FORMACIÓN CIENTÍFICA Y REFLEXIÓN FILOSÓFICA (Acerca de la utilidad de la Filosofía de la Ciencia en la formación del científico)

Alberto Cupani

El conocimiento de la Filosofía de la Ciencia es con frecuencia considerado importante por los planificadores de carreras científicas (los cuales son, casi obviamente, científicos de la correspondiente especialidad). Se supone que una “visión filosófica” del quehacer científico vuelva “mejor” a este último. Sin embargo, no raramente esos planificadores desconocen la filosofía académica e imaginan que es una disciplina homogénea, en el sentido de contener tesis o resultados que son compartidos por todos los que la cultivan. Pero ello no es así, de tal modo que la “Filosofía de la Ciencia” que acaba siendo impartida a los estudiantes se define por aquellos autores y temas que el profesor del caso mejor conoce y prefiere. Esas preferencias suelen recaer, las más de las veces, en asuntos como el descrédito del Positivismo, la teoría de los “paradigmas” de Kuhn, la tesis de las “rupturas epistemológicas” de Bachelard, el criterio de refutabilidad de Popper y los ataques de Feyerabend a la idea de metodología científica. En el campo específico de las Ciencias Sociales, a los temas y autores anteriormente citados se suma la polémica entre explicar y comprender, y la discusión de la objetividad en el estudio de asuntos humanos, siempre al sabor de la formación del profesor, que puede preferir Winch a Gadamer o Geertz. El estilo pedagógico común de esos cursos, derivado de la identificación de la Filosofía con el espíritu crítico, es el de la discusión de textos filosóficos con la finalidad de que se perciba el “carácter problemático” de los modos tradicionales de concebir y practicar la ciencia.

Los alumnos de esos cursos filosóficos suelen interesarse, y hasta entusiasmarse con algunas de tales teorías, sobre todo cuando las mismas desafían posiciones científicas que les son intuitivamente antipáticas (como en el caso, típico, de las doctrinas filosóficas que cuestionan la aplicación de métodos cuantitativos a la investigación de asuntos humanos). Pero hay también alumnos que consideran difícil de asimilar, por “demasiado abstracta”, o “alejada de las cuestiones de su área específica” esta filosofía que debería ayudarlos... no entienden bien a qué. Es que, precisamente, aún en los casos de estudiantes que se sienten atraídos por los temas filosóficos que les son presentados, no es fácil que adviertan de qué manera ese estudio extra les sirve en su formación como futuros físicos, biólogos, psicólogos o antropólogos. En especial, no llegan a ver el modo en que la Filosofía mejorará su formación metodológica. Y en el caso más particular de los estudiantes que están comenzando esa formación, el contacto con las tesis filosóficas provoca a veces una prematura desconfianza acerca de los criterios y recursos tradicionales de la tarea de investigación científica. Como alternativa, otros estudiantes igualmente inmaduros, entusiasmados por metáforas sugestivas (“rupturas”, “nuevos paradigmas”, “holismo metodológico”), se imaginan con poca razón pioneros de nuevos caminos de obtención de conocimiento, sobre todo en el ámbito de las ciencias humanas.

Creo que los resultados anteriormente mencionados se deben, en gran medida, a que los cursos de Filosofía de la Ciencia son impartidos por profesores que no tienen formación científica, sobre todo en el campo específico de sus alumnos. Aunque sean buenos conocedores de los temas tratados por los filósofos que prefieren, incluyendo la correspondiente información científica, esos profesores no tienen la capacidad de hacer que sus alumnos puedan transferir las cuestiones estudiadas para su área profesional y, menos aún, identificarlas en su actividad de investigación. Si queremos, pues, superar los problemas pedagógicos anteriormente mencionados, la primera condición ha de ser que la Filosofía de la Ciencia sea enseñada por quien tiene formación científica apropiada, o bien por un estudioso de la Filosofía en colaboración con un científico de la correspondiente especialidad (químico, sociólogo, etc.). Es posible que el lector piense que me refiero a una trivialidad: lo acepto, pero ese lector habrá de convenir en que es una trivialidad con frecuencia olvidada.1

Supuesta, entonces, esa situación favorable de enseñanza-aprendizaje, ¿cuáles han de ser el objetivo, la estrategia y el beneficio de estudiar Filosofía de la Ciencia, para el caso de los futuros científicos? Creo que el objetivo se puede caracterizar, sintéticamente, diciendo que consiste en investigar más lúcida y responsablemente. Cabe aquí recordar que la expresión “Filosofía de la Ciencia” es en realidad ambigua. Puede referirse a la reflexión epistemológica que versa sobre el conocimiento científico, o puede designar la reflexión, más amplia, sobre el sentido existencial y el papel político de la actividad científica. O sea, podemos indagar filosóficamente las condiciones de validez del saber científico, o bien preguntarnos por la manera en que ese saber forma parte de nuestras vidas, circunstancial o permanentemente. En particular, si la ciencia colabora o no con un determinado ideal de existencia humana. Por otra parte, los dos significados de “Filosofía de la Ciencia” no implican asuntos aislados: se pasa de las cuestiones epistemológicas a las ético-políticas, y viceversa, casi sin solución de continuidad.

Ahora bien: la investigación científica, como cualquier actividad humana, está amenazada por dos riesgos: la caída en la rutina y la alienación. La rutina, aunque indispensable para producir de manera sistemática y continua, entraña siempre la posibilidad de estancamiento y ceguera para mejores alternativas de trabajo y, por consiguiente, para un mejor conocimiento de la realidad. Es claro que el científico no precisa esperar el auxilio de la Filosofía para evitar los males de la rutina: no hay recetas, técnicas ni modos de actuar que sean infalibles, por lo que cualquier práctica científica, por más ordinaria que sea, incluye dificultades, incertidumbres y opciones que son otras tantas ocasiones para apartarse de la mera repetición de formas de trabajar y para encontrar nuevos rumbos. En tal sentido, investigar es un arte, y precisamente, el papel del científico experimentado es iniciar al aprendiz en el mismo. La propia práctica, y el ejemplo de maestros y científicos destacados, son -o al menos, deberían ser- antídotos contra los peligros de la rutina. La Filosofía de la Ciencia, en su aspecto epistemológico, debería funcionar como una ayuda similar, esto es, como estímulo para mejor comprender y perfeccionar el sentido de la investigación y de su producto (el conocimiento).

El otro riesgo de la investigación es su alienación con relación a los demás aspectos de la vida humana, tanto personal cuanto colectiva, considerando obvio el valor de la ciencia y completa su autonomía con relación a otras actividades, creencias y objetos de interés humano. Sin embargo, nada es obvio, a no ser desde un determinado punto de vista, y siempre cabe preguntarse por qué existe la ciencia, qué tipo de ciencia practicamos, qué compromisos morales la ciencia supone o acarrea, y cómo se relaciona la ciencia con la red social de poder. Tampoco aquí debemos atribuir a los filósofos la exclusiva capacidad de despertarnos para esa problemática. La propia vida, otros estudios (como el de la Historia o la Sociología) y hasta los medios masivos de comunicación, se encargan de suscitar preguntas de ese tipo, aún en el investigador más amante de su “torre de marfil”. Pero todos tenemos una fuerte tendencia a proteger aquello de que depende nuestra satisfacción, nuestra identidad, nuestro sustento y nuestra posición social. Para contrarrestar esa tendencia, la Filosofía de la Ciencia puede alimentar en el científico, de modo sistemático, la conciencia de las presuposiciones existenciales, sociales, culturales e históricas que dan sentido a su tarea, permitiéndole así percibir si, y en qué medida, ser un buen científico es compatible con ser un buen ser humano.

Para eso, las cuestiones y doctrinas filosóficas estudiadas deben servir de instrumentos para el análisis y la reflexión, nunca constituir fines en sí mismos, ni doctrinas de salvación (no se adhiere a una teoría filosófica como a una religión). La lectura de Lakatos o Habermas, Quine o Morin debe permitir “ver” mejor, ya sea aspectos de la práctica científica, ya sean sus dimensiones éticas o políticas. Y tanto en el plano epistemológico como en el ético-político, el diálogo Ciencia-Filosofía debería hacerse al hilo de grandes cuestiones, en lo posible oportunas, trabajadas de tal modo que el asunto enfocado pueda ser mejor comprendido, y no meramente “problematizado”. Quiero decir: no basta, digamos, presentar a los alumnos las razones para dudar de la existencia de las entidades teóricas, sino que hay que estimularlos a examinar el peso de esas razones -en lo posible, con ejemplos de su propia área- y llegar a una conclusión. Es en esta conducción que se aprecia la importancia de que el profesor tenga, a su vez, formación científica (e información histórica sobre la Ciencia). Sugiero -sin pretensión de originalidad- las siguientes cuestiones para la reflexión filosófica sobre la ciencia en el plano epistemológico: la especificidad de los problemas científicos, la inevitabilidad de las hipótesis, la naturaleza de las teorías, la existencia o no de un método general de investigación, la no obviedad de la noción de verificación, el ejercicio de valoración y de juicio en la ciencia, las presuposiciones filosóficas de toda investigación, el peso de los “paradigmas” o “tradiciones” profesionales, la diferencia entre explicar y comprender, la noción de objetividad y el concepto de verdad. En lo que hace al plano ético-político, conviene reflexionar sobre la conexión entre los valores cognoscitivos (como la relevancia atribuida a la exactitud, o a la comprobación experimental) y los valores sociales (como el afán de controlar la Naturaleza; ver Lacey 1999), sobre el origen de las disciplinas científicas, sobre la tendencia a unir o a separar ciencias naturales y ciencias humanas, sobre el cientificismo y sobre el anti-cientificismo, y sobre la vinculación de la ciencia con la tecnología, el sistema económico y el poder estatal. Por otra parte, al referirme a un diálogo de la Ciencia con la Filosofía, quiero decir que la práctica científica debe servir como uno de los elementos de testeo de las tesis filosóficas, siendo otros posibles la Historia de la Ciencia, la experiencia personal y la verificación de las informaciones sobre la vida social.

Los beneficios epistemológicos de la reflexión filosófica sobre la Ciencia fueron expuestos, de manera quizás insuperable, por Mario Bunge, hace ya años (Bunge, 1972 :147 y ss.). Un estudiante de ciencias que se familiarice con la Filosofía de la Ciencia se tornará consciente de la filosofía que, inevitablemente, presupone; controlará mejor sus supuestos técnicos; distinguirá cuestiones semánticas, epistemológicas y ontológicas (cuya confusión suele ser perjudicial a la Ciencia); no profesará un determinismo ingenuo; se habituará al análisis del lenguaje, uno de nuestros instrumentos básicos de investigación; será más lúcido acerca de sus estrategias de búsqueda de conocimiento; y comprenderá que el progreso científico es más complejo que un mero avance lineal. Por todo ello, perfeccionará su espíritu crítico, lo que se reflejará en su mayor apreciación de los problemas que de los resultados de la Ciencia.

En cuanto a los beneficios en el plano ético-político, cabe esperar que el aprendiz de científico que es atraído a la Filosofía de la Ciencia comprenda mejor la responsabilidad social del quehacer científico, sitúe con buenos argumentos a la Ciencia con relación a otros sistemas de creencias (como las vulgares, o las dependientes de una posición religiosa), advierta las diversas formas de poder (intelectual, material, social, político) que el saber científico confiere o posibilita; asuma con resolución, pero sin ingenuidad, el “ethos” de la Ciencia (es decir, el desinterés, el comunitarismo y el universalismo bien entendidos), y se vuelva en fin un humanista en el sentido de combatir, desde la trinchera de su actividad, por el bienestar de todos los seres humanos.

Tal vez se piense que es ésta una expectativa demasiado optimista o ambiciosa de la formación del científico. Es posible, pero en todo caso responde al propósito de tratar a los hombres como deberían ser, y no meramente como son. Y a ese propósito la verdadera educación no puede renunciar.

Referencias:

Bunge, M. 1972 Filosofar científicamente y encarar la ciencia filosóficamente. En Bunge, M. La Ciencia, su Método y su Filosofía. Siglo Veinte. Buenos Aires.

Cupani, A. 1984 Reflexões sobre o ensino da Filosofia da Ciência. Revista de Ciências Humanas da Universidade Federal de Santa Catarina, vol. III (6) :80-85.

Lacey, H. 1999 Is Science Value Free? Values and Scientific Understanding. Routledge. London-New York.

Notas

1. Cuando el profesor de filosofía de la ciencia no es científico de formación debe ser permanentemente consciente de sus limitaciones y cauteloso en las posiciones que defiende, como expuse en un trabajo anterior (Cupani, 1984).


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