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En
tiempo de los faraones, los escribas debían grabar en los papiros
la historia de sus amos, vivían de sobresalto en sobresalto cuando
registraban para la eternidad cuando registraban para la eternidad los
hechos gloriosos del imperio. Los jeroglíficos debían dar
hasta los pormenores de la vida mortal de aquellos dioses vivientes para
que en el “más allá” se les tuviera en cuenta, alojándolos
en lo más encumbrado del paraíso. Dioses y divinidades menores
andaban, desde acá, para arriba y para abajo, mandando mensajes
grabados en las piedras para abonar, presuntamente, glorias legítimas
y de las otras, que también hubo chanchullos, adjudicarse obras
inexistentes y borrar lo hecho anteriormente por la política opositora,
al más puro estilo actual, primermundista y neo-liberal. El escriba
pagaba con su vida cualquier minúscula omisión, cualquier
involuntario no ceñirse a lo que el Faraón ordenara. Ahora,
si el escriba era contratado para narrar la verdad, aquello no era contrato
de trabajo, era directamente un suicidio.
Desde Homero hasta Rodolfo
Walsh, desde Dante a Haroldo Conti se persiguió al que se dispuso
ser, por cuenta propia, un fiel testigo de su tiempo. El primer síntoma
de autoritarismo de los gobernantes es silenciar, o perseguir a quien como
los antiguos escribas no prodigaban loas a sus gobiernos o desgobiernos.
“Los libros no son objetos
inanimados”, supo decir Milton, el inglés autor de “El Paraíso
Perdido”, ya que libro que se lee es lo más viviente que pueda concebirse
y es tan fuerte su vitalidad que vence todos los obstáculos, prohibiciones,
calumnias y hogueras. Los verdaderos libros se elevan muy alto sobre oídos,
pasiones, y venganzas mezquinas, sobrevolando la estupidez humana, tan
natural en los déspotas.
Riquísima e imponente
sería la biblioteca formada por las obras literarias perseguidas,
incineradas y prohibidas por la férula de los mandamases que creían
poderse salvar del juicio de la posteridad. No ha habido tirano que se
sintiera enviado de Dios, Mesías prometido ó Salvador de
la patria, pero allí también estuvieron los que no empuñaron
lanzas ni fusiles, sino esa arma pequeña, sutil e incisiva que es
la pluma para registrar sus crímenes, sus latrocinios, su indignidad.
Retratistas implacables,
los grandes escritores se empeñaron a lo largo de los tiempo en
reflejar el drama de los pueblos sometidos y el perfil de los presuntos
salvadores de patrias y de mundos. Por eso, por sus descarnadas descripciones,
por su ironía, por su agudeza, fueron perseguidos, no sólo
en sus tiempos, sino por todos los que se sintieron señalados.
Al nacer la literatura,
también nació la persecución. No se gestó,
como algunos creen en épocas inquisitoriales. No. Homero fue censurado
600 años luego de conocerse su obra en toda Grecia y fue justamente
Platón, el inmortal autor de “El Banquete” el que se pronunciara
más desfavorablemente sobre algunos pasajes de la Ilíada
y la Odisea argumentando que eran escandalosos y atentaban contra la moral.
La persecución literaria
se origina en tres razones: religiosas, políticas y morales.
Tras la implantación
de las grandes religiones hubo atroces guerras que se dijeron “santas”.
Quién las difundía pagaba con su vida tal apostolado. Los
libros religiosos fueron llevados al fuego como medida para evitar su propagación.
Así se demonizaron obras significativas y valiosas. Luego la persecución
fue política, sin duda la más duradera, porque llega hasta
nosotros en tiempos muy cercanos. La última dictadura se ensañó
con libros de ciencia, literatura y de contenido ideológico. Grandes
crímenes y represiones brutales se cometieron en nombre de la patria,
las buenas costumbres y la religión. La moral ha sacrificado obras
valiosas y geniales tales como el “Decamerón” de Bocaccio y “Ars
Amandi” de Ovidio.
En Rusia, Italia y Alemania
predominó la persecución política en épocas
de Stalin, Hitler y Mussolini. Para estos dictadores todo tufillo libertario
era perseguido a muerte desencadenando purgas literarias y exilio en sus
autores.
Cien veces fue sentenciada
“La Divina Comedia” mandándosela al fuego, pero sobrevive a sus
verdugos. El “Decamerón” desencadenó todos
los rayos papales sobre el encanto y la gracia de las regocijantes aventuras
eróticas de frailes y monjas libertinos. Pese a la persecuta decretada,
el libro se leía a hurtadillas, en el mayor de los secretos para
luego ser comentado en atrios y tabernas.
Y aquí está
el premio más codiciado para el autor: cuando advierte el impacto
que producen sus palabras y el vigor de sus ideas. Cuando estrofas y frases,
vuelan de boca en boca, festejadas, aplaudidas, combatidas y cantadas.
Cuando pueblos enteros leen, comentan, discuten una obra es cuando el escriba
toca con sus dedos la inmortalidad. Y a veces ocurre lo que dijo Antonio
Machado “Ya nadie recuerde al autor”. Ese es el momento en que la obra
trasciende, vive.
Shakespeare fue también
perseguido y proscripto en su “Rey Lear”. Los espectadores de la obra encontraron
un enorme parecido con su propio y loco Rey Jorge III. ¡A cerrar
el teatro y a silenciar al poeta!
América Latina tiene
una verdadera legión de escritores perseguidos, silenciados, exiliados
y asesinados.
El “Martín Fierro”
de Hernández no cayó muy bien a los jueces de la época.
José Mármol
se atrevió a pintar la época de rosas.
Miguel Angel Asturias, el
gran guatemalteco, se tuvo que exiliar luego de su “Sr. Presidente” donde
retrató a todos los tiranos de balcón.
Gabriel García Márquez,
Pablo Neruda, el peruano César Vallejo... Tantos, hasta llegar a
los que desaparecieron con la última dictadura.
Y todos hicieron uso de
esa imaginación portentosa que adornaba sus intelectos, esa fantasía
loca y genial para mostrarnos las más crudas realidades.
Porque enseña más
que la historia, una novela; concientiza más una poesía que
una arenga, y siempre se ha marchado a la guerra con una canción.
José Guadalupe Posada (1852-1913). Grabador
Mexicano. La Prensa mexicana de cambio de siglo era muy amiga
de sensacionalismos hirientes y de burdas invenciones. El arte de Posada
materializaba delirios de tinta y mordientes rumores.
(*) por S u s
a n a D i l l o n
Escritora argentina |