Los misterios del tiempo*

 

Barnard --Extraordinario! Ahora con una radio y un fonógrafo estaríamos

completos. Pero tal vez no conozcan ustedes la música moderna.

Chang --De ninguna manera, hemos tenido noticias de ella, pero no tenemos

radio porque las montañas hacen imposible la recepción; en cuanto al

fonógrafo, las autoridades ya han tomado nota de él, pero aún no existe apuro.

(Hilton, J. 1956. Horizontes Perdidos :111)

 

 


La tapa de la publicación muestra pinturas rupestres de la llamada Cuevas de las Manos, emplazamiento ubicado en las cercanías del caserío de Bajo Caracoles en la parte norte y central de la Provincia de Santa Cruz (Argentina). Para quienes en visitas turísticas, de estudio o porque el destino o la fortuna los hizo tomar un desvío supuestamente equivocado, y recorren esas soledades inmensas, entonces al influjo del reverente respeto que inspiran el territorio y sus posibles historias imaginarias, aparece en la  mente un mágico terreno propicio para que afloren sentimientos antagónicos de estupor y de maravilla que se alternan en la conciencia ante la idea de la existencia de comunidades aborígenes que puedan haber vivido y dejado su impronta en la piedra hace 10.000, 12.000 y hasta 15.000 años atrás... en los aleros del valle orográfico dibujado por el Río Pinturas.

Es allí cuando se vivencia que el significado del término tiempo pierde los referentes de las percepciones habituales y deja de estar circunscrito por los 50, 60 ó 70 años del promedio de vida de los humanos; y la concepción se instala en otra dimensión, en la que lo próximo y lo distante cambian sus apariencias y amplían sus significaciones.

Semejante y extraña fascinación a las pinturas de las Cuevas de las Manos, la ejerció el relato de James Hilton sobre las concepciones de rápido y de urgencias de los habitantes del imaginario Valle de Luna Azul y de los monjes tibetanos en el convento de Shangri-La: habrá tiempo para conseguir el fonógrafo –tal lo presenta la viñeta- y, para qué tanta urgencia por tener el Herald Tribune de la mañana o de actualizar la biblioteca con libros de más reciente edición a 1930 si no hay “nada de importancia que no pueda haber sucedido en 1920 o que no pueda ser comprendido en 1940” (Hilton, 1956 :123), dada como respuesta a los requerimientos de un excitado visitante fortuito.

Así, abiertas diferencias -rayanas en la insensatez- se marcan con el actual, alucinante y ajetreado ritmo diario de ocupación, de trabajo, de diversión y aún con relaciones familiares y humanas signadas frecuentemente por la superficialidad. En este sentido rendimos pleitesía a la alta frecuencia, a correr y correr, a forzar etapas del desarrollo físico, psicológico o social, a asignar responsabilidades impropiamente o a retacear derechos adquiridos, a vivir intensamente cada momento en forma atropellada en un deseo incontrolable por no perder el instante para dejar pasar luego, paradójicamente, los días en muchas horas vacías. Tan precaria como lo dicho se nos presenta en más de una oportunidad la realidad de nuestro tiempo al que decimos adherir y que supuestamente controlamos.

La contemplación de la meseta patagónica desde los mismos divisaderos de sus primitivos habitantes y la imaginación vívida de espacios y armonías sociales imperantes en el Valle de Luna Azul, excitan el magnetismo por el atractivo que representan perspectivas de tiempo y de tiempos que encarnen vidas más largas, alejadas de apetencias desmedidas y exentas de urgencias innecesarias, con relaciones signadas de configuraciones reguladas por los principios de la cortesía, del sentido del humor y de una razonable moderación.

Por sus características, esas cosmovisiones son persistentes en sus reclamos y no dejan de ejercer un hechizo especial en muchos de los habitantes de nuestro mundo –al menos en el mundo occidental, al que conocemos o creemos conocer- caracterizado en el último siglo por la constancia pertinaz de cambios de variada profundidad y errática frecuencia. Esas cosmovisiones se oponen a la idea de que lo que hoy es, ya dejó de ser en cumplimiento de una inexorable e igualitaria ley que incluye tanto a elementos transitorios o perecederos, como a los que son los fundamentos en el arte, la ciencia, los valores, la ética, las relaciones y los vínculos afectivos y solidarios...

Por eso, desde la narrativa de adulto, un mayor reposo y compromiso con cierta estabilidad por aquello que se sospecha fundamental, con un tiempo al tiempo, con un ya lo iremos haciendo, promete a primera vista una recomendada mejor calidad de vida...

Y así, ¿a quién no le gustaría engendrar y llevar al terreno de los hechos utópicas ideas en tal sentido para disminuir la presión de las obligaciones diarias y el desasosiego cotidiano y participar de los efectos benéficos de la propuesta? Con matices en más y en menos, una generalizable respuesta de aceptación se impone por lo obvia.

Sin embargo, si bien como disposición de vida es atendible propender a un mayor sosiego y a enseñar con ejemplos y palabras esta actitud –tal lo hacían los ya mencionados monjes tibetanos, los habitantes de Shangri La y presumiblemente los indígenas que dedicaban parte de su tiempo a la pintura en la piedra- y como adulto algunas urgencias de formación, conocimiento, actualización e intervenciones pueden ser postergados, hay un período de la vida humana que no puede regirse, para la educación y para aprendizajes vitales, por el simple precepto de etapa por etapa o de mayor moderación.

De tal modo, el tiempo en la infancia, en la niñez y en la temprana adolescencia tiene un valor estratégico adicional distinto al tiempo que pueden permitirse los adultos. Por un lado es un período muy breve con relación al promedio de la vida humana; y por otro, también es un período muy breve para adquirir información -básica, inicial y necesaria- que permita a cada sujeto desempeñarse con dignidad dentro de la sociedad inmediata y relacionarse apropiadamente en la comprensión de otras comunidades sociales, reales y simbólicas.

El tiempo por este período evolutivo tiene generalmente sólo futuro y proyectos y configura una constante por diversos que sean los períodos históricos. Y es justamente por esta característica de donde se deriva su potencial relevancia para las actividades formativas. Su brevedad hace a que no puede desaprovecharse, porque no habrá otro con esas posibilidades y fecundidad. No puede desaprovecharse porque es en este período en el que se establecen y consolidan muchas de las formas de hacer, pensar y decir en etapas siguientes y se instituye como el reservorio físico, mental y afectivo a donde recurre cada sujeto en busca de respuestas simples y automáticas o complejas y elaboradas, en las esferas del saber y del conocimiento, de las emociones y los sentimientos, del querer y del elegir, del hacer y del crear; y en esa búsqueda se juegan tanto los instintos y hábitos como las aptitudes y actitudes personales y sociales. El misterio del tiempo juega así con total irreverencia una casi inteligible nueva carta marcada.

Por otro lado, las ceremonias de iniciación a la vida adulta estudiadas por los antropólogos en comunidades pequeñas en el comienzo y mediados del siglo XX -tales las investigaciones muy conocidas por su novedad inicial de la cultura de samoa o maorí, u otras las menos conocidas pero más autóctonas, kina y hain propias de los aborígenes fueguinos yámanas y onas respectivamente- tenían en común rituales circunscriptos a una ceremonia para que sujetos de un desarrollo cronológico determinado mostraran sus habilidades antes de ser ungidos como adultos; en tanto que en nuestra sociedad de fines del siglo XX y de principios de este nuevo siglo toman paradójicamente esos procesos, menos especificidad, más extensión y particularidades distintivas según sea el área de competencia de que se trate.

Esto es, en los primeros casos, la madurez biológica y la mostración de una cierta destreza en la orientación geográfico territorial, o para utilizar instrumentos de locomoción, de labranza o de caza y pesca, y la competencia para proveer los víveres para la subsistencia del grupo familiar eran suficientes para ser declarado y considerado adulto en el contexto de la tribu o el clan. En la compleja sociedad actual las exigencias y matices son mayores y las pruebas de capacitado para no dan resultados definitivos sino que, a mayor complejidad social, deben revalidarse las habilidades específicas una y otra vez con niveles crecientes de complejidad. Así podemos ser y aceptar jóvenes políticamente adultos a los 16 ó 18 años y ejercer en virtud de esa certificación algunos derechos cívicos como el de votar en elecciones gubernamentales; pero legislaciones equivalentes les exigen para esas mismas edades y para otras acciones –en muchos casos de menores responsabilidades- ser supervisados o autorizados por padres, tutores o encargados; por ejemplo en la justificación de inasistencias a clases, inscripción en instituciones escolares; conducción de un ciclomotor o una bicicleta, tramitación de un préstamo o crédito, formalización de una pareja, etcétera. En la consideración histórica presente, el tiempo actual aparece para los jóvenes como un mensaje con distinto significado en la ambivalente y a veces hasta contradictoria forma de ser percibido y entendido.

Lejos de intentar desentrañar siquiera alguno de los misterios filosóficos, psicológicos o existenciales que pueden esconder las concepciones de tiempo, las consideraciones precedentes tienen por un lado, la finalidad de hacer explícitas las propicias circunstancias en las que se encuentran los infantes, los niños y adolescentes por participar de la escuela desde muy corta edad –en guarderías, en escuelas maternales, jardines de infantes y escuelas de instrucción básica- y permanecer en ella durante un tiempo considerable.

Por otro lado, destacar como hecho social la preponderante y comprobada influencia que ejerce la instrucción institucionalizada que se imparte en las escuelas sobre la vida presente y futura de los sujetos y de la sociedad. Esto es, se desea enfatizar el poder real que tiene y que dimana de la educación y la potencialidad que detenta para habilitar alternativas de realización en un mundo que se avizora promisorio en oportunidades.

En fin, nuestro interés se orienta a rescatar el valor del tiempo en la toma de experiencia que, en este período de vida de los niños y adolescentes y en la institución educativa, tienen implicancias no sólo en lo referente a los aprendizajes académicos iniciales y básicos; sino también en el aprendizaje de maneras de buscar y utilizar la información, en las formas creativas de disponer de ella, en la habilitación de aptitudes generales y específicas que tendrán implicancias determinantes en decisiones futuras, en la promoción de actitudes que valoren los afectos y los sentimientos, que promuevan la concertación a la disputa estéril, en la definición de contextos y formas para dirimir la mayoría de las diferencias de la vida de relación. Es un corto período –ambivalente en la consideración que nuestra sociedad insiste en acortar aún más para algunas responsabilidades y en alargar para otorgar otras libertades- que no debe meramente transcurrir, es responsabilidad de la escuela en lo que le atañe de no dejarlo pasar, de proveer de espacios permisivos y experiencias fértiles que sustenten ideas de asimilación de formatos relacionales, conceptuales y simbólicos propicios para nuevos conocimientos; de estrategias poderosas para propuestas originales, de sistemas de valores y de reconocimiento de simpatías y emociones que den colorido a la vida.

Tal vez, en el aspecto que nos ocupa y para nuestro tiempo, fueran Bruner y Piaget, entre otros, los que postularon con más vehemencia en conferencias y en escritos destinados a  maestros y profesores la importancia de dar una formación e instrucción de calidad a los niños, en ambientes ecológicamente equilibrados, en los que se acepta la diversidad y en el que las urgencias diarias no tienen más espacio que el de permitir el ocio.

La apuesta por aprovechar de este tiempo misterioso en la niñez y juventud no es de resolución fácil a juzgar por como lo sugieren las apariencias y experiencias cotidianas; sin embargo mucho se ha avanzado sobre lo central de las responsabilidades que nos competen como adultos y como educadores. En ese sentido, se ha tomado conciencia y hasta en organismos nacionales e internacionales se ha legislado últimamente, poniendo en claro cuáles son Los Derechos Humanos inalienables y más recientemente Los Derechos del Niño.

La encrucijada es, al no atender el problema que el misterio del tiempo entraña, que vuelvan en los actuales niños y jóvenes cuando adultos, los mismos estigmas que hoy no logramos resolver para ellos, los mismos errores que observamos a nuestros mayores, los mismos riesgos en los que los pusimos.

Es ocasión de hacer un tiempo formativo para y por la niñez y la juventud..., por sus emociones, por sus afectos, por sus empatías; por sus conocimientos científicos, por los conocimientos prácticos y para aquellos discernimientos de la vida de relación... Es tiempo de acrecentar sus expectativas y ampliar sus horizontes, favorecer el desarrollo de sus aptitudes y sus actitudes de vida y de convivencia... No es una tarea menor la propuesta. No son frases sin contenido o con contenido licuado por su reiteración en oportunidades, situaciones y documentos variados. Tienen su fundamento en realidades dadas y en preocupaciones de gentes e instituciones que ven, a pesar de los importantes avances logrados en general en esa materia y en particular para los no pocos niños y jóvenes desprotegidos, una forma de lograr modos de realización humana superiores a los ya alcanzados y mejores oportunidades de acceder a bienes culturales

Es tiempo de aprovechar la oportunidad del mágico tiempo cronológico de misterio para todos los niños..., no sólo por lo que puede representar para ellos como individuos sino por las implicancias en una sociedad más justa...

 

D. Donolo – Director

Diciembre, 2000.

 

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