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Temuco,
Región Mapuche. Luna del Verdor
El ser mapuche hoy día
sigue siendo la manifestación de una diversidad alimentada por una
misma raíz cultural, del Arbol sostenido por la memoria de nuestros
antepasados. El Gran Canelo que plantaron los padres de nuestros padres,
me dicen. Nuestros Espíritus son las aguas que siguen cantando bajo
sus hojas, habitados -como vivimos- por una manera propia de ver el mundo.
Con eso vamos por la Tierra.
Esto adquiere mayor fuerza
cuando -como sucede actualmente- la identidad mapuche e indígena
en general, está cuestionada y cuestionándose no sólo
en la realidad citadina, nos dicen, sino también en la rural; sobredimensionada
por los sistemas estatales que continúan empeñados en mantenerlos
relegados en espacios territoriales denominados «reducciones»
y en ciertos ámbitos del Ser contenidos en los conceptos de lo «puro»,
lo «incontaminado», como idea de lo «estático»
o de «arreduccionamiento» en lo «auténtico»
(definido, tal significado, por el sistema hegemonista) y de consiguiente
negación de validez en los mapuches de la energía universal
que posibilita el enriquecimiento de la interculturalidad. Asimilación,
nos dicen, y no la voluntaria apropiación de elementos culturales
ajenos, que por surgir de una necesidad ineludible de amable confrontación
fortalecen la cultura de origen.
La historia de nuestro continente
en general, y la historia del pueblo mapuche en particular, es -como se
sabe- dolorosa, pero por sobre ello sigue vigente la maravilla del Soñar.
Mientras hay pueblos desarraigados, nos dicen, nosotros -aún en
medio del tráfago de la ciudad- podemos sentir la calidez del fogón
que es el pensamiento de nuestros abuelos y de nuestros padres. Mas la
dualidad que constituyen Trentren -la serpiente de las energías
benignas- y Kaykay -su contraria-, luchando dentro del universo que somos
cada uno de nosotros, nos está diciendo ahora que también
vamos por el sendero transitado y polvoriento que ha ido ocultando las
flores del lenguaje, las flores del entendimiento, del modo de ser. Subyacen
allí las utopías aparentemente desaparecidas.
El caminar diario en el territorio
de nuestra gente, nos dicen, tiene que ver con los pasos del viento, pero
también con los del más pequeño insecto. Con la mirada
del cóndor en alto vuelo, mas también con la oruga.
Con el grito de los ríos torrentosos, pero también con el
silencio de los lagos. Con la prestancia del huemul mas también
con la humildad del pudú. ¿Puede el bosque renegar del avellano
solitario? ¿puede la piedra solitaria renegar de su cantera?
Gvnechen nos está
mirando desde el Oriente. Que ojalá estas líneas -que son
una memoria, una constatación, una búsqueda- sean también
un mínimo aporte para el inicio del necesario, urgente diálogo
entre mapuches y chilenos; que nos acerque en la conversación, el
nvtram, de nuestros Mayores; y que evidencie los vasos comunicantes que,
más allá o no de nuestros deseos -y sin aún habernos
encontrado-, me parece han influenciado mutuamente a nuestros Pueblos...
Hermosa morenidad
... Por último, sin
ser un «incontaminado buen salvaje» sino -reitero- un ser humano
en permanente recreación por readecuar -y así recuperar-
su propia armonía, a través de la apropiación de elementos
culturales ajenos -de acuerdo al ejemplo, a la enseñanza de Leftraru-,
uno escribe desde la mirada de la cultura a la que pertenece (el gesto
que nos habita), no hay otra posibilidad. Y de allí todas las posibilidades
que eso implique.
Entonces traigo nuevamente
a la memoria algo que he citado en otras oportunidades. Se trata de la
presentación del Estado chileno en 1915: «Los indígenas
de Chile eran pues escasos, salvo en la región sur del valle longitudinal,
esto es, en lo que después se llamó Araucanía. Por
otra parte, las condiciones del clima muy favorables al desarrollo y prosperidad
de la raza blanca, hizo innecesaria la importación de negros durante
el período colonial... A estas circunstancias debe Chile su admirable
homogeneidad bajo el aspecto de la raza. La blanca o caucásica predomina
casi en absoluto, y sólo el antropólogo de profesión
puede discernir los vestigios de la sangre aborigen, en las más
bajas capas del pueblo». Y, recordemos también la cita
de Paul Reinsh -que el sociólogo estadounidense A. Bauer anota en
su libro «La sociedad rural chilena. Desde la conquista española
a nuestros días»-: «Esta sociedad constituye actualmente
la única aristocracia del mundo que todavía tiene completo
y reconocido control sobre las fuerzas económicas, políticas
y sociales del Estado en que vive».
Chile, especialmente su oligarquía,
sólo se «identifica» (es sabido) -en el extranjero-
con el araucano mítico, pero en ningún caso con el mapuche,
a quien por sus luchas por reinvindicar sus territorios, su idioma, su
cultura, su autonomía -el desarrollo de su historia actual-
ve como a un «subversivo». Si no olvidamos cómo se va
agravando la situación en nuestra zona pewenche, o lo que está
sucediendo en Chiapas, por ejemplo, podemos comprobar -una y otra vez-
que Chile, como casi todos los países de este continente, está
aún lejos de aceptar -de manera real y profunda- la diversidad cultural
y su propia -hermosa- morenidad. En la práctica hay un total
desentendimiento de lo positivo, del gran enriquecimiento que eso significaría.
Sumidos en el triunfalismo, en el egoísmo, la vanidad del libre
mercado, se siguen cerrando las puertas al diálogo, la posibilidad
del verdadero crecimiento. Ello implicaría -entre otras muchas cosas-
un cambio en el enfoque de la historia chilena (a un enfoque global, de
su totalidad, me refiero), que ya no podría hablar, por ejemplo,
de «Pacificación de la Araucanía en 1883» («¿Pacificación
de los chilenos en 1973...”?)
Aquí ha habido un
encubrimiento, un ocultamiento, de nuestras culturas por el hegemonismo
de la cultura dominante. Pero nuestro interés no ha sido salvar
muros para proyectarnos hacia el mundo chileno como la expresión
parcelada de nuestra cultura, sino de permanecer en la recreación
de su totalidad, y de dialogar -hasta donde sea posible- desde esa posición
con la cultura chilena y con otras también. Creo que nunca hemos
pensado que la nuestra sea «la» cultura que reencantará
al mundo, como lo ha señalado alguien -como otra forma de racismo-,
sino una más: al mundo lo reencantan todas las culturas o no lo
reencanta ninguna. Nosotros sí reclamamos y luchamos para seguir
viviendo en ella. Su memoria es nuestra oralidad, nuestra escritura -o
mejor dicho, nuestra oralitura-, que de otro modo no existiría.
Es su visión del mundo la que deseamos dejar como herencia a nuestras
hijas y a nuestros hijos, así como nosotros la recibimos de nuestros
Mayores.
Me parece que un desafío
ético del Chile Presente es asumir la cultura, la Vida, como
la Totalidad que Es. La suma es el Total, su hermoso tejido. Ello significa
memorar que todas las culturas humanas empezaron en la oralidad. La oralidad
le da (contiene) el justo valor a (de) la Palabra. Eso, me parece, devolvería
a Chile su perdida conversación -que aún sostiene nuestra
Gente-, y con ella el Recordar -que no es otra cosa que el No Olvido-.
Un camino para respetarse a sí mismos, única forma de respetar
a los demás.
Mientras tanto nosotros decimos
que la estigma-tización, la discriminación, no ha podido
ni puede silenciar los cantos de nuestra gente -a orillas del fogón-
hablando del origen de nuestros Antepasados, del primer Espíritu
mapuche arrojado desde el Azul. Por eso también decimos que entre
el vuelo de un falso cóndor y el lento moverse de la «modesta»
oruga, es preferible el movimiento de las orugas. Cada una de ellas moverá
una hoja y otra y otra, se producirá un murmullo inicial de colorido
entusiasmo; pronto el bosque entero se va a mover, y luego va a levantarse,
levantando así la imaginación, la esperanza, los Sueños
y la acción de todo un pueblo. Nuestros Pueblos.
(*) por
E l i c u r a C h i h u a i l a f
Escritor chileno |