La crisis de nuestra época es moral. Se han abolido los principios y las normas rectoras de la conducta. Gobernantes y políticos lo saben y se pronuncian públicamente en contra. La práctica, sin embargo, les impone sus reglas, que se resumen en la maquiavélica premisa de que el fin justifica los medios. Todo es válido, si se gana. Hay premios, pero no hay castigos. 
Los intelectuales –filósofos, pensadores, científicos, escritores, psicólogos, sociólogos- intentan hacerse oír. Nadie los escucha, como en un naufragio. O sí. Pero lo que dicen es olvidable, lírico, risible incluso. Y aunque las advertencias despierten conciencias e inspiren reflexiones, no alcanzan. La inmensa mayoría, ciega y sorda, corre tras el triunfo, el poder, el espacio que debe conquistarse y conservarse a cualquier precio.  La inocencia y el amor se destierran al ghetto de las ingenuidades. 
Se roba y se vive en paz. Se traiciona y ninguna voz interior se levanta. Se mata, y solo importa borrar las huellas del crimen. El planeta es saqueado, enrarecido, la juventud no halla caminos y se desempeña en la droga, el ocio estéril, las actividades que lindan con el delito. Un narcotraficante es más poderoso que un estadista. Un fabricante de armas es más persuasivo que el Papa. Cualquier delincuente enriquecido ingresa al olimpo de los intocables. Las religiones sucumben a los fanatismos étnicos. 
El tener, siempre el tener. El tener por encima del ser. 
La cultura no da la espalda al desastre y en muchos casos denuncia con valentía causas y efectos nocivos, privilegia el espíritu, clama por intereses puros. Y poco o nada consigue frente a un mundo que se complace en despedazar y despedazarse. 
¿Qué hacer? ¿Entregarse al desaliento? Todo lo contrario: seguir. Quienes creen en la trascendencia del hombre, en esa tríada imprescriptible del bien, la verdad y la belleza, están llamados a continuar braceando en aguas insalubres. Son los sobrevivientes de un sentido superior de la vida. Es cierto que congresos, conferencias, simposios, convenciones, mesas redondas, terminan resignando sus conclusiones a un destino de cajones de escritorios que no vuelven a abrirse. Aun así, si los representantes del alma se abandonan a la horda, qué esperanzas quedarán de salvarnos... 
Es imperioso tomar conciencia de lo que somos. Es impostergable que nos veamos a nosotros mismos en toda nuestra capacidad de crueldad, de daño, de competencia salvaje. Tal vez la educación pudiera ayudarnos al autoconocimiento. Pero los planes de estudio no consideran que, primordialmente, el conocer tiene que obrar como un espejo que nos muestre nuestras fealdades. 
Desde la infancia, sistemáticamente, hemos de aprender a vernos cómo somos. No criaturas angélicas, sino criaturas voraces, en las que siempre está latente el lobo. Imposible ignorar las conquistas del pensamiento, de la ciencias y de la técnica, el mágico dominio logrado sobre la materia y sobre la naturaleza. Cómo negar que la humanidad aún produce héroes y santos. Pero lo que se destruye es superior a lo que se construye. 
Mientras prosigamos aferrándonos a imágenes complacientes de nuestra condición, en tanto le mintamos al espejo, no podremos limpiar nuestras gargantas de esa sobra velluda que desde el atavismo cavernícola se empecina en ensuciarnos la sed. 

(*) por   O s v a l d o    G u e v a r a 
Poeta argentino