Opinion
Aquel no era nuestro San Martín
Desde hace siglo y medio nos presentaron al San Martín héroe,
al del monumento de bronce y mármol, el que hizo la guerra a los
españoles para lograr una libertad híbrida y superficial,
es el San Martín que descubrió el mitrismo para subirlo al
pedestal, el que no molesta al neoliberalismo de hoy.
Nosotros, en cambio, hablamos del San Martín revolucionario,
el de la liberación.
EL primero cruzó la cordillera de los Andes montado en un corcel
blanco, gallardo, el general de impecable uniforme, el nuestro, por su
supuesto, también atravesó los Andes, pero lo hizo en mínima
parte sobre un burro, y mayormente aferrado a una camilla con dolorosos
espasmos y opio como calmante.
Aquellos que lo subieron al pedestal de la gloria inmóvil nos
dijeron que era hijo del Capitán Juan de San Martín y de
Greogoria Matorral y se escandalizan cuando surge la sospecha de
que su madre no era la que ellos dicen sino una cobriza indígena
guaraní. Es decir, nos ofrecen un San Martín, una imagen
blanquecina y racista. Oculta a nuestro San Martín, al que supo
valorar la capacidad del “populacho” en la guerra por la independencia,
y al que recluto criollos, mestizos, indios y negros.
El del monumento estuvo al servicio de la corona española hasta
que sintió un genérico “llamado de la libertad” que lo embarcó
rumbo al Río de La Plata. El San Martín del pueblo nos dice
que en España era partidario de la Junta Central de Sevilla –que
tenía concepciones democráticas influidas por la Revolución
Francesa-, y que era acérrimo enemigo de la monarquía absolutista
española.
Una vez derrotada la junta por la vetusta Oligarquía monárquica
en 1814, zarpó clandestinamente al Río de la Plata para continuar
la lucha, con similares objetivos. “Solo desenvainaré mi espada
contra los enemigos de la independencia de Sudamérica”, sostuvo
San Martín poniendo en primer lugar lo fundamental. Y al acercarse
los finales de su lucha, quizá como resultado de un balance personal
de vida, en 1822 señalaba: “Tiempo ha que no me pertenezco a mí
mismo, si no a la causa del continente americano”.
Pero mientras San Martín peleaba por ideas y con mística
revolucionaria, en Buenos Aires el presidente Bernardino Rivadavia aceptaba
un empréstito leonino y humillante de la Bering Brothers que abrió
el camino a la entrega de tierras y a los nuevos colonialistas: el imperio
inglés.
El San Martín nuestro odiaba a los monárquicos españoles,
los conocía muy bien en su propia salsa, los trataba de “godos”
y “maturrangos”. Y cuando desembarcó en Buenos Aires, ya tenía
un proyecto político-ideológico acorde con el pensamiento
de Simón Bolívar: la liberación de América
toda, la idea de la Patria Grande.
El del mármol y bronce era un genial estratega militar. Y en
realidad lo fue, pero además –y de esto suelen olvidarse los ocultadores
de la realidad- San Martín utilizó la concepción revolucionaria
de la guerra de todo el pueblo en su lucha liberadora, por eso la convocatoria
a las milicias, las recaudaciones de impuestos forzoso, la creación
de los talleres con Luis Beltrán al frente donde forjarían
las armas de la liberación, y las campañas entre la población
para solventar a su ejército del pueblo.
Nuestro San Martín había asimilado las enseñanzas
del movimiento español de guerrillas en la lucha contra Napoleón
y absolutismo. Y en América respaldó entonces con alma y
vida a los movimientos guerrilleros en Perú, a los de Güemes
en Salta y de Manuel Rodíguez en Chile.
San Martín era masón, un pensador ateo, sin embargo,
la iglesia oficial se esforzó siempre en presentarlo como un “católico”
pleno de gracia, una gracia que lo llevaba a perdonar a sus enemigos,
a ser inofensivo, a dar la otra mejilla, cuando en realidad San Martín
poseía fuertes convicciones, fue miembro de un Logia conspirativa
–la Logia Lautaro- , y no aceptaba impunidades a favor de los maturrangos.
El San Martín de ellos, el que nos pintaron y nos cincelaron
la oligarquía y los poderosos de ayer y de hoy, sigue inerte en
el monumento. Es verdad, resulta inofensivo. El nuestro, por otro lado,
se redimensiona en la lucha antiimperialista y en la integración
de los pueblos que luchan por liberarse. Cabalga, si no en una briosa cabalgadura,
al menos en un burro fortachón. Es un San Martín, con Belgrano,
Moreno y Monteagudo.
El 17 de agosto de 1850 fallecío San Martín muy lejos
de su patria, los aristócratas y entregadores de nuestra política
sabían quien era y por lo que había luchado. Esa es la razón
por la cual demoraron medio siglo la repatriación de sus restos.
Desde entonces se lo mantiene rígido y solemne en los cuadros y
estatuas, luce botas lustradas, como presentó la oligarquía
a sus falsos gauchos, porque los verdaderos, aquellos que no aceptaron
el modelo terrateniente, fueron marginados y exterminados. Como no pudieron
hacer lo mismo con San Martín, lo vaciaron de contenido y lo lustraron
para que esté lindo. Pero está muerto, y a su alrededor
se cuentan cuentos de hadas y se lo disfraza a la mejor conveniencia
del poder.
Nosotros no aceptamos esa historia oficial y acomodada, tenemos a nuestro
San Martín vivo en las ideas. Aquel no existe, carece de la
fuerza para seguir latiendo en los nuevos tiempos. El nuestro –y esto es
lo fundamental –tiene la capacidad de reproducirse en millones, de impulsar
la mística por la revolución, de seguir siendo ejemplo vital,
porque mientras para aquel San Martín la lucha liberadora ya terminó,
es cosa del pasado, para este San Martín, en cambio, la lucha continúa
y vamos por la segunda independencia. San Martín aguanta, empuja
y clama por la PATRIA GRANDE
|
Flavia Gabriela Urquiza.
DNI 29.788.147.
Estudiante de Licenciatura en Ciencia Política-Quinto
año
Movimiento Universitario de Izquierda –MUI- |