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«Te levantas
sabiendo mi nombre, cada noche tengo uno distinto»(1)
Una vez más, nos reunimos
en congresos, foros, agrupándonos de todas latitudes, tocándonos
casi, sólo para comprobar que aún existimos, que pase lo
que pase, a escondidas o en público, seguimos escribiendo.
A pocos días de ser
los viejos de mierda del siglo pasado
En unos meses más,
seremos todos y todas, escritores, críticos, autoras, intelectuales
del siglo pasado. No importarán las viejas discusiones acerca de
las barreras generacionales, la crítica literaria, la función
o no función del escritor frente a los medios de comunicación
masiva, el marketing o no de nuestros textos, si las mujeres venden libros
sólo por curiosidad o actitud perdonavidas de los hombres, los microespacios
para la cultura en la prensa, la reducción presupuestaria, las feministas
o antifeministas, los indígenas y su supervivencia cultural, el
Nafta, el Mercosur, o lo que sea.
Sospechosamente nos mirarán
las nuevas generaciones, olerán a nuestro paso por si traemos el
mal de la muerte. Caminaremos como museos vivientes de un siglo que lo
tuvo todo y todo lo perdió en un abrir y cerrar de muros o pestañas
a control remoto. Se nos invitará a foros y conferencias para dar
«testimonio» del pasado, para contarle a los niños cómo
fue. Los viejos y viejas de mierda del siglo que pasó.
Nuestros textos se habrán
escrito en el siglo que se fue, nuestro pensamiento habrá quedado
enredado en algún pubis adolescente cuando el galán susurre
con voz de antiguo «como dijo X en el siglo pasado...». Nuestro
dolor será parte de poleras alusivas en el pecho de algún
estudiante que nostalgia lo desconocido. Nuestros libros, nuestros artículos
en los diarios, nuestras publicaciones sesudas, nuestro aparataje teórico,
nuestra construcción cultural, nuestro internet, nuestras batallas
cotidianas, todo, sepultado bajo la lápida de un siglo agitado,
para que los eruditos nuevos lo estudien como se estudia lo viejo; arriscando
la nariz con entusiasmo.
Nos preguntarán qué
hicimos por el cambio, si estuvimos cuando había que estar, si somos
previos o posteriores a Hiroshima, si nacimos antes o después de
la televisión, o cómo le pudimos tener miedo a ese abuelito
patético lleno de medallitas sentado en el Congreso Nacional (*)
y salpicando de babas seniles a los concurrentes. Nos escupirán
a la cara por no haberles dejado siquiera un miserable rastrojo de sueño
al que perseguir, por haberlos dejado huérfanos de deseos, por haberles
matado la rebeldía con el consenso, por no haber amado lo suficiente
para dejarles algo por qué vivir.
Entonces, nosotros y nosotras
sacaremos álbumes desteñidos con fotos de sociales, columnas
llenas de denuestos para algún escritor/a que olvidamos, peleas
generacionales que les harán sonreir, teorías gastadas por
el seguidismo o el desuso. No podremos enarbolar la memoria, porque a diario
estimulamos el alzheimer social, la más cómoda de las traiciones.
Y nosotros y nosotras, museos
del siglo pasado, lloraremos por lo que no hicimos, por el tiempo perdido
en estúpidas rencillas personales, por ir en nombre de lo individual
olvidando el colectivo.
Les diremos que nuestro
siglo pasó muy rápido, que ni siquiera pudimos leer nuestra
historia y menos ver la película. Justificaciones, el arma que sí
aprendimos a usar.
En unos pocos meses seremos
los viejos de mierda del siglo pasado.
El verdadero desafío
está en conseguir un mundo perdido en unos pocos meses. Levantar
la palabra, los nuevos códigos, los nuevos lenguajes, y empezar
el susurro en el oído para que sea el grito final de un milenio.
Contar cuentos, escribir novelas, hacer hincapié en la increíble
producción textual de estos pocos meses. Prefigurar un sueño,
hacer estallar el cielo con el imaginario. Atesorar palabras, trocitos
de maderas, arenas de lugares remotos, acordes de Bach, rostros amados,
vida, versos, pasión, deseos y susurros inconfesables.
Recordar esa vieja leyenda
hindú que no dejo de repetir en cada lugar donde voy (y aquí
no será la excepción). Va un rico mercader por el desierto
y encuentra a un mendigo muriendo de hambre. Le habla, insiste en que es
innecesario que muera y le regala dos monedas.
El mendigo corre hacia la ciudad. El mercader tarda un poco más,
con sus mulas cargadas y su dinero. Al llegar, se encuentra con el mendigo
y pregunta qué hizo con las dos monedas.
El mendigo responde: «Compré un pan, para tener DE QUÉ
VIVIR y una rosa, para tener POR QUÉ vivir”.
En estos pocos meses que
nos quedan, dejemos de lado los eventos, las políticas banales,
la amistocracia, el individualismo, las derrotas, los miedos, y volvamos
a cantar esa vieja canción del siglo a todo pulmón y sin
rendirnos: «quien dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer
mi corazón».
(1) De una canción de Joaquín Sabina.
(*) La autora se refiere a Augusto Pinochet Ugarte, quien juró
como Senador Vitalicio en marzo de 1998.
Obra «Alegoría de California» de Diego
Rivera. 1930/31.
(*) por
P í a B a r r o s
Escritora chilena
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