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El presente texto es el resumen
de un ensayo sobre los peligros que puede traer a los países pobres
frente a los ricos “una globalización mercantilista, un desarrollo
sostenible en el saqueo y un intercambio tecnológico basado en la
concesión desmedida de privilegios que sólo aporta la falsa
modernización de empobrecidas economías y culturas».
El horizonte es el entorno
que nos rodea y nos puede llevar hacia metas luminosas, inspiradoras de
un crecimiento equilibrado y justo en que se compensen desigualdades, y
alentadoras en un afán de superar las distancias que nos alejan
para no caer en el desánimo de la incomunicación que ahonda
las fallas estructurales que nos arrinconan en el ciclo inacabable de la
explotación. Pero el horizonte también nos puede ofrecer
un paisaje incierto y bastante oscuro que nos llena de sacrificios, nos
sume en el ámbito de la desesperanza, nos depara una fatalidad de
espejismos que esconden por momentos la realidad de un naufragio y nos
arrincona en la derrota de una pobreza espiritual y material con déficits
de recursos humanos y naturales, cada vez más altos, más
agudos y más críticos.
Ante un horizonte incierto
y bastante oscuro, ¿cuál es el papel de los creadores?
Cualquier forma de expresión
artística y por ende cultural, busca exaltar los mejores valores
de los seres humanos y de la época a la que se refiere. No maneja
elementos materialistas ni monetarios, en cierta forma se aleja de los
tratos comerciales en su empeño de emprender su obra, para lo que
requiere concentración, silencio y disciplina, no exactamente dinero
en sus distintas formas de expresión.
Pero el creador no es inocente,
ni vive en el limbo. Está inserto en una sociedad, en un tiempo
determinado, tiene sus ojos muy abiertos y padece en su condición
humana de los males, de los bienes, de las limitaciones y de las esperanzas
correspondientes a su época y a su medio social. Sabe muy
bien que cuando las ideologías se fanatizan hay riesgo de que todos
o muchos pierdan su derecho a la libertad y quizás hasta se sacrifiquen
sus vidas. Está consciente de que cuando un Dios y su específica
doctrina pretenden ser exclusivos, están ahogando las energías
positivas de creer en algo superior y eterno al que es posible acercarse
por medio del amor. Conoce que el capitalismo crudo o el neoliberalismo
disfrazado de comercio libre y de mercado global, puede hacer aún
más difíciles las limitaciones que ya castigan a los pobres.
Por eso con su obra denuncia estos peligros, se opone a que imperen inflexiblemente
en las sociedades menos desarrolladas, invita que se sueñe de manera
colectiva en un entendimiento universal que destrone las políticas
que endiosan el monetarismo y desde su trinchera artística lanza
ideas que a muchos parecen disparatadas pero sólo procura reflexionar
sobre los posibles remedios a los males.
Los países pobres
en esta región no lo son tanto como se enseña en los documentales
concentrados en las urbanizaciones menos favorecidas, provistas de viviendas
miserables y carentes de cualquier servicio público elemental. Como
el resto de las naciones, tienen dos recursos básicos: los humanos
y los naturales. La combinación entre ambos debidamente armonizada
y de manera inteligente tratada, trae como consecuencia el capital, el
que se debe emplear en un desarrollo continuo que vaya beneficiando a los
pobladores que todavía no alcanzan los beneficios de la civilización.
Para ello debe trazarse un
plan de prioridades, en que juegue un papel predominante el abastecimiento
de los alimentos para toda la población, un desempeño eficiente
y habilitador de los servicios educativos en manos del Estado que llegue
a las zonas urbanas y a las rurales, un sistema de salud y de seguros sociales
con igual cobertura, sin descuidar la seguridad ciudadana que de manera
civil, no policial, garantice la vida en armonía y sin violencia.
El resto de los esfuerzos nacionales se puede dedicar a la exportación
y al intercambio comercial, siempre que los recursos naturales que se empleen
sean sustituidos por otros en forma coordinada y consecutiva.
Muchas veces los países
pobres tienden a desestimar los recursos humanos de que disponen con políticas
paternalistas y un proteccionismo exagerado que destruye su creatividad,
su poder de inventiva y su habilidad de iniciativas. Las familias de más
bajos ingresos, sin empleo fijo y estable, bajo el conjuro de la necesidad
apremiante se reúnen, se organizan y con materiales desechados construyen
urbanizaciones en áreas hostiles y riesgosas. Eso lo hacen de una
semana a la otra, sin dar tiempo a las autoridades a que paren o destruyan
sus precarias viviendas. Casi en un cerrar de ojos se las ingenian para
proveerse de los servicios básicos. De ese foco de miseria enfilan
sus esfuerzos de mejorar el hogar y de afirmarse como pueden en un mundo
que parece haberlos olvidado.
Este tipo de urbanización
que crean de modo improvisado, es el que figura como mayoritario en los
grandes centros urbanos de toda América Latina.
¿Qué hacen
los gobiernos para aprovechar esa fuerza de trabajo tan palpable y tan
rica en posibilidades de desarrollo? Nada positivo, porque si no ordenan
el desalojo y la destrucción de los ranchos construidos, los trasladan
a centros urbanos que llaman “dignos” y son la visión en cemento
de todos los límites que una sociedad pujante impone a los que considera
incapaces, inhábiles y carga social por el simple hecho de ser pobres.
Debe admitirse que los países
pobres están llenos de contradicciones y una de las más notables
es el desperdicio de recursos, tanto humanos como naturales. Pero lo que
resulta odioso para los intelectuales es que sus gobiernos se acojan a
las libertades parciales y a favorecer a los poderosos mediante la oferta
y la demanda, o que adopten las políticas económicas del
neoliberalismo sin importarles el hambre creciente de nuestros pueblos.
Los que se sientan a las
mesas de negociación, ya sea para el arreglo de las deudas externas,
para los tratados bilaterales, regionales o globales, o ya sea para privatizar
o alterar bienes y servicios que representan un buen negocio para los que
manejan el poderío económico, nunca representan los intereses
populares. Pareciera que de un lado están los que conceden beneficios
cargados de intereses por cobrar y del otro los que otorgan gratuitamente
facilidades para los negocios prósperos. Los demás no sólo
no aparecen sino que también no cuentan para nada, aun cuando sean
las víctimas de todo el negociado.
A lo Bertold Brecht los intelectuales
no se preguntan quiénes construyeron las pirámides. Saben
que no fueron los faraones pomposos y arrogantes, sino los esclavos-hormigas
capaces de mover piedras, de escalar una sobre otra hasta completar el
monumento. A esos trabajadores que no aspiran al poder ni al mérito
político, la humanidad les debe las grandes obras.
Como intelectual, felizmente
no economista servil a las nuevas tendencias, pido que volvamos nuestros
ojos a los trabajadores y a la naturaleza, para que les demos la oportunidad
de la palabra. A lo mejor sólo aspiran y desean decir: ya basta.
Detalle de la obra
«La Gran ciudad de Tenochtitlán» de Diego Rivera. 1945. |