Como consecuencia del hallazgo aurífero de Zanja a Pique, noticia en que su momento conmocionó a la Colonia de Punta Arenas y, saltando leguas, impresionó al ambiente mercantil y social de Buenos Aires, un avisado y enérgico ingeniero de minas, Julio Popper, advirtió la posibilidad de dar con otros yacimientos de oro aluvial en lugares con condiciones geológicas semejantes a las barrancas del cabo Vírgenes.

Las primeras oleadas inmigratorias. El oro de las islas australes
 Fue así como cruzó a la Tierra del Fuego y confirmó su acertada suposición al encontrar una formación promisoria que dio origen a su afamado establecimiento de Páramo al Norte de la Bahía de San Sebastián (1887). Tiempo después previa exploración, se extendió con un segundo establecimiento en Bahía Slogget, sobre la costa meridional de la Tierra del Fuego, al este de la boca oriental del canal Beagle.
Es probable que su condición de balcánico -era rumano de origen- le llevara a relacionarse en Buenos Aires con los grupos inmigrantes de aquella procedencia geográfica, que por la época arribaron por centenares o millares a las orillas del Plata en plan de hacerse un futuro próspero.
Popper debió acudir sin duda a los sitios donde los recién llegados solían permanecer o congregarse en espera de algún trabajo, con el propósito de encontrar hombres que reunieran condiciones de reciedumbre física y ánimo fuerte como para marchar hacia las regiones poco hospitalarias y casi desconocidas del Sur americano.
De tal manera debió producirse la vinculación entre el aventurero empresario minero y sus trabajadores de raza croata, hasta el punto de llegar a conformar éstos una mayoría importante en las factorías de Páramo y Slogget. Nada podía extrañar entonces que en el ambiente de los inmigrantes de la capital argentina existiera hacia 1890 una cierta familiaridad geográfica con las tierras del Sur patagánico-fueguino, asociada a la promesa de un oro fácil, casi al alcance de las manos. Para los mineros que llegaron a establecerse en Slogget el deseo de extraer oro por cuenta propia debió constituir tal vez un deseo sostenido, casi obsesivo; de allí que más de uno planeó intentar una aventura exploratoria, cruzando en bote hacia las islas chilenas del Sur. Así, un buen día, tal vez a mediados de 1887 o comienzos de 1888, alguno de tales mineros abandonó la factoría de Popper, costeó la Tierra del Fuego, cruzó el canal de Beagie, recorrió el litoral de Picton y demás tierras vecinas y dio también con oro aluvial en las islas Lennox y Nueva. Quizá el descubridor fuera natural de Dalmacia como tantos otros trabajadores de los establecimiento de Popper, pues solamente así se explica el entusiasmo febril, más aún verdadera locura aurífera, que a poco andar se suscitaría entre los inmigrantes de esa procedencia regional.
Y la noticia llegó primero, como correspondía a Punta Arenas, vago anuncio en un comienzo, feliz confirmación más tarde luego de la comisión exploratoria del escampavía Toro, con Simón Juan Paravic y Enrique Saunders a bordo, dispuesta por la Gobernación del Territorio en octubre de 1888.
Pero la voz del oro traspuso leguas, salvando la valla de la increíble distancia y llegó a golpear en los ambientes de inmigrantes de la nueva Babel que era Buenos Aires. Allí, entre tantos hombres rudos y fornidos encontró oídos prestos en los grupos de dálmatas deseosos de hacer más rápida fortuna trocando las seguras aunque mezquinas pagas de la campaña y puerto bonaerenses, por la aleatoria pero irresistible como atractiva perspectiva de riqueza que se podía ocultar bajo un golpe de pico. La noticia entonces sacudió los espíritus y animó los cuerpos y muy pronto las primeras partidas estuvieron navegando en pos de la lejana e ignota Punta Arenas. De tal manera comenzó el alud inmigratorio croata en Magallanes. A contar de 1890 cada vapor de la carrera procedente de Montevideo que recalaba en Punta Arenas fue dejando entre 20 y 30 o más inmigrantes. Luego la cifra aumentó, como los 63 que arribaron en el Calabria desde Buenos Aires el 20 de agosto de 1890 o los 108 que lo hicieron el 20 de marzo del años siguiente, porque la afluencia aumentaba según crecía la fama aurífera de las Islas Australes. «El oro y la isla Lenox están haciendo furor» -escribiría por aquellos días Mauricio Braun a José Nogueira- „todos y cuantas goletas llegan se fletan inmediatamente para esos islas repletas de pasajeros. La «Rippling Wave» zarpó hace una quincena con 92 pasajeros y 100 tons. De Buenos Aires llegan austríacos (dálmatas) como avalanchas, en el último vapor llegaron 150 y mañana se espera una remesa de 200 más. Si sigue así esto será una segunda California».
Aquel año el recuento de inmigrantes dálmatas desembarcados en Punta Arenas alcanzaría a 500 individuos como lo consignó el Gobernador Daniel Briceño en su memoria administrativa. No bien llegaban a puerto los vapores, los recién arribados procuraban aperarse de los elementos más indispensable para la faena minera -herramientas, víveres y ropas- y partían alegremente en cualquier embarcación que zarpara con rumbo a las islas del lejano Sur chileno. Entre los primeros aventureros del oro estuvieron Mateo Trebotic, Mateo Karmelic, Mateo Martinic y Tomás Buvinic. También Juan y Simón Boric; Pablo Babarovic, Mariano Bilus y Vicente Fodic. Francisco Tomsic, Pedro Peric, Francisco Eterovic, Antonio Martinic, Santiago Vrsalovic, Andrés Stambuk, Natalio Foretic, Nicolás Cebaio, Francisco Zurac y tantísimos otros.

(*)  por  Mateo Martinic
 Revista Studia Croatica