UN FIN DE MILENIO CON MÁS INTERROGANTES QUE CERTEZAS.

Por Nelson Cimminelli

 

Desde fines del siglo XVIII y hasta no hace más de treinta años, el Estado (democrático, comunista, o aún liberal), había incrementado en forma continua sus funciones y responsabilidades. Algo considerado muchas veces “natural”, más aun un requisito para el ingreso al “desarrollo” y un signo de la incorporación a la “modernidad”. Hace un cuarto de siglo, para todo occidente esta parábola comenzó a invertirse. En todas partes el Estado acota aquellas funciones, reduce sus responsabilidades. El fin del milenio nos sorprende en plena evolución.

Ante todo conviene recordar que, al menos hasta el fin de la segunda guerra mundial, los Estados suprema racionalización del poder y normalmente una de las máximas obras de la edad revolucionaria de la burguesía, eran por excelencia los actores fundamentales y casi exclusivos de la Política Internacional. Los Estados declaraban y sostenían la Ley, detentaban los símbolos del poder, poseían territorios con fronteras claramente delimitadas, sobre el que ejercían su dominio exclusivo.

Al mismo tiempo, esos actores de la política internacional eran menos numerosos y por sobre todas las cosas más identificables. Hoy los Estados no sólo son más numerosos, sino que representan realidades de una extrema diversidad y por sobre todo, compiten con nuevos actores de la política internacional: las organizaciones internacionales, las entidades supranacionales o las empresas multinacionales, que casi no existían o tenían mucha menos significación antes de 1945. Sucede entonces que el Poder ya no parece estar donde antes estaba, en muchos sentidos se ha desinstitucionalizado y desterritorializado.

Los nuevos Estados, nacidos luego de las guerras mundiales, del proceso de descolonización o de las postguerra Fría, han mostrado la más de las veces enormes dificultades para consolidarse y afirmar su personalidad internacional. Con las necesarias excepciones han logrado su sobrevivencia, sacrificando lo que hace un siglo se consideraba atributos fundamentales de su soberanía, en beneficio de aquellos nuevos actores de la política internacional. En ocasiones esa sobrevivencia se consigue a costa de trasformase en casi rehenes de empresas multinacionales, que los exceden en poder, o en situaciones extremas de lacras de la humanidad, como los carteles de la droga. En resumen Estados débiles frente a poderes que los sobrepasan. Cuando esto no ocurre, se suele apreciar con demasiada frecuencia que la independencia se paga sometiendo a las poblaciones a una pesada carga de hambre y miseria.

Pero así como el Estado pierde poder por “arriba”, en beneficio de aquellos nuevos actores internacionales, también ese poder del Estado se licua por “abajo”, en el interior de sí mismo. Obviamente lo más espectacular en este sentido es la desintegración de grandes Estados, como la URSS, Yugoslavia o Checoslovaquia. Pero también se advierte como el refuerzo y la afirmación desmesurada de la identidad de las minorías, (étnicas, religiosas o sexuales), sustituyen la adhesión afectiva a la nación, debilitando consecuentemente al Estado. Pero quizás más importante en este aspecto son las dispares consecuencias del desarrollo económico. Los más pobres, los desempleados, son empujados a la marginalidad, con sus conocidas consecuencias en este sentido. Pero también los sectores altos, recurren cada vez con más frecuencia a la salud, la educación privadas, se refugian en barrios amurallados y contratan su propia seguridad y protección. En todas partes y por razones si se quiere opuestas los extremos de la escala social, se sustraen a la autoridad del Estado. Los Estados pierden así lo que se consideraba, hacía a su misma definición, el monopolio de la violencia legal.

El algún sentido y con la necesaria cautela de reconocer una gran diversidad de situaciones, se puede también observar que el proceso es en muchas ocasiones convalidado desde el seno mismo del Estado. Incapaces de administrar su patrimonio y cumplir eficazmente con la multitud de funciones acumuladas, sobrepasados por un sinnúmero de responsabilidades asumidas, impotentes por extraer suficientes recursos de la sociedad y en casos extremos ver rechazada y destruida su moneda, los Estados terminaron muchas veces por resignar voluntariamente esas responsabilidades en beneficio de la actividad privada. ¿Este desprendimiento de patrimonios y funciones del Estado es expresión de su debilitamiento o por el contrario se podría presumir que un Estado aligerado de esta manera, de responsabilidades imposibles de cumplir satisfactoriamente, será más fuerte y cumplirá mejor las misiones básicas retenidas?

Si es cierto que existen ideologías justificadoras del fenómeno y que obviamente refuerzan la tendencia general, no se puede dejar de advertir que el proceso es alimentado y sustentado por fuerzas reales y “objetivas”. Ideologizar en exceso el problema no hará sino opacarlo, oscurecer su comprensión y conducirnos a críticas estériles. Así cuando se reprocha al Estado la deserción de lo que se consideraban sus indelegables responsabilidades, sería pertinente interrogarse también hasta que punto si, refugiada en cómodos “paraísos fiscales”, o en los huidizos mercados financieros internacionales, no ha desertado previamente de él, al menos parte de la burguesía que en su momento fue su principal constructora, debilitándolo irremediablemente.

Sucede que en el siglo XIX y hasta promediar el siglo actual, los avances técnicos, el desarrollo de las fuerzas productivas y las necesidades de la burguesía de las diferentes naciones de romper particularismos feudales, de delimitar y consolidar mercados, llevaban a acrecentar y consolidar el poder del Estado. La revolución científico-técnica de fin de milenio (la informática, la comunicación vía satélite o Internet), las nuevas formas de organización empresarial “postfordista”, muchas veces dispersa territorialmente y el desarrollo del “capitalismo tardío”, del “postcapitalismo” o como se llame tienden a erosionar su poder.

Desde ya, no se deduce de la constatación de un hecho: el general debilitamiento del poder del Estado, que efectivamente el mismo ha pasado a ser prescindente u ocioso. Por el contrario, quizás sea más necesario que nunca, aunque más no sea por que simplemente no se vislumbra que institución reemplazará eficazmente al Estado y porque los pueblos se enfrenta a graves problemas, y de los que suele haber escasos antecedes. Sean estos la explosión demográfica, la contaminación ambiental, o los disturbios financieros internacionales.

El proceso es universal y si por supuesto es perceptible la resistencia del Estado a la perdida de su poder, los resultados muestran una diversidad de realidades en las diferentes latitudes. Abre también enormes interrogantes y si se debe dudar antes de cantar su glorificación, también es bastante inútil la critica moralizante, o el puro lamento por las virtudes del mundo perdido.

¿Nos enfrentamos a un debilitamiento general del Estado como tal, o sólo a la crisis de una de sus formas, el Estado-benefactor? ¿El Estado sobrevivirá reformulando sus funciones y responsabilidades y definiendo un nuevo equilibrio con la sociedad civil o sencillamente marcha a un colapso definitivo? ¿El Estado como institución, resistirá y seguirá siendo el principal regulador legal de la sociedad? Probablemente estos interrogantes tendrán más de una respuesta. Con seguridad no será igual el destino de los Estados del G7, que el de Somalía o Kampuchea. Pero si debemos admitir como posible que en muchas comarcas el Estado-nación marcha hacia una crisis que parece inexorable, otros interrogantes aun más graves se nos presentan. ¿Qué institución o instituciones se harán cargo de las responsabilidades que sobre ellos recaía? ¿Serán las que surjan de la abdicación voluntaria de la soberanía, en beneficio de organizaciones o autoridades supranacionales como la Unión Europea o el Mercosur? ¿O serán algunos de los organismos internacionales, creados para otros fines al terminar la última conflagración bélica, como el FMI o el Banco Mundial, que si en ocasiones han demostrado eficacia para imponer sus políticas, no han demostrado aún la misma capacidad para resolver los problemas o al menos predecirlos? Desde nuestra disciplina no podemos hacer mucho más que presentar los interrogantes. Sabemos que como pronosticadoras todas las Ciencias Sociales han demostrado una singular propensión para el fracaso. Debemos rehusar el oficio de profetas. Sólo podemos afirmar que el nuevo milenio presentará a políticos y clases dirigentes retos para los que hay muy pocos precedentes y exigirán de los mismos, valor, imaginación y capacidad de liderazgo.

 


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