A la memoria del No Docente Ricardo Ferreyra
Bestia arrebatado
El.La orden del tordo era desvalijar la Sucursal Nro. 8,
hacer un trabajo limpio y desaparecer.
Ya estaba todo listo, bien planeado. Los otros tres esperarían
la señal. Yo, como de costumbre iría a las siete para
hacer mi adicional. Ellos reducirán al personal mientras yo, encapuchado,
me encargaría de hacer abrir el tesoro, fácil, cuando los
empleados reaccionaran ya habríamos desaparecido.
Me esperaría en Córdoba la Cristina con los chicos para
empezar a vivir bien, se terminará la malaria, este trabajo de mierda
que me tiene podrido, todos los días lo mismo: buscar algún
borracho que cacheteó a la mujer, perseguir algún cafiso
o a los mocosos que se pusieron en curda y patearon tachos de basura, ya
estaba harto, quería ser alguien y para eso hace falta guita, mucha
guita.
¡Que lo parió!... dijo Rodolfo Ferreyra, mientras corría
el colectivo, si perdía "el 6" llegaba tarde y un empleo así
no se consigue todos los días. Cumplió durante meses siete
horas diarias en la Universidad y sin volver a casa, cinco más en
el banco. Era un sacrificio, pero logró el nombramiento y como le
exigían horario completo tuvo que elegir, no lo pensó mucho,
ahí cobraba más del doble. Había renunciado a la Universidad,
a menudo extrañaba los amigos del laboratorio de cómputos,
pero ahora podía darles una mejor educación a las nenas y
quizás hasta mudarse a una casita céntrica, más grande.
María Inés, su mujer, lo había despedido con un
beso y como todos los días lo miraba por la ventana del quinto.
Lo vio colgarse del colectivo en marcha; menos mal pensó,
y se fue a prepararle la leche a las chicas. Era temprano para el colegio
todavía, las miró dormir. Gracias a Dios tenía una
hermosa familia. Ahora ella ya no trabajaba, tenía tiempo para todo,
hasta para ella misma. Frente al espejo del baño pintó lila
sus labios, a Rodolfo le gustaban sus labios y se querían tanto.
¿Mucho trabajo, Rodolfo? preguntó el chofer del
6 mientras detenía la marcha en la parada, justo a una cuadra del
Banco, "Sí, hubo movimientos importantes de plata en estos días,
hay que preparar los balances". Diciendo eso, bajó los escalones
y pisó la vereda negra, brillante, recién baldeada. Sus pasos
húmedos lo llevaban sin apuro, miró el reloj, había
tiempo además era joven, pensó en el futuro y le sonrió
a la vida.
Tarareando la última de Fito llegó a la puerta
de la Sucursal Nro. 8.
Hoy vino a visitarme la Cristina, hace tiempo no venía, no le
gusta este lugar, nos acordábamos de lo del banco, es el único
tema que me saca, siempre me reprocha pero no me dice como se las rebusca
afuera, cómo hace para mantener los críos y andar con
tanta pilcha, aunque ya me lo imagino, nunca fue trigo limpio la
Cristina, aparte no estoy en condiciones de decirle nada, las cosas me
salieron mal ¡qué le vamos a hacer! Ahí estaban los
ocho empleados con esas caras de "a mí no" cuando el boludo de Ferreyra
me arrancó la media y empezó a gritar ¡Vos, Saliva,
vos!
Yo le decía a la Cristina, si el tordo no me hubiera embalado
con toda esa guita estaríamos tranqui como antes, claro, él
fue el único ganador, después me di cuenta, la guita
gorda ya no estaba, lo del robo era un tapón, aunque yo no puedo
hablar, me fusilan. Aparte ¿cómo lo compruebo? ¿Yo
solito contra el poder? ¿Quién me va creer? No me queda otra
que chuparme los veinte años.
Ya sé, le dije a la Cristina, vos no entendés, lo único
que hacés es reprocharme que me pongo ciego cuando me enojo.
¡Hace un poco de frío! Murmuró María Inés,
arropando con cariño al bebe llevado entre sus brazos, su hija la
miró, intentó decirle que no exagerara pero no dijo nada,
después de todo las abuelas siempre exageraban.
Dieron vuelta en Sobremonte hacia Belgrano, María Inés
iba unos pasos adelante, luciendo ese montoncito de ternura sobre su pecho.
Un perfume pesado inundó la esquina y la vio después de tanto
tiempo, chocaron sus miradas. Eran dos mujeres con cosas en común,
un profundo dolor arrastrado desde el mismo día y lugar, aunque
el dolor era distinto, enfrentado.
Cristina esquivó a la familia con la cabeza en alto y
con ambas manos trató de cerrarse el generoso escote. Sintió
frío, el frío del pasado, el de ese día en el Banco
con ocho empleados tirados en el piso, atados de pies y manos, asesinados.
Y su marido ahí mirándolos sin verlos, ciego como un bestia
arrebatado.
Ana Plenasio
No Docente, Facultad de Ciencias Económicas |
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