“...La gran deuda del sud...”

El zarandeado tema de la deuda externa tiene largas raíces en nuestra historia. Algunos comentarios, teñidos con tinturas políticas, muestran su origen casi al alcance de la mano, otros prefieren remontarse a siglos. Sin embargo, los escarbadores de tiempos remotos pueden sacar a relucir antecedentes que muchos se cuidan muy bien de exponer. 

Ilustraciones: Paco Ortega
Porque al inaugurar la época independentista, arrancamos con el lastre de muchas penurias económicas. Salimos a la palestra de la libertad política, con un territorio muy despoblado, con pocos centros urbanos que pudieran ser señalados con un punto en el mapa; con producción artesanal defendiéndose a dentelladas y con desventaja cuando se nos dio por abrir el puerto de Buenos Aires a los productos foráneos y teniendo encima los ojos glotones de Gran Bretaña, deseosa de tomarse la revancha de las dos fracasadas invasiones militares, espiando el modo ingenioso para apoderarse de las fuentes de riquezas naturales.
La aventura del endeudamiento, en la que nos metimos presionados por no pocos factores del país de entonces, ya no se detuvo. Mientras unos gobiernos se mostraban prudentes para evitar el acrecentamiento de aquella, otros jugaron la estrategia manirrota de la contratación de empréstitos a cualquier precio. Lo hicieron los gobiernos centrales que se sucedieron en medio de la zozobra de las guerras civiles. Los imitaron los de las provincias. Los empréstitos conversados muchas veces con aquellos viajeros ingleses llegados con aires de distraídos transeúntes, terminaron por enredarnos definitivamente.
Se nos aparece la imagen de Sarmiento presidente en 1868 y le quita el sueño la deuda externa y los empréstitos foráneos que debió aceptar. Aguantó a los enjuiciadores, entre ellos Juan Bautista Alberdi. Sarmiento respira al entregar el gobierno el 12 de octubre de 1874 a Nicolás Avellaneda, en medio de los avatares de una revolución impulsada por Mitre. El tesoro nacional estaba haciendo agua y los empleados con sus sueldo impagos. Dos años después, Avellaneda llama a la comprensión de los argentinos e impone actitudes para sostener que sólo con trabajo y sacrificio se podrá salir del atolladero. Se niega a tomar algunas medidas capaces de solamente disimular la tortura que a todos produce aquella situación, a pesar de algunos alivios momentáneos.
Sarmiento conoce hasta la médula todo el amargor de tener que recurrir a los bancos británicos. Aprecia en profundidad la prudencia de Avellaneda. Este, pragmático a pesar de su aparente serenidad, lanza el desafiante clamor de defender la crisis “con el hambre y la sed de los argentinos”. Y a tumbos llegamos a la “década del 80”. El 12 de octubre de ese año, el general Julio A. Roca se encontró frente a la encrucijada, a la que habían contribuído los oleajes de la política interna encrespada. Por supuesto, mientras en los gabinetes gubernativos –nacional y provinciales- se barajaban situaciones, había un gran protagonista silencioso: el pueblo. Apenas si encontraba ocasión de llamar la atención en alguna página periodística, sin eco en el gobierno.
Por otra parte, la situación no era nueva. Cuando fue denunciada antes de 1860, por aquella famosa ley de los “derechos diferenciales”, proyecto de un lúcido diputado cordobés como lo fue Manuel Lucero y el santiagueño Rueda, y quiso darse a Rosario para servir de avance al interior, hasta los propios comerciantes de Córdoba tirotearon al instrumento legal, aliándose a los porteños, y terminaron por liquidarlo. En el 80, Roca largó su programa de “paz y administración”, pero no hubo atajos para la Banca de Londres. Y la obra pública apareció orgullosa, en Buenos Aires y en el interior, especialmente en la capital cordobesa.
En medio de la ironía mordiente de los adictos al gobierno roquista, Sarmiento buscó amigos con metálico para que le ayudaran en una empresa; vocifera tormentosos adjetivos contra sus enemigos políticos, busca periodistas de garra para auxiliarlo y larga su diario de la mañana: “El Censor”.
Es el martes 1 de diciembre de 1885. Figura como director Augusto Belín Sarmiento, su pariente. Secretario de redacción, Francisco Molina Salas. En aquella jornada, Buenos Aires oye nuevamente tronar los cañones sarmientinos, manejados como en la lejana época de “El Zonda”, en San Juan, y luego “El Nacional”, en Chile. Decidía levantar su voz, no solamente por la crisis económica, sino también ante la certeza de estar el general Roca resuelto a entregar la presidencia de la República a su concuñado, doctor Miguel Juárez Celman.
Desde el número inicial de la publicación no hubo atadura para los comentarios. Sarmiento apela a todas sus experiencias de crítico. Advierte estar “acribillada de empréstitos” no sólo la Argentina, sino también México, Ecuador, Perú, Venezuela y otros países americanos. Reflexiona con sarcástica frase y subraya ser necesario “en materia de deudas”, modificar palabras de la canción patriótica, y decir: “...Calle Esparta, su virtud; sus hazañas, Calle Roma; silencio, que al mundo asoma la gran deudora del sud...”
En otro pasaje de aquel comentario argumenta: “Hemos perdido, pues, trescientos millones y, además, el crédito de Europa. Las tierras públicas que servían de lastre a la nave, han servido para dar apanages a una larga familia, que como la de la Reina Victoria, al nacimiento de cada principillo, es preciso, en señal de regocijo, hacerle la donación de tierras y de títulos...”. Ya no tiene reparos en pedir a gritos una drástica terapéutica y sostiene en “El Censor”: “El día de ayer, con motivo de ser fin de mes, fue de gran agitación para aquel centro (la Bolsa). Los vencimientos de oro sellado alcanzan a la enorme suma de 16.053.000, no estando incluidos en esa cantidad los efectuados después de hora, que pueden calcularse en otro tanto. Estas cantidades dan una idea del agio sobre el oro se hace cada día, ocasionando estos perjuicios no solamente al comercio sino al país”.
La campaña de “El Censor” contra Roca fue enconada. Duró meses pero a los registros de votantes sólo pudieron llegar los simpatizantes del gobierno. El doctor Miguel Juárez Celman fue electo Presidente de la República y tomó el mando el 12 de octubre de 1886, cuando ya su amistad con Roca tenía raspaduras muy dolorosas. Sarmiento largó la pluma, vino al interior a tomarse un descanso y después partió al Paraguay, donde lo alcanzó la muerte en 1888. Para entonces, las filtraciones de agua de la crisis llegaban a los cimientos del régimen. Provocarían el reventón revolucionario de 1890.
Y luego a empezar de nuevo para buscar la salvación. Quedaba sí, admonitoria y tremenda, la frase sarmientina de 1885, que siguió siendo de dolorosa actualidad: 

“...Silencio, que al mundo asoma / la gran deudora del sud...”.

(*) por  Efraín U. Bischoff. Historiador. Córdoba.