Nueva definición de la patria
No deja de ser una curiosidad que la palabra patria tenga su remoto
origen en patraña, que quería decir “noticia fabulosa”, aunque
su significado más común es “mentira”. ¿Qué
es hoy la patria? ¿Es un intendente de barrio o de pueblo tratando
de “patriotizar” la publicidad cuando él mismo adhiere a un liderazgo
que quiere dolarizar hasta el poncho? ¿es un caudillo xenófobo
en un feudo atrasado, o es un dirigente global que arrendaría la
gestión económica a una auditoría internacional?,
¿es el dulce de leche envasado en un galpón trucho sin certificado
de higiene, el malambo mal zapateado con botas esmaltadas en celeste y
blanco, el mate cebado con yerba cosechada por argentinos con salarios
de esclavos, el Martín Fierro aunque no se lo haya leído,
el tango en un contexto de bailanta?
¿Es Borges, ese genio que podía escribir tanto en inglés
como en argentino, y que decía que las fronteras eran una convención
de los hombres? ¿Es Sarmiento, que nos educó odiando a la
barbarie nacional e importando maestras norteamericanas?, ¿Es Rosas,
que se opuso a la intrusión extranjera, pero eligió Inglaterra
para convertirse en un farmer con botas de potro?, ¿es Perón
que hizo emigrar el embajador norteamericano Braden o es Menem, que se
encarnó en Washington y que usa Anillaco como folklore compensatorio?
¿Son los símbolos cantados en la escuela, aunque toda
la cultura de los alumnos esté ligada al pop corn y no al pochocho?.
¿es la que si se repliega se cae del mundo y la que si se pliega
no deja de caerse?, ¿es la que siente solidario el apoyo extranjero
en sus gestiones de derechos humanos, y la que siente como usurarias las
exigencias de sus préstamos?
¿Es nuestra historia buena o nuestra historia mala, o nuestra
falsa historia que se asume como auténtica para no tener que cambiar
los manuales o no tallar los nuevos próceres en reemplazo de los
que merecen “destallarse”?, ¿es la de nuestro abuelo italiano, polaco
o árabe, o la del antepasado diaguita o mapuche?
Ya casi no logra entenderse qué es la patria. Ni si se encuentra
en el lugar de la noticia fabulosa o de la mentira. O ha pasado a
ser un lugar utópico, un no lugar, que de a ratos nace en el corazón,
pero siempre se la reclama en el bolsillo.
Pitágoras decía: “Cuando tu patria sea injusta adopta
con ella el partido del silencio”. Pero, ¿cuándo es injusta
la patria?, ¿cuándo la injusticia la comete conmigo?, ¿y
si es justa con el otro?
Es extraño que los españoles, por defender a su patria
de la inmigración aluvional, lleguen a exigir visa a los argentinos
que los recibieron aluvionalmente en todo sentido: el humano y el económico.
Pero el mundo se ha vuelto distinto. Los españoles y nosotros
también. Aznar es una prueba inmejorable. Ya no hay nadie que sea
como era. El pragmatismo ha logrado en todas partes un tipo humano “frankesteiniano”
que tiende a ir mutando hacia un estado incoloro, inodoro e insípido.
El ideal del futuro gobernante sin política será una computadora
para que nadie vaya a pedirle nada y cada uno se resigne a lo que le toque,
aunque a la mayoría nunca le toque nada.
En Italia, el patriota Bossi sigue queriendo inventar la Padania, un
país del Norte y prescindir del Sur. En tanto, el mundo aspira a
ser una sola patria y a lo mejor lo consigue. Incluso puede llegar a cumplirse
la proposición post renacentista de Thomas Hobbes: la de que para
unificar el poder haría falta “un Dios en la tierra”, que tranquilizaría
el mundo. Un soberano total, planetario. Un presidente de todos, incluso
con el consenso de Ben Laden, Seineldín y Julio Marbiz. Hasta Karl
Marx enlazaba fronteras proclamando: “Trabajadores del mundo uníos”.
No imaginaba que hoy se cumpliría su consigna, pero con los “sin
trabajo” que cruzan en un bote de un lado a otro tratando de encontrarlo.
El capital entra y sale por donde quiere; produce riqueza y la roba con
una libertad que habla maravillas del mundo.
En cambio, a los seres humanos les ponen límites cuando mayor
es la posibilidad de trasladarse. Felipe II fue un pionero globalista:
“El sol no se pone en mi imperio”, decía extendiendo su mirada sobre
una patria que él iba haciendo según hubiera tierra. Sus
continuadores son más expansivos.
Es difícil el mundo. Nos gusta por todo cuanto contiene y a
la vez nos pone en guardia, porque sólo queremos contagiarnos de
prosperidad, no de pobreza. Contagiarnos de bienes como el de la prolongación
de la vida, no de males como el sida.
Somos permeables a la influencia y también nos sentimos vulnerados
por ella.
Pero sería imposible tratar de volver a la antigua seguridad
patriótica de las fronteras coloniales: “Nada puede devolvernos
a esos antiguos escudos higiénicos. La era de la globalización
es la era del contagio universal”, dicen los autores de Imperio, el libro
que pretende entender el nuevo concepto de las identidades y de las patrias
despatriadas en una sola. Entonces, como reacciones patológicas,
surgen los Le Pen que agitan el patriotismo en su sentido menos universal
y más mezquino. Aparecen los patriotas del lenguaje, del terruño,
del pequeño barrio cerrado donde sólo entran símiles.
Y “despatriotizados” capaces de sacar de remate los órganos de sus
ciudadanos con tal de que no les quiten el carnet por no pagar el diezmo
o el tributo. Por suerte queda gente como Luis Patti. La próxima
patriada será la de pintar las veredas y los tanques de agua de
Escobar con los colores argentinos, como en Tucumán hizo Bussi.
Pero la marea sigue atravesando las patrias sin entender de corazón,
sino de negocios. Y sin considerar el pasado, sino sólo el presente,
ya que el futuro es esa cosa que no existe.
¿Acaso le quedará a la patria, tal como la conocimos
hasta ayer nomás, un reservorio arqueológico al que se recurrirá
como a un recuerdo protegido por la nostalgia? Falta poco para el 25 de
Mayo: nuestros representantes ya habrán conseguido integrarnos al
mundo, si no por la puerta de adelante, por la de servicio. Amenazan que
peor sería ser abandonados en el cosmos viendo cómo la nave
se va sin nosotros.
Nos queda el seleccionado de fútbol. Y no crean que es poco.
Está integrado por jugadores que colman con sus hazañas las
canchas de otros países y vuelven aquí viejos y ricos, y
con acento global, y ya jubilados. Sin embargo, nos convocan sin discriminaciones.
Nos unifican sin sospechas. Porque aunque ellos no ganan, juegan un juego
donde la patria nunca pierde.
Por Orlando Barone
La Nación, 19 – 05 - 02 |
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