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Fue en Trieste, en
el albergue de los artesanos («Kunden»)1 donde hace unos
35 años largos entablé amistad con un verdadero «Straubing»2,
de profesión albardero y tapicero. Juntos decidimos seguir deambulando.
No necesitamos rompernos la cabeza para fijarnos un plan de viaje,
ya que nada teníamos que perder, en ningún sitio, y
nos era indiferente el lugar donde
poder encontrar
trabajo.

Decidimos pues partir a pie,
por Udine, «Siete Comune», el sud del Tirol por el paso Brennero,
Innsbruck y Arlberg.
Mi futuro compañero
de viaje había trabajado ya una vez en el hotel
Arlberg y estaba convencido de que, por algún tiempo, los
dos encontraríamos allí un trabajo rentado, ya que
mi oficio era el de pintor. Una vez terminado el proceso de
embellecimiento del mencionado hotel, y con suficiente dinero
para el viaje, queríamos pasear un poco por Suiza (democrática),
y desde allí peregrinar sea a lo largo del «Padre Rin»,
o bien hacia los pagos de Francia. Dado lo vacío
que estaban nuestros bolsillos por aquel entonces, nuestros
planes de viaje eran todo lo contrario a modestos o vacilantes.
Como ocurre siempre en la
vida, las cosas resultaron totalmente distintas y siete semanas más
tarde nos encontrábamos los dos pobres diablos, livianos de equipaje
y sin un centavo, en América, esa porción del globo
terráqueo tan añorada por los cansados y decepcionados
de la Europa de hoy y de entonces.
La noche anterior
a nuestra partida desde Trieste, un leal compañero,
zapatero, nos leyó una carta de un colega, desde San Pablo, Brasil.
Este artesano
del zapato, ahora americano, no tenía palabras
para describir la bondades de la vida y las grandes ganancias
que se conseguían allí, lo opuesto a su patria
de origen. Como también nos contaba que él mísmo
había recibido un viaje gratis de una agencia de emigrantes
de Udine, nos entusiasmamos e inmediatamente nos
decidimos. Nuestra consigna era «ánimo, hacia
América». Arlberg, Suiza, también
el Padre Rhin y todos los otros países y
pueblos quedaron librados a su propio destino, ya verían cómo
arreglárselas sin nosotros.
El gris de la
mañana nos encontró mucho más arriba de Trieste,
ya en dirección a la región cárstica.
Se nos habían
unido dos buenos compañeros más, el uno, un cervecero
de Bohemia, el otro, un curtidor y así, siendo ya cuatro y
con ánimo optimista, aunque con los bolsillos vacíos,
tomamos rumbo hacia Udine.
Llegamos allí convencidos
de que nuestro viaje de la suerte hacia América se produciría
de inmediato. Pero lamentablemente, se nos hizo entender que teníamos
que esperar algún tiempo hasta que se pudiera reunir un contingente
suficientemente numeroso que justificara el transporte hacia Génova.
Cuando le explicamos que carecíamos de «sencillo»
como para quedarnos más tiempo, el empleado de la agencia
de emigrantes respondió que, siendo nosotros artesanos cofrades
(alemanes), no nos sería difícil rebuscarnos alguna
changa por la zona.
Pero decirlo no era hacerlo,
pues cuando salimos a probar, nos dimos con que la tal zona estaba tan
absolutamente golpeada pelada como un... maizal argentino después
de la invasión de las langostas. Consejos como éstos
habían recibido ya, en el transcurso de este tiempo, un sinnúmero
de artesanos alemanes en nuestra misma situación financiera, y también
los habían seguido a la perfección. De modo que para
nosotros, con la mejor voluntad y a pesar de todas las artes empleadas
para el rebusque, no había nada que hacer. Sabido es que donde nada
queda, hasta el emperador pierde sus derechos.
De manera que
después de unos cuantos días, alicaídos y con
el estómago vacío, nos hicimos presente otra vez en
las oficinas. Puesto que no queríamos realizar nuestro
viaje a América a costa de una cura de hambre, tal como hoy
se la practica profesionalmente, exigimos que se nos
devolvieran nuestras respectivas «banderas», es
decir, nuestros documentos de identidad, si no se nos procuraba el
mantenimiento hasta ser reportados a Génova. Contrariamente a lo
que esperábamos, estuvieron de acuerdo con esto último y
fuimos alojados y alimentados, de forma más o menos aguantable,
en una hostería.
Transcurrió una semana
larga hasta que logramos partir hacia Génova. Se trataba
de un tren botijo („Bummelzug“)3) que nos llevó a destino a
paso de tortuga. En ese viaje, que duró
casi dos días, tuvimos la oportunidad de probar,
a manera de anticipo, las alegrías que el destino nos depararía
más tarde. Salvo unos cuantos trozos de pan, que aún nos
quedaban desde la estadía en Udine, no había absolutamente
nada comible. Esto significaba ajustarse al máximo el
cinturón. Dado que el vagón, donde nosotros los alemanes
(dedesci) habíamos sido amontonados como en un redil,
estaba lleno de gente joven y alegre, nos dedicamos
de lleno a espantar el hambre, que ya empezaba a anunciarse, haciendo
alboroto, jugando y contando las respectivas aventuras de viaje.
Durante el tiempo
de espera en Udine llegamos a sumar unos treinta artesanos
de todas las regiones de lengua alemana, y todos queríamos
probar suerte en América.
Por fin nuestro tren arribó
a Génova. Allí tuvimos que esperar un par de días
más, pero fuimos decentemente alimentados y alojados. Fue un día
viernes cuando llegó la consigna «a bordo del Solferino».
Solferino era el nombre de la carraca que nos transportaría,
a nosotros, los buscasuerte, hacia la otra ribera del
gran charco. Al momento de la partida, comenzó para nosotros
un periodo de cuatro semanas de sufrimiento que hoy, con los
adelantos de la navegación, sería imposible imaginar.
Los alimentos
que debíamos ingerir estaban prácticamente
podridos. Galletas, porotos, arroz, fideos, que constituían
la base de las dos comidas diarias, estaban llenos de
gusanos y gorgojos. Además la carne salada y el agua
«potable» estaban igualmente podridas y malolientes, de manera
que casi todo nos resultaba nauseabundo.
El agua potable destinada
para los emigrantes se encontraba «consecuentemente»
almacenada en tanques de hierro sin tapa y se succionaba
de una manguera.
Es posible imaginar qué
clase de reconstituyente y refrescante era esa bebida.
Todavía hoy, después de 35 años, la recuerdo
con horror. Será la inolvidable imagen de esa
manguerita del agua la culpable de que yo nunca haya podido tomar mate
«con bombilla»...
Para colmo de
males, después de una semana todos estábamos llenos
de piojos.
Nuestras compañeras
de viaje italianas tenían la simpática costumbre de
no matar los piojos que le espulgaban a sus hijos, chicos éstos
más o menos aguantables. Con sentido humano, como es
conocido de esta nación del «sacro egoísmo»,
simplemente dejaban caer los bichos en el sitio donde estaban sentadas.
Quiza otros mortales también tenían que aprovechar de su
abundancia. La invasión fue tan masiva que el Solferino entero
comenzó a picar y a rascarse. El apodo «piojo flotante»
que se le dio al barco no era nada estético, pero si muy acertado,
pues creo que ni siquiera el capitán dejó de ser visitado.
Que se rascara a cada rato da testimonio.
Era absolutamente
imposible salvarse de esa plaga, ya que la carraca resultaba
demasiado estrecha para los 1200 inmigrantes. Encontrar un espacio
para sentarse en cubierta, entre la masa de napolitanos y calabreses, no
raras veces significaba que éstos se abrieran paso a
los puños y a cuchillo. No obstante todos estos
males, tratábamos de pasar el tiempo de la travesía
como mejor se podía. Se formó un cuarteto doble, cuya primera
voz tuve el honor de llevar yo. A menudo se cantaba a plena
voz pero con los estómagos vacíos, un verdadero
gusto. Acariciando proyectos, y también con toda clase de juegos
y ejercicios físicos tratábamos de espantar prolijamente
el hambre, la sed y el aburrimiento. En cuanto a elaborar
ilusiones llegamos realmente a producir planes excelentes.
El que cada uno de nosotros
llegaría a América en breve, era desde luego cosa hecha.
(*) Albin Kremser . Escrito a fines del
siglo XIX. Traducido del Alemán / Austríaco, por el
Prof. Peter Schaffhauser y la Lic. Angela Brigido.
No llegué a conocerlo, nació en 1865 y murió
en 1926, pero guardo recuerdos de su vida por los relatos de mi abuela,
de mi madre, de una de mis tías, y tal vez algo de mi imaginación
completan los recuerdos de aquel hombre que se lanzó a la búsqueda
de América. Aquellos relatos, sintetizan su sed de aventura
y tienen esa magia que nos muestra la realidad –aún la más
dura– con un encanto particular.
En aquellos años de fines del siglo XIX anduvo por Cuba, Chicago,
Porto Alegre, Buenos Aires; pienso que solo un espíritu
bohemio, andariego y arriesgado podría lanzarse a esas aventuras
en épocas en las que viajar a lugares tan distantes como de Carintia
en Austria a Cuba, o Buenos Aires, presentaban grandes dificultades, cuanto
más, con muy poco dinero.
Ya en Buenos Aires con su oficio de pintor es empleado en el Ferrocarril
“El Andino”, como pintor de “frescos” en los vagones, cuyos interiores
en aquella época eran decorados con frescos o paisajes.
Decide entonces, ir a Carintia en los Alpes Austríacos en busca
de su amor, mi abuela, y llegan a Buenos Aires a fines del siglo XIX.
Ella sintió un gran desarraigo “de los Alpes a Buenos Aires”,
“de las montañas al Río de la Plata” ...él comentó
a los directivos del Ferrocarril las añoranzas de aquella joven
mujer de apenas 18 años y me imagino, que algún buen funcionario
tratando de brindarle a mi abuela un paisaje más cercano a sus recuerdos
...tal vez miró el mapa...y le dieron como destino la ciudad de
Río Cuarto...
De los mapas al paisaje había...quizás, la misma distancia
que entre los sueños y la realidad.
El desarraigo, los miedos, el impacto de lo nuevo, después la
primera gran guerra y un cierto aislamiento por su condición de
austríacos, la nostalgia de los afectos que quedaron allá
para siempre...para siempre?. Para algunos de aquellos inmigrantes fue
para siempre, pero construyeron como pudieron un nuevo arraigo en América.
La hicieron suya, y construyeron en esta tierra con sus hijos y nietos,
su felicidad.
Mi infancia, la fui construyendo con aquella mujer, “Doña Catalina”,
quien para mi era la Oma!; ella se integró como pudo y acompañó
a su esposo en varios emprendimientos comerciales – cervecerías,
un hotel, un restaurant –.
Pero su idioma el alemán-austríaco era tal vez el nexo
inconsciente con sus alpes, sus afectos, su Austria; su conocimiento
del español era quizá por ello, reducido apenas a lo
necesario, lo que no fue obstáculo para poder desenvolverse con
firmeza aún después de la muerte de su esposo.
Así resultó que mi primera lengua fue el alemán,
un alemán que tenía muchos vestigios del dialecto que se
habla en Carintia. Y hoy, no me avergüenza contarlo, tal vez sí
en mi infancia, al peso lo llamaba Taler(*), así es que, cuando
me mandaba a hacer alguna compra en “aquel almacén de la esquina”
me daba un “Taler”, y yo me las arreglaba como podía, para pagar.
No fue difícil integrarme a mis compañeros de escuela,
aunque por mucho tiempo he sentido como un peso pertenecer aparentemente
a dos mundos: el de adentro con la Oma y el otro, el real.
Cuento esta breve historia que involucra a tres generaciones, en homenaje
a todos los inmigrantes que dejaron sus afectos en busca de sueños
que Argentina les permitió realizar, y en particular en recuerdo
de Albin y Catalina Kremser. O tal vez más íntimamente el
Opa y la Oma.
Realizar nuestros sueños no siempre se logra sin dolor. Toda
elección produce dolor; para muchos de nuestros abuelos o bisabuelos
sin embargo “valió la pena”.
(*) por Enrique Grote
K.
Docente Facultad de
Ciencias Humanas. UNRC
1). «Kunden»,
se denominaban a sí mismos los artesanos o menestrales errantes.
2). Significa lo mismo
que «Kunde», hermano de cofradía y compañero
de andanzas y toma ese nombre por la ciudad de Straubing, cerca de
Münich, donde nace en el siglo pasado la canción que los caracteriza.
3). Tren lento que
para en cada estación y se caracteriza por el desorden y el jolgorio.
(*) Taler: Tálero.
Antigua moneda alemana
de plata. |