una razón fundamental que reclama procesos de integración en relación con las transformaciones científico-tecnológicas actuales: nos referimos a los peligros de un desarrollo guiado por intereses particulares a corto plazo, incluyendo los de los diferentes países, peligros resaltados por la casi totalidad de los análisis, que muestran, en el mejor de los casos, un mundo sin rumbo o, peor aún, con un rumbo definido «que avanza hacia un naufragio posiblemente lento, pero difícilmente reversible» que hace verosímil, e incluso probable, la idea de una «sexta extinción» ya en marcha.
Que el peligro es serio y no constituye ninguna «exageración de grupúsculos ecologistas» lo muestra, p.e., el angustioso manifiesto que más de 1500 científicos de renombre, entre ellos la mayoría de los galardonados con el premio Nobel en áreas científicas, han hecho público para pedir a los líderes políticos de todo el mundo que actúen «de forma inmediata para prevenir las consecuencias devastadoras del calentamiento global inducido por el hombre». En el mismo sentido, la American Association for the Advancement of Sciencies, tras recordar que «la explosión de la población y la aceleración del desarrollo han llevado a una situación insostenible, que nunca se ha dado antes, de degradación de los ecosistemas que forman la base del bienestar humano», afirma: «Necesitamos la fuerza de toda la ciencia para encarar los problemas medioambientales.» Y no se trata sólo de los científicos: el mismo Banco Mundial acaba de realizar una seria autocrítica sobre las consecuencias de la política desarrollista que hasta aquí ha venido imponiendo sin prestar atención a sus consecuencias. Así, refiriéndose a la inexistencia de políticas para frenar el deterioro del medio ambiente, vaticina que éste empeorará de forma alarmante.
La solución a esta problemática pasa, ante todo, por la superación de un desarrollo local que no tiene en cuenta las repercusiones para el planeta como un todo. Como ha afirmado el Presidente de la República Checa, «una radiactividad que ignora fronteras nacionales nos recuerda que vivimos —por primera vez en la historia— en una civilización interconectada que envuelve al planeta. Cualquier cosa que ocurra en un lugar puede, para bien o para mal, afectarnos a todos». Mayor Zaragoza (1997) lo ha expuesto también con rotundidad: «Tendríamos que ser conscientes de que el mundo es uno o ninguno. Si en tal parte del mundo no hay problemas de medio ambiente, a 10.000 km. sí los hay y un día llegarán a las zonas privilegiadas».
Ésta es, repetimos, una seria razón en favor de los procesos de integración y de una educación que los ponga en valor. Ello exige ir, conviene enfatizar, mucho más allá de la idea de integración regional, que suele proponerse, sobre todo, como vía para una mayor competitividad económica frente a otros países. Por lo que se refiere a la protección del medio, a garantizar un desarrollo sostenible, etc., la integración ha de traducirse en un orden global, con capacidad jurídica y política para impedir lo que resulta lesivo para los seres humanos (o, lo que es lo mismo, lo que resulta lesivo para la vida en nuestro planeta), para impulsar y coordinar medidas concretas y para controlar su aplicación, sin que escapen a ese control democrático general ni los países ni las empresas transnacionales. 
Esta integración política a escala planetaria suele producir escepticismo y también aprensión. Escepticismo, porque los intentos realizados hasta aquí han mostrado una escasa efectividad. Pero si consideramos que, como nos ha recordado Vaclav Havel, «vivimos —por primera vez en la historia— en una civilización interconectada que envuelve al planeta», podemos comprender la necesidad imperiosa —por primera vez en la historia— de una integración política que anteponga la defensa del medio —sustrato común de la vida en el planeta— a los intereses económicos a corto plazo de un determinado país o región.
La educación ha de mostrar esta necesidad, ha de poner el acento en los peligros de desarrollos científico-tecnológicos locales que no tengan en cuenta sus repercusiones globales. Podría pensarse que este peligro de desarrollos locales está desapareciendo, puesto que estamos inmersos en un vertiginoso proceso de globalización económica. Sin embargo, dicho proceso, paradójicamente, tiene muy poco de global en aspectos que son esenciales para la supervivencia de la vida en nuestro planeta. Como pone de relieve Naredo (1997), «pese a tanto hablar de globalización, sigue siendo moneda común el recurso a enfoques sectoriales, unidimensionales y parcelarios». No se toma en consideración la destrucción del medio. Mejor dicho: sí se toma en consideración, pero en sentido contrario al de evitarla. La globalización económica, explica Cassen (1997), «anima irresistiblemente al desplazamiento de los centros de producción hacia los lugares en que las normas ecológicas son menos restrictivas» (y los derechos de los trabajadores más débiles). Y concluye: «la destrucción de medios naturales, la contaminación del aire, del agua y del suelo, no deberían ser aceptadas como otras tantas <ventajas comparativas>».
La globalización económica aparece así como algo muy poco globalizador, y reclama políticas planetarias capaces de evitar un proceso general de degradación del medio que ha hecho saltar todas las alarmas y cuyos costes económicos comienzan a ser evaluados. El periodista científico Calvo Roy (1997) ha encontrado una expresión realmente impactante para describir este proceso: el síndrome «más madera», inspirado en una genial secuencia de la película «Los hermanos Marx en el Oeste»: «O internali-zamos costes que hoy no se tienen en cuenta —escribe refiriéndose a aquello que supone destrucción del medio y pérdida de recursos— o el crecimiento industrial, energético, etcétera, nos hará la vida muy difícil. Conscientemente o no, estamos incurriendo en el síndrome <más madera>, deshaciendo el tren para alimentar la caldera, en una carrera rápida pero corta. Excepto a los impagables hermanos Marx a nadie se le ocurre, si quiere llegar lejos, quemar el tren para que pueda seguir avanzando. Sin embargo, con frecuencia vemos que el tren de los recursos (no) renovables pierde vagones a golpes de hachas manejadas por torpes Harpos incapaces de entender que los vagones no son eternos».
La educación, y muy concretamente la alfabetización científico-tecnológica, ha de tratar con detenimiento estas cuestiones, ha de favorecer análisis realmente globalizadores y preparar a los futuros ciudadanos y ciudadanas para la toma fundamentada y responsable de decisiones. Es preciso, sobre todo, que esa educación permita analizar planteamientos que son presentados como «obvios» e incuestionables, sin alternativas, escamoteando de ese modo la posibilidad misma de elección. Ese es el caso, pensamos, de la idea de competitividad. Curiosamente, todo el mundo habla de competitividad como algo del todo necesario, sin tener en cuenta que se trata de un concepto muy contradictorio cuando se analiza globalmente: ser «competitivos» significa poder ganarle a otros la partida; el éxito en la batalla de la competitividad conlleva el fracaso de otros. Puede ser ilustrativa a este respecto la forma en que Sánchez Ferlosio (1997) se refiere a «la perspectiva del actual encarnizamiento de la competencia, con la inexorable urgencia de ajustarse sin pausa a la aceleración de la carrera de la competitividad» (el subrayado es nuestro). Se trata, pues, de un concepto que responde a planteamientos particularistas, centrados en el interés de una cierta colectividad enfrentada —a menudo «encarniza-damente»— a «contrincantes» cuyo futuro, en el mejor de los casos, nos es indiferente… lo cual resulta contradictorio con las características de un desarrollo sustentable, que ha de ser necesariamente global y abarcar la totalidad de nuestro pequeño planeta. 
La educación ha de contribuir a fundamentar la convivencia de regirse por otro concepto de eficiencia, que tenga en cuenta las repercusiones a corto, medio y largo plazo, tanto para una colectividad dada como para el conjunto de la humanidad y de nuestro planeta. Y es necesario, asimismo, hacer ver que no hay nada de utópico en estos planteamientos: hoy lo utópico, «lo que no tiene lugar», es pensar que podemos seguir guiándonos por intereses particulares sin que, en un plazo no muy largo, todos paguemos las consecuencias. Quizás ese comportamiento fuera válido —al margen de cualquier consideración ética— cuando el mundo contaba con tan pocos seres humanos que resultaba inmenso, sin límites. Pero hoy eso sólo puede conducir a una masiva autodestrucción, a la ya anunciada «sexta extinción».
Consideramos urgente una integración planetaria capaz de impulsar y controlar las necesarias medidas en defensa del medio y de las personas, antes de que el proceso de degradación sea irreversible. Pero este proceso de mundialización que nuestra supervivencia parece exigir, da lugar también al temor de una homogeneización cultural, es decir, al temor de un empobrecimiento cultural. Tal fue uno de los temas clave en el primero de los «Encuentros del Siglo XXI» organizados por la UNESCO, que consistió en un diálogo entre el paleontólogo Stephen J. Gould y el sociólogo Edgar Morin en torno a «¿Qué futuro para la especie humana?»: «La corriente de homogeneización —afirmó Morin en dicho encuentro— ya ha destruido numerosas culturas, como las que llamamos primitivas».
Esta preocupación por la pérdida de la diversidad cultural es compartida por la mayoría de quienes analizan la problemática de nuestro próximo futuro. Así, Jacques Le Goff, actual presidente de la prestigiosa École des Hautes Études en Sciences Sociales, afirma que uno de los grandes problemas del siglo XXI será el de las relaciones entre las culturas. Sin embargo, esta uniformización de culturas no puede atribuirse, obviamente, a una integración política que aún no ha tenido lugar, sino que es una consecuencia más de la globalización mercantil, que está originando «una estéril uniformidad de culturas, paisajes y modos de vida». Un orden democrático a escala mundial podría, eso sí, plantear la defensa de la diversidad cultural al igual que la biológica. Así lo manifestaba Gould —decidido partidario de «pasar de organizaciones sociales locales a una confederación mundial»— en su diálogo con Morin: «Una nueva organización social debe tener en cuenta la diversidad cultural de nuestra especie». Y también Morin insistía en la misma idea: «Culturalmente, hay que volver a la unidad de lo múltiple».
Una integración política a escala mundial, concebida —en palabras de Gould— como una «confederación planetaria» plenamente democrática, constituye, según lo que hemos visto, un requisito esencial para hacer frente a la degradación, tanto física como cultural de la vida de nuestro planeta. Dicha integración reforzaría el fortalecimiento de la democracia y contribuiría a un desarrollo de los pueblos que no se limitaría, como suele plantearse, a lo puramente económico, sino que incluiría, de forma destacada, el desarrollo cultural. Y en ese marco, como afirma Le Goff, la educación ha de jugar un papel fundamental. 
Podemos concluir que el papel de la educación ante las transformaciones científico-tecnológicas ha de ser contribuir a hacer frente, de forma global y coherente, al triple desafío que supone el desarrollo de los pueblos (incluido, por supuesto, su desarrollo cultural), el fortalecimiento de los sistemas democráticos y los procesos de integración. Es algo que constituye una exigencia de dichas transformaciones científico-tecnológicas… si queremos evitar un rápido proceso de degradación de la vida en nuestro planeta. No queremos terminar sin abordar la reacción «anti-ciencia» que la situación actual está provocando y que, a nuestro entender, constituye un serio peligro para la búsqueda de soluciones adecuadas a la compleja problemática que esa situación plantea. 

El movimiento anti-ciencia y la educación
A lo largo de este trabajo hemos insistido acerca de la visión empobrecida y deformada de la ciencia, transmitida, por acción u omisión, por la enseñanza. Hemos criticado, muy en particular, la imagen descontextualizada, socialmente «neutra»… en la que incluso bastantes científicos parecen creer, ajenos a las necesarias tomas de decisión. Una neutralidad que puede interpretarse fácilmente como sometimiento y que ha contribuido al creciente desprestigio de la actividad científica y tecnológica, a la que se responsabiliza de la contaminación del planeta, del peligro de destrucción masiva, etc. 
Sin embargo, sería injusto y peligroso caer en una actitud de rechazo absoluto. Como indica Sánchez Ron (1994), «es el conocimiento científico quien nos hace ser conscientes de algunos problemas medio-ambientales. ¿Conoceríamos sin la ciencia que existen agujeros en la capa de ozono? Y en lo que se refiere a identificar con claridad cuáles son las causas de prácticamente todo el deterioro de la naturaleza, ¿existe mejor analista que el científico?».
Estamos de acuerdo con Sánchez Ron en estas consideraciones acerca de lo que él denomina «el papel de la ciencia al servicio del medio ambiente». Puede añadirse que las nuevas tecnologías, simbolizadas por los ordenadores, incrementan en gran medida la eficiencia de los intercambios energéticos y reducen mucho el impacto sobre el medio. Es lo que Passet (1997) ha denominado «Las posibilidades (frustradas) de lo inmaterial», refiriéndose a las tecnologías de la información. En ello insiste también Sánchez Ron: «abundan los avances científicos de las últimas décadas [...] que son extraordinariamente eficientes desde el punto de vista del consumo energético». Pensamos, sin embargo, que debe matizarse su reflexión última en torno a la esperanza, gracias al conocimiento científico, de «seguir disfrutando de idénticos, si no superiores privilegios» a los que la humanidad ha conseguido en los dos últimos siglos. Esta esperanzada reflexión, pensamos, no tiene en cuenta un hecho fundamental: los privilegios a los que Sánchez Ron se refiere sólo han alcanzado a una parte de la humanidad y, de acuerdo con el conocimiento de que disponemos, no son alcanzables por una población como la actual. Como han explicado los expertos en sostenibilidad, en el marco del llamado Foro de Río, «si fuera posible extender a todos los seres humanos el nivel de consumo de los países desarrollados, sería preciso contar con tres planetas para atender la demanda global» (El País, lunes 17 de marzo de 1997). El filósofo Rubert de Ventós (1997) ha insistido en esa misma idea: «el día en que todos los países se comportaran como países desarrollados, es poco probable que pudiera seguir siéndolo ninguno: la cantidad de recursos explotados y de residuos generados transformaría el mundo en un desierto y el agotamiento de la biomasa sería cuestión de meses».
De hecho, la cuestión demográfica no puede ser obviada a la hora de analizar causas y remedios. Jacques Yves Cousteau (1997), tras afirmar que «los seres humanos han hecho probablemente más daño a la Tierra en el siglo XX que en toda la historia», añade: «El daño ha sido provocado por dos motivos fundamentales: el crecimiento demográfico disparado combinado con los abusos de la economía» (o, dicho de otro modo, con los abusos consumistas del mundo desarrollado). La misma llamada de atención la realizan muchos de quienes tienen una visión global de los problemas de nuestro planeta: «unas 250.000 personas nacen cada día en el mundo», nos recuerda el Director General de la UNESCO, y añade: «No se hace nada para conseguir una educación para todos y espaciada a lo largo de toda la vida, cuando eso es lo único que permitiría reducir, fuera cual fuera el contexto religioso o ideológico, el incremento de población». Mientras continúe la explosión demográfica y el sobreconsumo de los países desarrollados, explica Rubert de Ventós (1997), caminaremos directamente hacia el desastre: «La extrema pobreza conduce a la desertización <haitiana>, sin duda. Pero resulta que la extrema riqueza conduce igualmente, aunque por otros caminos, a la deforestación <canadiense>. La primera no puede esperar la reposición de la madera: la necesita para cocinar en una economía paupérrima que acaba sacrificando su propio hábitat y paisaje. A la segunda, la canadiense, no le concierne propiamente este paisaje: sus operadores son multinacionales que no viven ni han de quedarse en el entorno de desolación que dejan tras de sí».
Como vemos, los problemas sobrepasan la responsabilidad de los científicos y atañen a cada uno de nosotros. Las causas no están en la ciencia sino en el tipo de respuesta que damos a algunas preguntas clave: ¿en qué mundo queremos vivir?, ¿qué mundo queremos dejar a nuestros descendientes?, ¿qué puedo hacer yo, como miembro de una sociedad democrática y también como consumidor, para evitar el deterioro de nuestro planeta? Porque, aunque como advierte Margalef (1994), resulta difícil en general hacer predicciones de interés sobre impactos ambientales, etc., no parece haber lugar para muchas dudas acerca del deterioro creciente de las condiciones de vida en nuestro planeta. Y no se trata de la llamada a un altruismo desprendido que renuncie al interés personal, sino, bien al contrario, de una llamada al egoismo bien entendido: ¿Se puede vivir satisfecho sabiendo que estamos poniendo en peligro la vida de nuestros hijos?
La tendencia a descargar sobre la ciencia y la tecnología la responsabilidad de la situación actual de deterioro creciente, no deja de ser una nueva simplificación maniquea en la que resulta fácil (e inoperante) caer y a la que la educación debe prestar la debida atención. Algunos llegan hasta atribuir la falta de «responsabilidad ante la humanidad» a una concepción del mundo basada en el pensamiento científico, ajeno a «las certezas metafísicas». En efecto, Hermann Tertsch (1997) se hace eco de las siguientes interrogantes de Vaclav Havel: «¿Es posible que el hecho de que la humanidad piensa sólo en los límites de lo que hay en su campo inmediato de visión y es incapaz de recordar lo que hay más allá, en el espacio y en el tiempo, sea consecuencia de su pérdida de certezas metafísicas, de horizontes y objetivos? ¿Es posible que la crisis de responsabilidad respecto al mundo como un todo y su futuro sea consecuencia lógica de la concepción del mundo como un complejo de fenómenos regidos por leyes científicas identificables, es decir, una concepción que no busca razones de existencia y renuncia a todo tipo de metafísica?».
Tertsch glosa la intervención de Havel en estos términos: «Se trataba de establecer los motivos por los cuales la humanidad, que conoce los graves problemas a los que se enfrenta en el nuevo milenio, no consigue reaccionar ante los mismos. Havel dejó claro que ve el origen de esta incapacidad para asumir la responsabilidad y el compromiso —de asumir deberes para con el prójimo y el entorno— en la desaparición de un sentido trascendente de la vida».
No deja de ser curioso ver con qué facilidad se simplifican los problemas: si la humanidad, «que conoce los graves problemas a los que se enfrenta», no consigue reaccionar... la causa está, según Havel, en la desaparición de un sentido trascendente de la vida, en la pérdida de certezas metafísicas, o, dicho más claramente, en el racionalismo científico. Pero, ¿cómo puede atribuirse a una concepción científica la responsabilidad de pensar sólo «en los límites de lo que hay en su campo inmediato de visión» y de ignorar «al mundo como un todo y su futuro»? Estas suposiciones revelan, en primer lugar, una tergiversación bastante notable de lo que ha sido el desarrollo del pensamiento científico, de sus contribuciones —con la oposición, muy a menudo, de quienes poseían las certezas metafísicas— a visiones más globales de la realidad «como un todo». Que sepamos, han sido científicos quienes han derribado las barreras que las certezas metafísicas establecían entre, p.e., el hombre y el resto de los animales, o entre la Tierra y el resto del Universo; han sido científicos quienes han ampliado nuestro campo de visión, asomándonos al pasado de la humanidad, de la Tierra y del Universo; son científicos quienes estudian los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad, advierten de los riesgos y ponen a punto soluciones. Por supuesto, no sólo los científicos, ni todos los científicos. Y sabemos también que son científicos quienes han construido bombas atómicas o los compuestos que están destruyendo la capa de ozono. Pero no puede deformarse la realidad hasta el punto de atribuir a la ciencia un punto de vista limitado a «lo que hay en su campo inmediato de visión».
Por otra parte, no parece que las certezas metafísicas ni el sentido trascendente de la vida garanticen una mayor responsabilidad ante la humanidad. Baste señalar la actitud adoptada, desde dichas certezas, frente a lo que muchos señalan como el problema más grave con el que se enfrenta hoy la humanidad: la explosión demográfica. Sin embargo, no debemos incurrir en otra simplificación abusiva y maniquea: la verdad es que la humanidad tan sólo ha comenzado muy recientemente a conocer los graves problemas a los que se enfrenta y que muchos de nosotros —cabe temer que la mayoría— no somos conscientes de las consecuencias de nuestros comportamientos depredadores; tendemos a minimizarlos, a pensar que «todo continuará como siempre». Pero la Tierra no ha tenido siempre más de cinco mil millones de personas: en los últimos cincuenta años han nacido más seres humanos que en toda la historia de la humanidad, y el planeta ha dejado de ser inmenso, de recursos prácticamente ilimitados. Nos corresponde a todos buscar soluciones y adoptar las decisiones oportunas antes de que sea demasiado tarde, sin enzarzarnos en estériles enfrentamientos sobre si la falta de responsabilidad ante la humanidad tiene su origen en las concepciones científicas o en las certezas metafísicas. En ello, pensamos, la educación tiene una especial responsabilidad, por lo que, en síntesis, habría que contribuir a:
· formar ciudadanos conscientes de los problemas que plantean unas transformaciones científico/tecnológicas ciertamente complejas y de perspectivas inciertas, que exigen decisiones colectivas fundamentadas, y
· orientar la actividad personal y colectiva hacia una perspectiva global, sostenible, que respete y potencie la riqueza que representa tanto la diversidad biológica como la cultural y favorezca su disfrute.

(*) por Daniel Gil Pérez
Dpto. de las Cs. Experimentales y Sociales. Universidad de Valencia (España). 
Revista Iberoamericana de Educación. Con la colaboración de la Dra. Amparo Vilches y el Dr. Valentín Gavidia.