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¡Qué hecho
tan luctuoso para una ciudad tan bella y en otros tiempos tan próspera!
Aún hoy, a muchos, nos lo cuesta creer.
Muchos vinarocenses
ignoran y otros han olvidado, que unos paisanos nuestros tuvieron
que emigrar a otras tierras, a otros mundos muy lejanos, a finales del
siglo pasado y principios de éste, simplemente para poderse ganar
el sustento de cada día.
El hecho
Como en todo proceso emigratorio,
nuestra población ofreció lo mejor y lo más querido;
aquello que ofrece sentido a los sinsentidos, aquello por lo que todos
los seres humanos viven y luchan incansablemente, hasta dar sus vidas si
es preciso: los jóvenes de la población, sus estimados muchachos
y muchachas, con todo lo que ello comporta de pérdida de capital
humano, aunque éste, bien hay que decirlo, estaba en aquellos momentos
tan poco valorado y mucho menos aún, remunerado. .
Esta triste emigración
hizo una sangría a principios de siglo de una manera brutal, tal
como lo refleja la misma acta de la sesión de nuestro Ayuntamiento
correspondiente al dia 2 de Septiembre de 1910: “Vinaroz atraviesa una
situación muy difícil. En cualquier otra época en
que esta ciudad contaba con 12.000 habitantes y su movimiento comercial
era de mucha importancia, podría haberse encargado el Ayuntamiento
de la explotación de los servicios, pero ahora sería muy
peligroso y de gran dificultad por haberse enseñoreado la emigración
en este pueblo que a modo de sangría van evacuando progresivamente
sus habitantes para tierras muy lejanas en busca de mejor suerte y de pan
para sus familias que aquí no encuentran (...) Y de continuar así
sólo permanecerán los más pudientes y los indispensables
a la vida de un pueblo, ya que en la actualidad ascienden los habitantes
a unos 7.000 escasamente».
Sencillas anécdotas
Debemos hacer mención
que sólo en Río Cuarto vivían más de cien familias
de vinarocenses que recibían la revista “San Sebastián”.
Una anécdota muy curiosa se puede contar de aquella época
como la que puso en leyenda el historiador local Borràs Jarque en
su obra “El Tramusser”; en ella se cuenta que unos marineros vinarocenses
encontraron en tierras remotas a un paisano haciendo de jefe de tribu de
unos indígenas. Era conocido aquí en su ciudad con el mote
de “Tramusser” que significa altramucero. El autor añade mucha literatura
y dice que los indígenas eran caníbales y que gracias al
hecho providencial de encontrarse con un vinarocense y gracias a la intercesión
del santo patrón San Sebastián, los caníbales no se
comieron a nuestros marinos. Recordamos también otro hecho anecdótico
de uno de nuestros emigrantes que murió allá en Argentina,
teniendo en el momento del último suspiro un puñado de tierra
de nuestra playa en sus manos.
La plaza de nuestra querida
ermita conserva un magnífico árbol, el ombú, traído
por emigrantes que tuvieron la suerte de regresar, y que es originario
de la Pampa argentina.
El atractivo de Argentina
Los motivos principales
de dirigirse hacia La Argentina eran, entre otros, las mejores condiciones
económicas y que las fincas eran extensísimas. Cuando aquí
las propiedades estaban muy repartidas y son de poca extensión,
de un jornal, o dos o tres como término medio, allá eran
de 500 o incluso de 1.000 hectáreas. Es decir, que algunas fincas
superaban la extensión de toda una provincia como la nuestra de
Castellón, con terrenos completamente llanos, sin ninguna montaña
y se trabajaban con grandes arados, tirados por un conjunto de hasta sesenta
caballos.
Allí todo era y continua
siendo enorme. Delante de las casas de campo se dejaba sin trabajar un
jornal de tierra entero o más, vacío, para utilizar como
lugar de depósito de aperos de labranza. Las fincas eran partidas
por la mitad para el pastoreo de los animales (bueyes o vacas) y la otra
mitad era destinada para cultivar. Argentina es el quinto país del
mundo en extensión con tres millones de kilómetros cuadrados.
Los vinarocenses iban allí y arrendaban tierras. Se cultivaba sobre
todo grano: maíz y trigo que sólo se sembraban y prácticamente
no había que cuidar más que a la hora de recoger la cosecha.
(*) por Ramon Redó
Vidal
Vinaròs,
junio de 2000 |