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El
cielo nublado.
Catalina
sentada,
casi
acurrucada, con su atadito
de
ropas,
junto
a uno de los pilares
del
puerto.
Mira
con atención a su alrededor, casi con desesperación, y grita:
¡Michele!,
¡ Michele!, ¿dove vai? !Ritorna! ¡Ritorna presto!
¡La
nave pronto partirá!
1894...
partire per l’america,
El puerto de Génova
estaba atestado ese día. Una verdadera muchedumbre, algunos contentos,
otros esperanzados. Muchos con el rostro lleno de indisimulable preocupación.
Cada cual arrastraba alguno de sus pocos bártulos hacia la rampa
de acceso del barco que los llevaría a la Argentina.
Catalina, Domingo y Miguel
Germanetto,
de 12, 14 y 15 años
dejaban Italia. Ya lo habían hecho para siempre con el pueblo
de Pervere, en el Piemonte, para emprender un largo e incierto viaje.
Ya era la hora de partir,
de dejar la amada tierra que los había visto nacer hacía
tan pocos años. Con el dolor todavía ardiente, a flor de
piel y bien profundo, dentro de sus entrañas, por la muerte de la
adorada mamá María. Y por la perversa resolución de
la madrastra de desligarse de ellos y mandarlos a ultramar, lejos, donde
no molestaran ni regresaran.
La madre había
fallecido en 1891, dejando a tres niños, todos de corta
edad. El padre, en lugar de asumir la crianza y educación de su
prole, con egoísta desesperación, buscó consuelo
en otro matrimonio. Pero las cosas no se resolvieron como había
pensado.
Un día de 1894,
inmensamente triste y con un profundo dolor en el alma, aquel pobre italiano
tuvo que resignarse a ver partir a sus hijos, sabiendo que nunca
más los vería.
El dolor punza el corazón
tierno de Catalina.
¿Porqué será
el de ella el más intenso?
Quizás porque es
tan solo una dulce niña.
Solamente sus hermanos
ahora podrán protegerla.
Pero ellos también
son niños.
Asustada, mira su atado de
ropas, sus únicas pertenencias. Y los de sus hermanos, equipajes
mínimos, con solo lo indispensable. El resto quedó en la
casa.
Tampoco era mucho.
La anima saber que en América
podrá hacer otra vida.
Su vida.
Alejada de todas las pobrezas
y de las maldades de quien fue incapaz de amar la sangre que no era suya.
Y de la debilidad de un padre que no supo luchar para retener
sus descendientes.
Catalina respira hondo.
Las lágrimas ruedan
gruesas por sus mejillas.
Mira el agua azul que golpea
rítmicamente la escollera del puerto y el casco del inmenso
navío. Con sus ojos perdidos en la distancia y la bruma, se pregunta
qué habrá del otro lado del mar.
¡Mamma mía!
¡Protécici
dal cielo giá non potuto restare qui per farlo nella
terra!
Son muchas sus dudas. ¿Habrá
colinas, ríos, praderas verdes y flores como en su querido
piemonte?
¡Michele!. ¡Michele!
¡Doménico! ¡Ritorna piú! ¡La nave partirá
pronto!
Su grito se pierde en medio
de la estridente sirena del barco y del renovado griterío
de la gente que saluda, que llama a congregarse, que se despide de los
que quedan.
Catalina toca las piedras
del piso empedrado. Las acaricia. Luego, despaciosamente, levanta
su mirada al cielo que comienza milagrosamente a despejarse.
De pronto intuye que ya
nunca volverá. Su vista se nubla. Pareciera que gotas del
mar cubrieran sus pupilas. Enjuga con su manga las lágrimas. Toma
del brazo a cada uno de sus hermanos. Juntos se encaminan lentamente
a la pasarela. No quiere volver la vista. No quiere ver más. Porque
no habrá regreso, no hace falta retener imágenes.
El buque levanta las amarras.
Ella, junto a sus hermanos, apoyados a las barandas de estribor no dejan
de mirar lo que sus lágrimas les permiten.
¡Addío Mamma!
¡Addío pare! ¡Addío Italia!
Los tres saben
que jamás nunca volverán al hogar perdido.
No te desanimes, le dice
Domingo, no pierdas la fe. Aunque sea duro estaremos juntos para ayudarnos.
Reconstruiremos nuestro mundo y el sol saldrá de nuevo.
¡Tenemos tanto por
hacer!
El tiempo y la distancia
nos ayudará a secar el olvido y dolor.
¡Saremo
felici! ¡Voi vedere!
Catalina se persigna, ya
perdida la vista de la costa, y frente al mar abierto, abrazada fuertemente
a sus hermanos, bajan a la tercera clase. Desde allí desandará
un viaje singularmente largo, hondamente angustiante, notablemente incierto.
El cansancio y el abrigo fraternal de su querido Mikele, terminarán
por dominar sus temores y su desasosiego. Solo así siente que podrá
enfrentar confiada su nuevo destino. ¡Dío mío, protécimi
sempre!, imploraba por lo bajo, mientras el sueño la vencía.
Fueron 27 días de
mar y cielo. De pronto la sirena comenzó a tocar con
fuerza y repetidamente.
¡Sono arrivato a Buenos
Aires!,
la París del hemisferio
sur.
¡Doménico!,
¡Michele! ¡Andiamo a vere!¡Qué bella! ¡Vede
il colore d’aqua, é marrone. ¿Perché le diranno
fiumi d’argento?.
Michele, ¿dove restareni?
Non ti preocuppare, Caterina,
le responde con seguridad Miguel, tratando de calmar la ansiedad de su
hermana menor. Ce uno albergo d’inmiganti per l’aloggio. Da lí partiremmo
qualcuno luego per lavorare. Egli si occupano. ¡La nostra mamma dal
cielo noi aiutará!
Pálidos, desaliñados,
sucios, apresuradamente se agolpan junto a otros cientos de inmigrantes,
en la urgencia de salir del navío, ya insoportable, y bajan al
fin raudamente la rampa. Pisan por primera vez y para siempre tierra
argentina.
¡Andiamo a Santa Fe!
¡Accomoda la roba! dice Miguel a sus hermanos. Partiremo in treno
alle quattro della sera. Sarán 12 ore di viaggio .
¡Lí saremo
felici! ¡ Andiamo, andiamo presto!
Y llegaron por fin a Sá
Pereyra, en la provincia de Santa Fe. ¡Todo un símbolo su
nombre! Desde allí el mundo nuevo comenzó a abrirse
ante sus ingenuos y siempre asombrados ojos.
Vivieron cada día
a pleno.
Cada uno sin alejarse de
la mirada de los otros.
Como una manera de desanudar
toda eventualidad de separarse, del miedo al abandono familiar anterior.
Con el tiempo vino la serenidad y hasta la alegría. Siempre
estaban muy unidos, cuidándose, protegiéndose. Protegiéndola
a ella que, cada vez más hermosa, lo necesitaba. Encontraron espacios
y tiempos para revivir imágenes de cuando iban a juntar
castañas, nueces o naranjas en la granja materna.
Allá, ¡tan lejos!
En sus años pequeños.
A veces para reír.
A veces para llorar.
Siempre para renovar la
promesa de no separarse.
Sobre el permanente temor
de Catalina, estaba siempre la fortaleza y la protección de Miguel.
Fue el primero en conseguir trabajo. Catalina, hábil con sus
manos aprendió a coser con arte. No fueron días de epopeya.
No se sentían colonizadores. No se veían triunfadores. Más
bien todo lo contrario. La realidad era dura. Pero sus vidas habían
recomenzado. Las jornadas de trabajo eran largas. Comenzaban al amanecer
y finalizaban con la última luz del día.
Aunque siempre encontraban
el tiempo para compartir lo que cada uno iba viviendo cada día.
Alrededor de la débil
luz de una lámpara de kerosén, reviviendo anécdotas,
comenzaron a amar a esta noble tierra que, en medio de sus tristezas, les
dio trabajo, tranquilidad y afectos.
Los meses y los años
hicieron de Catalina una hermosa y delicada mujer. Un día
conoció a un inmigrante proveniente de Porta Albera, Pavía,
otro italiano, albañil avezado. Hombre conquistador.
El amor entró a su
corazón.
Catalina se casó
con Vicente el 3 de febrero de 1900.
Tenía 17 años.
1900..partire per Río
Cuarto....
Y luego vino una nueva partida.
Ahora desde Sá Pereyra hacia la ciudad de Río Cuarto en la
provincia de Córdoba. Tierra bien adentro de la Argentina.
Al poco tiempo, sus hermanos
vendrían hacia una colonia cercana conocida como San Francisco,
a 70 km. de Río Cuarto, a 8 km. de la localidad de Elena,
en el ámbito pedemontano de las Sierras Grandes, ésas que
se ven hacia el oeste.
Catalina se convirtió
en madre de cinco varones: Pedro, Domingo, Fidel, Manuel y Miguel.
La vida no era fácil.
Nunca fue fácil para Catalina.
Vicente conducía
la construcción del nuevo edificio del Colegio Normal. Ganaba bien,
pero no ayudaba a hacer mejor la situación del hogar. La única
felicidad de Catalina eran sus pequeños hijos. Y cada mes la visita
de alguno de sus queridos hermanos. Río Cuarto era y sigue siendo
la ciudad de los vientos y de los crudos inviernos. La pobreza era una
constante en la vida de Catalina. El dinero que entraba apenas alcanzaba,
porque Vicente siempre le restaba para sus salidas, para sus andanzas
por los boliches y las fiestas con sus amigos.
En 1909 la neumonía
la vence.
Parte hacia el rumbo final.
La historia se repite.
Como un círculo recurrente.
¡Michele.....
Fue diciendo mientras su
voz se apagaba. Porque a su lado estaba Domingo. Fue
el último recuerdo de Catalina a su otro hermano tan querido, a
aquel que sus pupilas ya no vieron para llevarlas consigo, prendido a las
últimas imágenes de su vida.
Era el 24 de agosto.
A las cuatro de la mañana.
En una casa de la Av. General Roca.
Tan solo tenía 27
años.
La enfermedad y la pobreza
habían desecho para siempre los lazos de vida de Catalina Germanetto.
Catalina del Recuerdo
Hasta el agua borró
tu imagen.
Cuando niño preguntaba
dónde estabas.
Ni siquiera hubo piedad para
tus despojos,
solo una flor entre muchas
me dicen que allí
está mi abuela.
Un día volviste como
vuelven
los sueños.
Hoy te recuerdo,
no me hacen falta fotos.
La emoción enceguece,
conmueve el alma
que brota hecha lágrimas.
De pronto lo comprendí,
tu espíritu gringo
vive en mí
como fruto de aquel sacrificio.
Has vuelto, aquí estás.
Con orgullo testimonio
tu herencia guapa.
Herencia brava.
Y sueño, abuela, volver.
Volver donde naciste,
desde donde partiste.
Para que continúe
la historia.
Para que cierre la vida.
Porque sin raíces
no hay alas.
(*) por Miguel
Angel Tréspidi
CCI-FCH-UNRC |