Transitamos años en que nuevas tecnologías contribuyen
de manera inevitable en la formación de instituciones de transmisión
cultural que compiten con la escuela al menos en la cantidad de tiempo
al que están expuestos los niños (T.V., entornos multimedia,
redes de información, procesadores de textos e imágenes,
etc.). En algunos casos se encuentran vinculadas a nuevas tecnologías
de escritura e incluso a nuevas formas de concebir la relación entre
escritura e imagen. Al mismo tiempo, en ciertas escuelas persisten sectores
que exhiben altos índices de repetición motivados por el
fracaso escolar en el área de lengua escrita y que por ello no están
alcanzando una alfabetización de calidad. Nos preguntamos ¿qué
niveles alcanzará entonces la brecha y la exclusión cultural
en términos específicamente educativos para estos sectores?
La importancia social de esta pregunta y el interés teórico
que el tratamiento de la cultura escrita despierta, contribuyen a explicar
la conformación relativamente reciente de un campo interdisciplinario
en torno a la alfabetización pese a que resulta obvio que las prácticas
alfabetizadoras cuentan con una larga historia en nuestra sociedad (Teberosky,
1993). De las múltiples facetas que conforman este campo nos interesa
retener la dimensión sociolingüística, buscando responder
en qué contextos se alfabetiza a los niños en la escuela,
a través de qué prácticas, mediante qué usos
de la escritura y qué reglas gobiernan los intercambios de los participantes
de esos contextos. Para ello nos apoyaremos en evidencia empírica
propia y en la aportada por estudios de diversas regiones que no obstante
coinciden en suministrar un panorama común sobre la alfabetización.
EL CONTEXTO EXTRALINGÜÍSTICO DE ESCRITURA
El concepto de contexto reviste actualmente gran ambigüedad y
multiplicidad de significados (Camps, 1994). En principio podemos discriminar
entre contexto lingüístico y extralingüístico de
los actos discursivos. El contexto lingüístico o cotexto, el
significado más tradicional en el campo de la lingüística,
es el conjunto de unidades lingüísticas que preceden o siguen
a otras unidades determinadas en un texto (Rigau, en Camps, 1994) y proporciona
datos para saber qué acepciones son las que hay que activar para
entender adecuadamente un mensaje (Cerezo Arriaza, 1994). El contexto extralingüístico
comprende las condiciones externas en que se desarrollan los actos lingüísticos,
condiciones que se reflejan e inciden en la constitución del texto.
Aquí pueden distinguirse dos niveles: el contexto cultural y el
contexto de comunicación.
El contexto de apropiación cultural
El contexto cultural es aquel nivel general del contexto que condiciona
los actos de lectura y escritura, en él se incluyen los factores
o elementos culturales, sociales, materiales e institucionales que constituyen
el entorno y que condicionan aquellos actos. En ese sentido, Camps (1994)
señala una dimensión del concepto de contexto en tanto construcción
sociocultural en la cual se inserta cualquier actividad discursiva. Piazza
(en Camps, 1994) ve a la escritura como un acto social y analiza el contexto
como situación social, que condiciona las funciones y usos del lenguaje
escrito. Por su parte, Halliday (en Camps, 1994) se refiere al tenor del
discurso (uno de los parámetros de lo que denomina contexto de situación)
para expresar las relaciones de poder o solidaridad instituidas de manera
diferente por cada cultura para los interlocutores.
El ambiente escolar, por su parte, constituye un contexto especial
en tanto en él se producen actos de lectura y escritura al tiempo
que se enseñan, aprenden y apropian los contenidos que conforman
la competencia comunicativa escrita.
En este trabajo, optamos por denominar contexto de apropiación
cultural al ambiente alfabetizador definido por los elementos y prácticas
culturales escolares a través de las cuales los alumnos se apropian
de la lectura y la escritura y de sus usos y funciones. Tomamos para ello
formulaciones de la etnografía escolar y la sociología para
quienes el proceso de apropiación se define reconstruyendo las relaciones
y prácticas institucionales cotidianas, a través de las cuales
los alumnos se encuentran con y hacen suyos los conocimientos que la escuela
transmite (Rockwell, 1982; 1991).
Caracterizamos el contexto de apropiación a partir de los siguientes
elementos: a) las funciones y usos sociales que la escritura cumple en
los contextos escolares de alfabetización; b) los ritos, costumbres
y prácticas en los que se utilizan la lectura y la escritura; c)
los portadores y soportes de la escritura; d) los usos que a la escritura
se le da en esos contextos; e) las posiciones que asumen y se otorgan mutuamente
escritores y lectores; f) qué puede ser leído o escrito en
esos contextos; g) los efectos de poder en las prácticas escolares
de la lectura y la escritura.
El contexto de comunicación
El nivel menos general del contexto extralingüístico comprende
en parte lo que diversos autores entienden por contexto o situación
discursiva, situación retórica, contexto situacional, situación
de comunicación, etc. Adoptamos el término contexto de comunicación
a fin de caracterizar la situación en que alumnos y maestros producen
y receptan escritos, conformada por los parámetros extralingüísticos
concretos que condicionan de manera inmediata la actividad discursiva (Camps,
1994). Este contexto estaría formado por tres planos de análisis:
a) La situación de producción: Incluye los elementos
enunciador, destinatario y objetivo de la escritura. Se trata del contexto
retórico inherente a todo acto de producción, aquel en el
que el enunciador crea el texto con un objetivo determinado y se dirige
a un destinatario que, como toda la situación de producción,
han sido representados por el enunciador. En un sentido similar, Benveniste
(1977) habla de contexto de la enunciación, Kerbrat-Orecchioni (1986)
de situación de enunciación, Albadalejo Mayordomo (1987)
de contexto de producción, Jolibert (1991) de situación de
comunicación y Camps (1994) de contexto discursivo.
b) La situación de recepción: Es el espacio propio en
que el texto es procesado por el lector. Por cierto, también el
lector tiene sus objetivos cuando decide interpretar un texto y elabora
ciertos supuestos sobre el autor (Eco, 1981; Ong, 1987). Nystrand (en Camps,
1994) se refiere a esta situación como contexto de uso o situacional
y Albadalejo Mayordomo (1987) como contexto de recepción.
c) La situación de interacción: Entre el escritor y el
lector se entabla una zona de cooperación, se produce una situación
de comunicación social, en la que cada uno adopta cierto rol definido
por el tipo de interacción en la que participa. En un sentido aproximado
Piazza (en Camps, 1994) se refiere al contexto como interacción
o como situación de comunicación social y Bronckart (en Camps,
1994) como contexto o espacio de interacción.
La situación de interacción es inmediata y directamente
efectiva en los intercambios orales. Sin embargo, esto no es tan común
en los contextos en que se escribe y lee. A diferencia del ámbito
oral, al usar la lengua escrita lector y escritor carecen de un contexto
extralingüístico compartido. Al escribir y al leer se busca
el modo de sustituir el contexto compartido y los aspectos extra y paralingüísticos
de la situación oral. El autor y el lector de un texto comparten
unos presupuestos sociales y culturales (unas normas de uso, pragmáticas)
que le permiten actuar en función de las circunstancias contextuales.
Estas reglas no son construcciones individuales que comienzan de nuevo
con cada acto de producción o interpretación, sino que implican
el conocimiento de las funciones sociales de la escritura y de los roles
sociales que pueden tener los participantes de las actividades lingüísticas
(Camps, 1994).
Para entender las relaciones entre los participantes de los actos que
involucran la escritura recurriremos a la teoría semiolingüística
de Charaudeau (1982) para quien el acto de lenguaje es el resultado de
dos actividades: la actividad de producción y la de interpretación.
Por una parte, la actividad de producción lingüística
es el hecho de dos protagonistas: el sujeto comunicante que posee un proyecto
de escritura y cierto estatus psicosocial por cuanto escribir implica comprometerse
en una relación de intercambio (contrato) con respecto al sujeto
interpretante. Un segundo protagonista en la actividad de producción,
llamado enunciador, que es sujeto del decir, enunciador del acto de lenguaje
y que se halla afectado por cierto estatus lingüístico. El
tercer protagonista en los actos de lenguaje es el sujeto destinatario,
que tiene cierto estatus lingüístico y que está contenido
en la enunciación del enunciador.
Por otra parte, la actividad de interpretación es el hecho de
un cuarto protagonista: el sujeto interpretante, que asume cierto estatus
social en la relación de intercambio que le es propuesta y que él
reconoce. El sujeto interpretante es exterior al acto de enunciación
y tiene por ello cierto margen de maniobra, ya que puede identificarse
con ese sujeto destinatario o rechazarlo. Sin embargo, está ligado
al sujeto comunicante desde el momento en que acepta su rol de interlocutor
o, lo que es lo mismo, reconoce la relación de intercambio que se
le propone.
LAS FUNCIONES Y LOS USOS DE LA ESCRITURA
Para Anderson y Teale (1982), conceptualizar a la escritura y la lectura
como prácticas culturales implica concebirlas como actividades recurrentes
y dirigidas hacia un fin que son construidas y mantenidas por grupos humanos
particulares. A fin de comprender la práctica cultural de la lectura
y la escritura es necesario captar sus funciones y usos, es decir, tomar
en cuenta el contexto cultural dentro del cual son utilizadas. Es precisamente
el contexto el que da información específica sobre las situaciones
particulares en que lo escrito es usado (Teberosky, 1995).
Para caracterizar las funciones que cumple la escritura en los variados
contextos sociales recurrimos a la categorización que Teberosky
(1993; 1995) resume a partir de los trabajos de Olson, Goody y Coulmas
(en Teberosky, 1993).
En tanto la escritura es concebida como acción, como instrumento
o medio para cumplir objetivos con respecto al mundo se le otorgan las
siguientes funciones:
• Función de comunicación: la escritura, como medio de
transmisión gráfico, materializa el mensaje y permite al
emisor conectarse con el receptor a distancia en el tiempo y el espacio.
• Función de registro o función mnemónica: permite
ampliar la capacidad humana de memorizar. El registro a través de
la escritura posibilita el archivo de los datos registrados.
• Función de regulación y control social de la conducta:
relaciona estrechamente a la escritura con la organización social,
al punto que se sostiene que la “existencia” social de los individuos depende
del registro escrito en documentos sociales tales como impuestos, votaciones,
etc.
La escritura además de ser un medio es también un objeto
material que es producido y contemplado por quienes escriben, resultando
así afectados por sus propios productos y a este efecto responden
las siguientes funciones:
• Función de reificación o de objetivación: permite
la separación del productor respecto de su obra ya que la escritura
materializa el mensaje, lo emancipa y provoca un efecto de extrañamiento.
• Función productiva: comprende la producción de escritos
propios y la introducción de innovaciones en las reglas o en su
combinación.
• Función estética: la materialidad de la escritura permite
al productor volver sobre su obra y retocarla o mejorarla, originando manifestaciones
literarias.
Además de servir a estas funciones, la escritura recibe una
serie de usos dentro de los contextos de comunicación. A partir
de distintos estudios (Applebee, 1982; Durst y Newell, 1989; Wells, en
Cassany, Luna y Sanz, 1994; Vázquez de Aprá et al., 1994;
Sebranek, Kemper y Meyer en Cassany, 1996), hemos elaborado una categorización
que no sólo permite mostrar los usos que la escritura recibe en
las aulas, sino que pretende dar cuenta de aquello que no está y
que, según algunos autores, sería deseable que estuviese.
En esta categorización los usos de la escritura, sus objetivos y
propósitos, se abordan desde la perspectiva del sujeto, el alumno
en nuestro caso, que escribe o lee, u observa que otro lo hace. Los otros
criterios son: los objetivos y la audiencia de tales escrituras, elementos
que, por otro lado, forman parte del contexto de comunicación. Con
este énfasis en el papel del contexto pretendemos alejar toda posibilidad
de entender la siguiente categorización como una tipología
de escrituras.
En los usos creativos la escritura sirve para inventar o crear conocimientos
(literatura científica, trabajos académicos) o inventar,
crear, imaginar o gozar con propósitos estéticos, expresar
sentimientos (novelas, cuentos, poemas). Se destinan textos primordialmente
a otras personas y, en el caso de los objetivos estéticos, a veces
al propio autor.
Con los usos informativos se pretende: comunicar (cartas, contratos,
solicitudes, invitaciones, felicitaciones); informar o buscar información
(ensayos, informes, noticias); persuadir (instructivos, panfletos, editoriales,
anuncios). Están destinados a otras personas y, en el caso de buscar
información, al propio autor.
Los usos personales están dirigidos por la exploración
de intereses y sentimientos personales para el propio autor (diarios, anotaciones
personales).
Por último, los usos mecánicos persiguen objetivos propios
de ambientes escolares como escribir para registrar en el cuaderno de clase
o escribir para aprender a escribir. Las escrituras se dirigen a otras
personas claramente identificadas: docentes o padres (copia o dictado de
palabras, frases, oraciones aisladas).
A partir de las definiciones con que caracterizamos el contexto y los
usos y funciones de la lectura y la escritura podemos abocarnos a describir
su aparición en las aulas escolares.
LAS PRÁCTICAS ESCOLARES DE LA ALFABETIZACIÓN
La preocupación por la forma en que las escuelas enseñan
a leer y escribir parece estar muy extendida, tal como lo permiten suponer
las apreciaciones de Cassany, Luna y Sanz (1995) y Camps (1994) para las
escuelas españolas, Applebee (1982) y Calfee (1989) para las escuelas
estadounidenses, las investigaciones de Rockwell (1982) y los críticos
ensayos de Ferreiro (1994) y Lerner (1996) para la región latinoamericana.
En nuestra ciudad de Río Cuarto los estudios de Vázquez (1997;
Vázquez de Aprá et al., 1994; Vázquez y Matteoda,
1998) y un trabajo exploratorio de Rosales (1997; 1998) permiten sostener
afirmaciones similares a la de los autores antes mencionados.
Uno de estos estudios locales2 (Rosales, 1997) describe las prácticas
alfabetizadoras iniciales observadas en una escuela primaria mediante las
siguientes características:
• Los alumnos son organizados en torno a una sola y misma actividad,
hacia la cual se abocan generalmente de manera indiferenciada, cada uno
en su banco, la vista al frente transcribiendo lo escrito por el maestro
en el pizarrón o siguiendo su lectura.
• Los alumnos y el docente participan en estructuras de interacción
en que las actividades giran en torno a la figura central del segundo,
que ocupa el lugar excluyente del saber, a partir del cual dirige, pregunta,
informa, autoriza intervenciones y evalúa las producciones que en
general él mismo ha propiciado y hacia quien los alumnos dirigen
dichos escritos, convirtiéndose en lector privilegiado de sus producciones.
• La escritura sirve aquí para usos intrínsecamente escolares:
para aprender, sin más; para registrar lo que acontece oficialmente;
y para controlar todo lo anterior. De esta manera, los usos que en tales
prácticas se da a la escritura son los que hemos definido como mecánicos
o ejecutivos. Estos usos aparecen en el 90,8% de los 793 eventos de escritura
y lectura observados. Las intenciones informativas, personales o creativas
parecen tener muy poca presencia.
• Se restringen los tipos de escrituras que pueden producirse. En un
porcentaje similar al de los usos mecánicos predominan aquellos
enunciados de escasa o ninguna entidad textual y de cuestionable circulación
social fuera de la escuela, a saber: palabras, frases y oraciones aisladas,
consignas de tareas escolares, títulos y fechas que encabezan las
actividades del día, etc. Todo esto se escribe y se lee en el pizarrón,
en los mismos “libros de lectura” y en los cuadernos de clase.
En una investigación que comprendió los grados primero
a sexto de cuatro escuelas primarias, Vázquez de Aprá et
al. (1994) encontró que el tipo de “escritura mecánica” (categoría
asimilable a la de usos mecánicos) reunía el 72,27% de las
escrituras registradas durante todo un año en los cuadernos de clase.
Si sólo se tienen en cuenta los dos primeros grados de esas escuelas,
el porcentaje crece hasta el 92%.
Por otra parte, Rockwell (1982) en su investigación sobre ocho
escuelas primarias concluye que el sistema escolar de usos de la escritura
es restrictivo y no representa la gama de usos sociales que ésta
posee. Para Ferreiro (1994) y Lerner (1996) la escritura y la lectura respectivamente
se encuentran en la escuela alejadas de sus usos sociales, apareciendo
como objetos de tratamiento exclusivamente escolar.
La escritura parece servir para que se marquen sus enunciados, se los
deletree, se dibujen grafías aisladas, se anoten palabras y frases
sin otra intención que ejercitar su escritura para lograr el aprendizaje
(Rockwell, 1982). Es necesario ver a esta concepción ejecutiva del
aprendizaje de la escritura y de su enseñanza como práctica
cultural, es decir, como un conjunto de actividades recurrentes, ritualizadas,
arraigadas en una tradición cultural cuyo origen no aparece inmediatamente
evidente ni se desprende de forma directa de los mandatos didácticos
o pedagógicos. Son prácticas instituidas por una cultura,
la de la escuela.
LOS PARÁMETROS DEL CONTEXTO DE COMUNICACIÓN ESCOLAR
En función de los elementos descriptos cabe ensayar una serie
de inferencias generales acerca de los parámetros del contexto extralingüístico
en los ambientes alfabetizadores escolares, es decir las posiciones del
alumno como escritor, enunciador, lector y destinatario.
El alumno como lector y destinatario
El término lector puede entenderse al menos en dos sentidos.
Uno es el de audiencia o también destinatario, es decir, aquel lector
potencial (distinto del autor) a quien va dirigido el mensaje del texto
escrito y que se corporiza en un intérprete interesado por el texto
en sí mismo como portador de significado. En un segundo sentido
se puede hablar de lector cuando el que lee lo hace para corregir y/o evaluar
el texto producido por otro o por él mismo.
¿Qué ocurre cuando el alumno es el lector? En primer
lugar, diremos que el alumno lee mayoritariamente las escrituras producidas
por el maestro (o por el autor de un libro y mediatizado por el docente)
pero generalmente con el fin de reproducirlas de inmediato. Es decir, lee
(y hasta quizá sea excesivo el término) para copiar o repetir
en voz alta, no hay intención de interactuar con el texto y las
posibilidades de construir significados se encuentran restringidas. Leer
requiere fundamentalmente atender con cuidado a las características
precisas del texto, recuperar y reproducir las palabras exactas, en el
orden presentado, en voz alta para que el docente evalúe la exactitud
de la reproducción o su comprensión a partir de las preguntas
que le formula a los alumnos. La lectura parece concebirse como “descifrado”
más que como interpretación y cuando esta ocurre se encuentra
a cargo del maestro (Rockwell, 1982).
El contrato que liga al maestro como sujeto comunicante y al alumno
como sujeto interpretante está fuertemente marcado por la relación
poder-sumisión que define al contrato (contrato que siguiendo a
Chevallard (1997) es también didáctico). El sujeto interpretante
no tiene más alternativa que reconocerse en la imagen del destinatario
creada en el acto de enunciación. Esta imagen del destinatario es
la de un intérprete de la versión oficial del texto, de un
mero reproductor literal de lo que se enuncia. Más que construir
significados se limita a descifrar una serie de elementos lingüísticos,
la mayor parte de las veces con escaso sentido o sin llegar a constituir
un texto. Se le destinan escritos para finalmente evaluar qué tan
bien los reproduce (oralmente o mediante la copia). En escasa medida se
le comunica o informa, o se busca que obtenga algún placer con la
lectura.
El alumno como escritor y enunciador
Podemos discriminar entre dos categorías de hacedores de textos:
autor y escriba (en Eisenstein, en Castro, 1994). Autor es el que produce
o formula, intelectual y a veces también materialmente, un escrito.
Escriba, por el contrario, es el que reproduce enunciados ajenos sin intención
de efectuarles modificación alguna. Según nos parece, esta
última categoría podría a su vez subdividirse en:
a) copista, aquel que reproduce las escrituras de otro por la acción
misma de reproducirlas, para conservarlas, para “aprender”; b) emisario,
aquel que escribe para que otros se comuniquen.
En función de estas categorías pueden inferirse las afirmaciones
que siguen. En las escrituras escolares el maestro es quien ocupa preponderantemente
las posiciones de autor y de escritor material. Los alumnos asumen comúnmente
la posición de escribas, limitándose a reproducir las escrituras
producidas por el maestro. Éste escribe tanto en el pizarrón
como en los mismos cuadernos de clase de los alumnos. Los lectores suelen
ser el maestro mismo y eventualmente los padres, si es que controlan el
cuaderno de clase. Como lectores ocupan una posición de correctores
y/o evaluadores, no son destinatarios de un significado que quiere ser
comunicado a través de la escritura (salvo el caso de las notas
enviadas por el maestro).
Los alumnos escriben para demostrar que saben escribir o para demostrar
que tienen conocimiento sobre un tema, sin que los textos tengan más
lector que el maestro. Pero he aquí que este no actúa estrictamente
como destinatario sino más bien como corrector. Un corrector particular,
porque evalúa las producciones materiales realizadas por otros,
y de las cuales él mismo es autor, al menos en los grados iniciales.
El alumno en tanto, no escribe para una audiencia determinada ni es lector-corrector
de sus propias escrituras.
La situación de intercambio lingüístico en que el
alumno escribe y el maestro interpreta es bastante particular, en tanto
la actividad de producción es instaurada, requerida y definida por
el interlocutor. El contrato se encuentra definido institucionalmente y
allí el escritor (alumno) no tiene un proyecto por el cual comunica
algo por escrito, sino que escribe para aprender o demostrar que ha aprendido.
El intérprete, por su parte, no está interesado en el texto
por lo que pueda comunicarle, por cuanto ya sabe lo que en él se
enuncia (al haberlo formulado previamente en la mayoría de los casos),
sino que le interesa como instancia de corrección. Esta imagen del
corrector a la que el escritor dirige sus producciones no es la de un destinatario
en sentido estricto. Por otro lado, esta imagen coincide con la que ha
formulado el sujeto interpretante y ello porque es quien la ha definido
al establecer las condiciones de la situación de intercambio.
La imagen del enunciador es la del que, pese a estar en el orden del
decir, nada tiene para hacerlo. En primer lugar, porque es el maestro quien
habitualmente enuncia lo que el niño luego tiene que reproducir.
En segundo lugar, porque las características lingüísticas
de los enunciados así producidos distan mucho de lo que caracteriza
a un texto, al ser sólo palabras u oraciones aisladas sin mayor
intención de comunicar algún significado. La imagen del destinatario
es la de quien corregirá lo bien escritos que estén los enunciados
que el mismo intérprete ha formulado.
La imagen del sujeto enunciador y lo que el sujeto comunicante debe
hacer se encuentra definido por el intérprete y en ese papel debe
reconocerse el alumno. El circuito interno de intercambio desdibuja el
estatus lingüístico del enunciador y el destinatario. Esta
es la particular manera en que la transposición y el contrato didáctico
entienden la situación de enunciación en los contextos escolares
de comunicación escrita.
LAS FUNCIONES SOCIALES Y LA CULTURA DE LA ESCRITURA EN LA ESCUELA
Algunas de las características salientes de los contextos de
comunicación considerados permiten afirmar que, desde el punto de
vista del alumno, la escritura cumpliría escasamente sus funciones
socialmente reconocidas: comunicar, servir de soporte a la memoria, regular
la conducta de los demás, objetivar la escritura, producir textos.
Si bien la escritura aparece como un objeto, es extraño al alumno,
es un objeto en sí, que no sirve a otros fines más que el
de aprender a leer y a escribir y que sólo puede manipular el maestro
(Ferreiro, 1994). En esas condiciones la apropiación de las funciones
sociales de la escritura sería poco menos que imposible ya que difícilmente
pueda apropiarse algo que no tiene existencia en las prácticas y
contextos cotidianos.
Sin embargo, si observamos las funciones que la escritura cumple al
servicio de maestros y directivos, antes que al de los alumnos, notaremos
que en muchas de las escrituras que los niños deben producir está
presente cierto uso “institucional” de registro y de control. Es posible
percibirlo claramente en aquellos escritos que sirven para registrar en
el cuaderno de clase las actividades del aula y en los que implican la
función de evaluación y de control del aprendizaje y la conducta
de los alumnos mismos.
Gvirtz (1995) relaciona al cuaderno de clase con la “necesidad institucional
de poseer un sistema de gestión y control administrativo escolar,
que permita la utilización de procedimientos estandarizados para
la escrituración de los saberes escolares” (1995 :52; no destacado
en el original). En ese sentido, el registro de las actividades escolares
en los cuadernos de clase sirve fundamentalmente para el control escolar
y social, lo que a su vez permite entender la presencia preponderante de
los usos mecánicos de la escritura al constituir prácticas
y elementos de enseñanza susceptibles de un más estricto
control y evaluación, aun a riego de distorsionar el objeto de conocimiento.
Este control riguroso del aprendizaje es un importante y arraigado requerimiento
institucional (Lerner, 1996).
Pero no es sólo eso. Con la función de control las prácticas
de escritura sirven al mismo tiempo al disciplinamiento (Foucault, 1989)
de los alumnos. En este esquema en que el sujeto es un mero portador de
la información que sirve para controlarlo se incorporaría
el germen de las futuras relaciones en los intercambios lingüísticos
escritos. Foucault sostiene que: “en toda sociedad la producción
del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida
por cierto número de procedimientos” (1987 :11), entre ellos el
que determina las condiciones de utilización del discurso. La educación
misma “es una forma política de mantener o de modificar la adecuación
de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (1987 :37).
Las prácticas que hemos descripto operan ciertos efectos de
disciplinamiento, sostienen una normativa que a la sociedad le interesa
para “iniciar” a los sujetos, haciéndolos atravesar por una serie
de “pruebas” escritas para ingresar al mundo social (Devalle de Rendo y
Perelman de Solarz, 1987). Lo que la escuela ofrece a los niños,
aun cuando no les permita una alfabetización de calidad, alcanza
para que se apropien de aquello que la sociedad espera de su comportamiento
en torno a la escritura: cómo pueden participar en su utilización,
qué acciones les están permitidas y cuales vedadas, etc.
Desde otros campos disciplinares podríamos preguntarnos por
el origen de algunas de las prácticas observadas en la transmisión
cultural de la escritura, ya que parecen persistir desde las primeras civilizaciones
con cultura escrita hasta la escuela actual: la copia, la lectura en voz
alta, el dictado, la preponderancia de la figura del maestro a la hora
de producir e interpretar, la primacía de la memorización
como método de aprendizaje, han sido observadas por los antropólogos
desde tiempos antiguos (Ong, 1987; Pattanayak, 1995; Illich, 1995; Goody,
1996; Goody y Watt, 1996).
Según observan Goody y Watt (1996)
“la escritura griega durante el período clásico era aún
relativamente difícil de descifrar pues las palabras no se separaban
en forma regular (...) copiar manuscritos era un proceso largo y trabajoso
y (...) la lectura en silencio, tal como la conocemos, era poco frecuente
hasta la aparición de la imprenta: en el mundo antiguo, los libros
se usaban principalmente para ser leídos en voz alta” (1996 :52;
no destacado en el original).
Estas características también son señaladas
por Illich:
“hasta bien entrado el siglo VII (...) No existía casi
ningún otro modo de leer que no fuera el de ensayar las oraciones
en voz alta y escucharlas para determinar si tenían sentido. Los
mera ‘dicta’ -fragmentos de discurso fuera de contexto- eran prácticamente
ilegibles. Una oración a ser registrada era ‘dictada’: se la pronunciaba
en cursus, el ritmo clásico de la prosa que en la actualidad hemos
perdido. Captando el cursus elegido por el dictator, se hacía posible
leer a simple vista. El sentido permanecía oculto en la página
hasta que era expresado en voz alta.” (1995 :57,58).
Otras prácticas observadas apuntan a la preponderancia de la
figura del maestro y a que la “verdad” requiera de un intermediario, a
la primacía de la memorización, a la repetición del
contenido y a la existencia de residuos orales (Pattanayak, 1995; Goody,
1996).
Prácticas como las mencionadas servían para distribuir
y controlar el uso de la escritura en momentos históricos en que
el acceso a la cultura escrita estaba restringida a ciertos grupos sociales.
Cabe preguntarse ¿qué sostiene a este tipo de prácticas
en la actualidad? Es posible que el sistema de usos en la apropiación
de la lengua escrita en la escuela actual configure lo que los antropólogos
llaman una situación de cultura restringida (Goody, 1996) y ello
redunda en beneficio de ciertos grupos y en detrimento de otros (Rockwell,
1991). La historia de la alfabetización es precisamente la historia
de los lugares de control, uso y distribución de las marcas escritas,
y del control sobre el discurso que debe o puede ser escrito (Ferreiro,
1994) y la escuela es actualmente uno de esos lugares instituidos por la
sociedad.
Aun cuando los parámetros y situaciones que conforman el contexto
de comunicación, de características exclusivamente escolares,
no sean objeto explícito de enseñanza, crean las condiciones
para la producción de los alumnos como usuarios de la escritura.
Las relaciones que se dan en estos contextos podrían constituir
el modelo de las futuras relaciones de comunicación en que el alumno
tenga que leer o escribir. No sólo se aprenden y transmiten discursos
(y sus límites) sino que también se transmiten y apropian
las condiciones en que esos discursos son posibles (Bourdieu, 1977). Esas
condiciones despojan a la escritura de aquellos objetivos reconocidos socialmente
y restringen la formación de usuarios competentes de la lengua escrita.
Al ocultar y distorsionar información se dificulta el acceso a estos
saberes y con ello se contribuye significativamente al fracaso en su aprendizaje.
Por lo demás, no hace falta generar fracaso en términos escolares
para estar en presencia de usuarios que no pueden sino reproducir discursos
ajenos, sin interés por ser protagonistas de actos de lectura y
escritura y sin poder explotar los usos sociales que la escritura posee.
Notas
1- Este texto se origina en el Trabajo Final de Licenciatura “El contexto
escolar de la alfabetización” de Pablo Rosales, cuya dirección
estuvo a cargo de Alicia Vázquez.
2- Se trata de observaciones sistemáticas de horas de enseñanza
de lengua escrita (once horas), observaciones de cuadernos de clase y entrevistas
a docentes en dos grados iniciales de una escuela que atiende niños
de los sectores socioeconómicos más bajos.
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