1972. La Comisión Pro-Universidad Nacional de Río Cuarto expone el proyecto del campus.

¿30 años que volverán?

En los primeros años de la década de los ‘70, quienes llegamos a esta flamante Universidad, pudimos apreciar que muchos de los miembros integrantes de la misma compartían un clima participativo e innovador, inquietos y entusiastas por variadas programaciones interdisciplinarias y demostrando una amplia tendencia a la integración intelectual y material que se derramaba en los todavía pocos alumnos.

Pensamos en ese momento, seguramente sin equivocarnos, que ese ambiente era la resultante, en primer lugar, de la calidad de los docentes que allí se desempeñaba, sumado a la dedicación exclusiva de la totalidad de los mismos, pero también de un modelo de estructura académica de compartimentalización dinámica de la universidad: la estructura departamental,  facilitadora por su grado de descentralización, del contagioso estímulo que produce la actividad creadora en torno a objetivos concretos, en este caso con fuertes componentes de integración y transferencia al entorno social próximo, un medio  expectante de las propuestas de “su”  Nueva Universidad. 
Todas estas apreciaciones del clima de la Universidad de Río Cuarto en sus primeros años nos llevaron a una elevada valoración de lo que percibíamos  y a la decisión firme de aceptar el desafío de la  propuesta para nuestra incorporación al estamento docente. Corrían los primeros meses de 1974 y ya teníamos por delante todo por hacer.
Sin duda que, en la conjunción de elementos considerados para esta decisión, de trascendencia personal, tuvo su parte la imagen negativa que, en ciertos aspectos,  nos ofrecía la estructura de nuestras tradicionales universidades, todavía en esa época con una cuota importante de corte academicista con resabios elitistas que aparecían desactualizados por su rigidez, dificultando el accionar. Es que, para ese tiempo, ya  acarreábamos cicatrices dolorosas de conmociones político-sociales relativamente recientes. Estas se habían traducido en severos golpes militares, como el de mediados de los años ‘50 cuando éramos estudiantes aún, o en los años ‘60 ya graduados, que con su repercusión trascendente en el ámbito universitario había llevado a mostrar, en su real dimensión, la inexistencia de barreras en la interfase universidad-sociedad,  insinuándonos a justificar la necesidad, tal como otros muchos ya pregonaban, de replantear el rol de la institución para el desarrollo de la sociedad, por su lugar en la creación del conocimiento científico-técnico y en la educación superior.  En este ir y venir, muchas veces nos invadía la incertidumbre y la pérdida de  proyectos e ilusiones, ambos tan costosos de recuperar. 
Mientras tanto en el resto del mundo, con los albores de esos años ’60 despertaba, explosivamente, el progreso científico-tecnológico. Estos adelantos surgían de los países centrales, recorriendo distancias y, por el apoyo estratégico y la autoalimentación propia del conocimiento, fueron registrando un crecimiento exponencial hasta el punto de considerarlos hoy como un bien estratégico del poderío de las naciones. Esta fue la década, conocida como “Los Años ’60 de Oro”, en la que el hombre, entre otras cosas, conquistó la Luna, creó el primer láser operativo y el primer marcapasos, realizó el primer trasplante cardíaco y logró la síntesis del ADN. Estos avances se perfeccionaron a través de los años, brindando beneficios de valor incalculable, aunque no queremos significar que esto deba considerarse, necesariamente “el progreso de la humanidad”, afirmación que puede ser  eje de otra discusión.  Pero, en ese intertanto, ya nuestras universidades se caracterizaban por su bajo presupuesto, por los cargos de dedicación simple de sus docentes1 y por el debate, fuerte aún, sobre el gran tema: “La Universidad, institución del estado generadora de conocimiento puro”  versus  “La Universidad, institución del estado generadora de conocimiento aplicado”, discusión que, por lo visto, ya parecía superada en otros lados. 
 Pero, hacia el fin del primer lustro, casi con ritmo pendular, se produce la inexorable irrupción militar en el gobierno y con su Noche de los Bastones Largos,  sembrando miedo y desencanto, inicia un largo y oscuro período de retroceso para la Universidad Nacional. Este golpe imprime su perfil personalista, autoritario y apolítico en los claustros, obligando al éxodo y llevando al destierro de numerosos universitarios, dejando ya entrever los primeros pasos de la doctrina de la Seguridad Nacional, que abrió las puertas, tiempo después, al terrorismo de estado.
Hacia el fin de la década el número de docentes con mayor dedicación se ve aumentar en coincidencia, no casual, con el incipiente y paulatino incremento de la matrícula estudiantil, que se iniciara en la década anterior. La población estudiantil ascendió, en 4 años, a un nivel aproximado al 22%. En 1967, la relación docente/alumno era de 56 en la UBA y de 32 en la UNC2. A partir de esos años, con fluctuaciones, esa tendencia se mantiene hasta nuestros días.
En los albores de los años ’70, la tendencia creciente de la población estudiantil se ha tornado alarmante, ya se habla de “masificación estudiantil” en las grandes universidades, existiendo riesgo de un colapso funcional de las mismas. Esta perspectiva conduce a considerar propuestas de descentralización universitaria a través de la regionalización de la educación superior, lo que permitiría redimencionar a las universidades tradicionales y brindar oportunidades de desarrollo al interior del país. A partir de 1971 y en un período de 2 años, se crearon 16 universidades descentralizadas, una de las cuales fue la Universidad Nacional de Río Cuarto. Pérez Lindo3 opina, respecto a esa política, que: “...no se partió de proyectos de educación-desarrollo sino de un programa de creación de instituciones...” lo que equivaldría a decir que no se tuvo en cuenta que: “...la educación es un bien en sí mismo que tiene que estar al alcance de todos sin restricciones, pero la educación no es por sí misma un factor de desarrollo si no está vinculada a la transformación económica, social y hasta política de una Nación...”. Finalmente, al preguntarse si las nuevas universidades constituyen un factor de desarrollo, contesta: “...Algunos centros o universidades (Río Cuarto, Luján, Comahue, Salta y otros) formularon proyectos novedosos para servir a la comunidad, para producir nuevas tecnologías, para promover el desarrollo económico...”.
No son muchos los años que tienen que pasar para que el péndulo de los movimientos militares, con una regularidad manifiesta, vuelva a sacudir a las instituciones de la República. Luego de la constitución de dos gobiernos democráticos que asumen el poder en 1973 y en 1974, en  momentos socialmente difíciles de nuestro país con motivo de los movimientos de la guerrilla y el terrorismo de estado, a lo que se suma un desbarajuste económico-social, las Fuerzas Armadas dan un nuevo golpe de estado en 1976, asumiendo el poder absoluto de la Nación. Se inicia así un nuevo gobierno de facto, que rápidamente instala el fantasma de la persecución, el miedo, el dolor y la muerte, recordándoselo, justamente en momentos de escribir esta nota se cumplen 25 años del mismo, como el golpe militar más cruento que registra la historia del Siglo XX en nuestro país. Este golpe militar marcó un punto de inflexión en las instituciones, y en todos nosotros, difícil de superar no obstante el tiempo transcurrido. En esta etapa, la Universidad Argentina debe lamentar la pérdida de numerosos docentes y estudiantes, así como el deterioro de sus estructuras académicas. La Universidad de Río Cuarto no fue la excepción. 
Hasta aquí la visión de uno de sus docentes del contexto en el cual fue concebida, creada y vivió sus primeros años la Universidad Nacional de Río Cuarto.
 Poco tiempo después de finalizado el conflicto bélico de las Islas Malvinas, se reinstauró la democracia en la Argentina, pero  tuvimos que andar por un camino muchas veces inseguro, asaltados por sinsabores, dudas y  vacilaciones que aun hoy no hemos podido superar. Sin embargo, vamos por este camino pregonando nuestras ideas a viva voz y con claridad de fondo, porque sabemos que estamos transitando el camino insuperable de la democracia.

(*) por R. A. Bosch
Profesor Consulto de la Universidad Nacional de Río Cuarto