Se nos pregunta acerca del futuro, y sin ánimo de consultar la esfera de cristal o las hojas del té, pienso en ese artificio de calendario llamado futuro, y para nada me remite el concepto a algo que venga como consecuencia del presente y mucho menos del pasado, como solía darse antiguamente.  

Y es que el futuro ya no es como antes, como aquello pretéritos futuros, si no esperanzadores en todos los casos, al menos promisorios y hasta predecibles, si se quiere, pero fundamentalmente construidos sobre la base de la creencia inamovible en que cada quien era arquitecto del suyo propio, responsable de su porvenir y del porvenir de su pueblo... 

¡Eran otros tiempos! Definitivamente, al futuro le iba mejor en el pasado. 

Hoy nos reunimos aquí para hablar del futuro como si nos perteneciera, como si en algo pudiéramos mejorarlo a modo de cirugía intrauterina para que nos naciera mejor. 

Nosotros no inventamos la globalización, ni la mundialización, ni el “Nuevo Orden Internacional”, ni nada de eso, de ahí que con todas esas imposiciones, hablar ahora del futuro del país resulte tan ingenuo como pensar en que tenemos alguna cuota de decisión en su construcción. 

Hablo hoy, un 25 de febrero del año de los señores de 1998, de los señores dueños del futuro. Apenas anteayer supimos que el Secretario General de la ONU había logrado un acuerdo con el gobierno irakí. Todavía no sabemos si dicho acuerdo tendrá la fuerza necesaria como para evitar la guerra, si dicho acuerdo será de la graciosa satisfacción de los dueños del futuro, o si pese a los explícitos deseos del común de los habitantes del planeta, la guerra se llevará a cabo así sus víctimas se cuenten por miles. Ellos y no nosotros son quienes pueden hablar del futuro, porque le pertenece, porque en sus designios incomprensibles, pueden armar hasta los dientes a un gobierno para aplastar después de todo su pueblo con su desfile de moda bélica. 

Entonces se aclara el oscuro concepto de globalización, cuando ningún punto del planeta queda lejos del amargo sitio donde estallen las armas bioquímicas y sin embargo, nosotros, vecinos colindantes de ese punto, no somos tomados en cuenta cuando decimos que hay que hacer hasta lo imposible por evitar un nuevo desastre de esa magnitud, cuando decimos que antes de la era espacial, de la posmodernidad, del derroche de dinero y mal gusto de Hollywood y del apetito perruno de los fabricantes de armas, está la tajada más grande del mundo muríendose de hambre y de absurdo, y que de futuro no tiene nada, sino de imperturbable presente que no cambia ni va para ninguna parte.  

No nos es dado hablar ni imaginar siquiera un futuro de nuestro país, o el futuro de cualquier país, sin tener en cuenta que el futuro viene ahora prefabricado, como casi todo, que no es aquí donde se decide, y que sea cual fuere la decisión, no nos queda sino acatarla, ¿o es que acaso alguien puede detener al avión invisible, o al ejército viral, o a la armada bacteriológica que nos caería a todos por igual el día en que tan distinguidos señores se decidan a acabar con el planeta? Pero cuando digo acatarla, lo hago desde la rabiosa resignación de quien no tiene en sus manos el poder de encerrar a tan distinguidos señores en el zoológico que se merecen, y devolverle al mundo el nunca del todo perdido sueño de paz y la ilusión de que con el paso del tiempo es posible mejorar las condiciones de la vida. 

En eso creo que se ha convertido aquel antiguo futuro en el que todo creíamos y del que todos nos sentíamos responsables, y mientras países como el nuestro, miembro no permanente del consejo de seguridad de la ONU no considere suyo el destino de cualquier otro pueblo, y grite hasta enmudecer que, por definición, no hay ni habrá guerra que no pueda ser evitada y por lo tanto no apoyará jamás la iniciativa de soltar a la jauría, como si el beneplácito de los dioses hubiera de librarnos como a un pueblo elegido del destino del resto de la humanidad, hasta entonces no seremos dignos de pensar en un futuro que sea nuestro.  

(*)  por  F e r n a n d o   C o n t r e r a s   C a s t r o 
Escritor costarricense