Opinión
De navíos y borrascas
(o el azar y la necesidad en la interpretación
de los hechos)
He leído con suma atención (y también con creciente
placer), un agudo artículo firmado por el Profesor Hugo José
Daniel Aguilar, Especialista en Ciencias del Lenguaje, que se publicara
en “Hoja Aparte” en uno de los últimos números del año
pasado.
Quiero aquí retomar algunas ideas que, según interpreto,
el autor tan generosamente ha dispuesto poner a disposición de quienes
quieran terciar en la discusión de tan apasionantes temas. Aclaremos,
como gusta puntualizar Silvina Barroso, que las líneas de ideas
que se abren a partir del artículo de marras pueden ser numerosas,
casi innumerables. Pero como nuestra capacidad de comprensión es
finita –como nos enseñó el maestro Perfumo-, voy a detenerme
sólo en dos ideas que llamaron con mayor insistencia mi atención.
Esas dos ideas son la necesariedad de las casualidades y la tiranía
de la lengua.
a)- Para el primer punto, confieso que comparto lo que dice el profesor
Aguilar cuando duda de las cadenas de casualidades y nos sumerge en las
procelosas aguas de la “necesidad azarosa” o del “azar necesario”, según
sea el lugar desde donde se ubique el dubitante espectador para extender
su mirada.
Pienso que desde esta perspectiva, queda tocado un tema muy caro a
los ¿herederos, sucesores, epígonos, tal vez?, de la llamada
cultura occidental. Ese tema es el de la libertad. El libre albedrío,
la predestinación, el destino o todas esas discusiones que desde
antiguo han insumido ríos de tinta, toneladas de papel y en la actualidad
muchísimos metros cuadrados y cúbicos de disketes y compacts,
se irán desdibujando de nuestro horizonte de preocupaciones a poco
que empecemos a pensar al par azar/necesidad como el anverso y reverso
de una misma medalla. Tal vez el Profesor Aguilar, reconocido baqueano
para orientarse en los temas de lingüística, ha querido actualizar
–de paso rindiendo un sentido homenaje- la famosa imagen de la hoja de
papel que tan bien graficara Ferdinand de Saussure y que quizás,
otros se encargaron de desvirtuar.
Uno puede preguntarse, también, cómo se hace posible,
desde estas coordenadas, interpretar lo que pasó. Quiero decir,
cómo se hace para interpretar los hechos que adjudicamos ocurrieron
en lo que llamamos historia. Es cierto que Prieto Elbanda, historiador,
sostiene que la historia no se interpreta sino que se soporta. Y se soporta,
precisamente, porque la cadena de relaciones que podemos establecer entre
los hechos ha quedado sin más sustento que el psicológico.
Nos queda sólo un puñado de hechos –como los objetos que
se dispersan luego de la explosión de una piñata- y ya no
es posible establecer nexos necesarios entre ellos.
En abono de esta línea de pensamiento, el Profesor Aguilar nos
ofrece algún ejemplo impresionante. Si los navíos de Erik
el Rojo hubieran sido los primeros en llegar a estas tierras y nos hubieran
colonizado, tal como lo habían augurado los, digámosle “profetas”,
de esta parte del globo, digo de la hoy “América” hablaríamos,
quizás, en antiguo gaélico o en algún otro idioma
igualmente incomprensible y que, seguramente, seríamos incapaces
de pronunciar.
Es muy posible que si este supuesto se hubiese cumplido, el clásico
máximo de nuestro fútbol sería, por caso, un duro
enfrentamiento entre “Runas Unidos” vs. “Defensores de los Fiordos”. Y
el santuario cordobés, antro mítico que albergó y
alberga tantos memorables encuentros y que se yergue airoso en las esquinas
de Arturo Orgaz y La Rioja, se encontraría en la misma esquina pero
ahora nominada como Jjstruk y Kruttland. Y aún más, si la
tormenta hubiera llevado a Colón, el genovés, hacia las costas
de la actual Sudáfrica, ¿con qué características
hubiera sido el apartheid?, ¿o quizás en vez de apartheid
no hablaríamos de “apartamiento”?; y es posible, extremando el razonamiento,
que Mandela hubiera sido argentino. Son algunos ejemplos, probables ejemplos,
que nos pone frente a nuestros ojos el Profesor Aguilar. Y, a mi modo de
ver, no sólo son probables ejemplos sino que son impresionantes
ejemplos.
b)- La tiranía del lenguaje. El Profesor, con su reconocida meticulosidad
científica, cita a Nebrija, el serio Nebrija. Digo serio, porque
en todos los grabados que he visto de él (de Nebrija), nunca lo
vi reir, ni siquiera esbozar una sonrisa. Confieso que yo lo prefiero a
Vives, más sanguíneo, más imaginativo. Por algo vivió
en Nápoles.
Pero se prefiera a Nebrija o a Vives, el final del camino es el mismo.
La lengua y el afán por su normalización. Claro, Castilla
imitó a Roma. Roma imitó a Egipto. Egipto, tal vez, a los
imperios mesopotámicos (aclaro, volvió a decir Barroso, a
los que estaban entre el Tigris y el Eúfrates). La escritura como
una necesidad de los imperios. Hay que tener claras las cuentas, y para
ello es imprescindible tener un idioma común; común y normalizado.
Pero la vida nos da sorpresas. El idioma común y normalizado,
pese a todo, sigue generando nuevas posibilidades de léxico y estructura,
según sean los hablantes que los usen. La vida sigue su curso, si
el idioma se encorseta, peor para él; su destino, inexorable, le
sople el viento en la proa o en la popa, parece ser convertirse en letra
muerta. Prestigiosa pero muerta, latín dixit...
Me queda como reflexión final volver sobre eso del anillo de
hierro en que se convierte el idioma. Comparto con el Profesor Aguilar
que el lenguaje es el espejo mediante el cual vemos (¿construimos?)
el mundo. Vemos todo lo que hay en el mundo. Y si quiero mirar de otro
modo, debo abandonar mi lenguaje; tal vez, inventar otro.
La moraleja de las enseñanzas del Profesor Aguilar parece ser
esta: si querés dominar a alguien, empezá por hacerlo hablar
en tu lenguaje.
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Prof. Justo A. Sorondo Ovando.
Director del Departamento de Lengua y Literatura. Facultad de
Ciencias Humanas
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