La
educación en la Argentina de fin de siglo
Guillermo
Jaim Etcheverry
En
oportunidad de celebrarse el Centenario de la Revolución de mayo, poco tiempo
después de dejar de ser Primer Ministro de Francia, nos visitó Georges
Clemenceau quien, al regresar a su país, escribió: “He visto escuelas
profesionales y escuelas primarias que podrían servir de modelo en otros
países. Locales irreprochables y niños de una limpieza absoluta”. Esa
observación traducía el interés que por la educación tenía nuestra clase dirigente
de entonces. Cuando, a fines del siglo XIX, ese grupo se propuso obstinadamente
promover la educación para todos, lo hizo consciente del efecto que esa
política tendría tanto para el desarrollo de la Argentina como para la
conformación de una sociedad democrática. Preciso es recordar que, a comienzos
del siglo XX, el 35% de la población argentina era analfabeta mientras que en
España lo era el 59%, en Italia, el 48% y, en la mayoría de las naciones de
América del Sur, entre el 60 y el 80%. Asimismo, en 1935 la Argentina destinaba
el 31% de su presupuesto nacional a la educación, periodo en el que Canadá
invertía el 29%, Alemania, el 27%, Chile, el 17% e Italia, el 9%.
La
magnitud de nuestra decadencia queda al descubierto hasta por un análisis tan superficial
de lo que fuimos. A casi un siglo de distancia, permanecen como testimonios
mudos de aquella epopeya los edificios monumentales que alojaron las escuelas
de entonces. Esos mismos edificios que hoy ni siquiera estamos en condiciones
de mantener o que, peor aún, no nos interesa conservar porque preferimos
convertirlos en los modernos palacios de la cultura: los shoppings. Precisamente, la magnificencia de esas escuelas
pretendía señalar ante la sociedad la trascendencia que para su clase dirigente
tenía la educación, grandiosidad que también contribuía a educar.
El nuevo
siglo nos enfrenta a una encrucijada similar. La única esperanza que nos queda
para superar el estado en que se encuentra hoy la educación, trágico en cuanto
al peligro de la desnaturalización de su misión, reside en recrear la perdida
confianza social en su valor. La situación actual sólo podrá mejorar si un
número creciente de ciudadanos logra comprender que en la educación se aloja la
única posibilidad de conseguir personas más completas y economías más
competitivas así como sociedades democráticas más responsables y justas. Que la
principal amenaza para el futuro se está generando en las distorsiones de este,
nuestro desencantado mundo actual.
Para
ello, resultará imprescindible que desaparezca el conformismo de cada uno de
nosotros con la educación que reciben nuestros hijos y que volvamos a centrar
las demandas planteadas a la escuela en la labor específica para la que fue
concebida. Deberíamos regresar al conocimiento concreto porque muchos de los
intentos de reforma educativa que están en marcha en el mundo no parecen
apuntar a este objetivo. Lo que no han apreciado muchos pedagogos, ni siquiera
los que sinceramente pretenden educar para un futuro más solidario y tolerante,
es que la crisis de nuestro tiempo, que dicen querer superar, es precisamente
una crisis de la experiencia, del sentido común, de la admiración por el
conocimiento y la memoria histórica, por los valores del pasado que tiene
interés conservar. Lo que realmente despreciamos de la educación tradicional es
su carácter impositivo, autoritario, manipulador, castrante, vergonzante y
vergonzoso, basado en la ocultación del conocimiento y la ostentación de la
irracionalidad.
Lo que
esconde el actual sistema educativo, con la mezcla de terminología rimbombante
cargada de “buenas intenciones” que lo envuelve, es precisamente este
despropósito. El verdadero fin del diseño de la enseñanza que surge es
acostumbrar a los individuos, aislados y desprovistos de todo conocimiento y
conciencia, al manejo ciego de las máquinas y a la pérdida de lo real, o mejor,
a su suplantación por el mundo digital y la realidad virtual. La pregunta que
continúa en pie sigue siendo: “¿quién se apropiará de la auténtica realidad?”.
Por eso, una sincera reforma de la enseñanza debería abordar con valentía el
propósito de una racionalidad emancipadora: el conocimiento para hacernos
libres.
Tal vez
el factor más importante para conseguir revertir estos cambios sea el retorno a
la concepción, hoy activamente desprestigiada, que sostiene que la educación
demanda exigentes esfuerzos. Esfuerzos continuados, como hemos dicho, no sólo
por parte de quien se educa y de docentes y padres que deben estimularlo a
transitar esa senda, sino también del conjunto de la comunidad. Si no
recuperamos la idea de que uno de nuestros más importantes objetivos debe
volver a ser el de proporcionar a todos la mejor educación posible, la
estabilidad social corre un grave peligro. Este esfuerzo implica vencer la
arrolladora tendencia actual a considerar que el Estado debe desprenderse
precipitadamente de las que fueron tradicionalmente sus funciones, entre ellas,
la de garantizar la educación de todos aquellos que habitan su territorio. Esa
es una función indelegable del Estado moderno.
Es que la
lógica de la democracia comienza con la educación pública, continúa con una
ciudadanía ilustrada y, finalmente, se consolida en la garantía de los derechos
y las libertades. No es infrecuente comprobar que hemos desvinculado los derechos
de las responsabilidades cívicas y la ciudadanía de la educación, asumiendo
erróneamente que los ciudadanos se generan por sí solos. Hemos olvidado que
“público”, en la educación pública, significa no sólo el hecho de que es un
sistema solventado por el público, sino que, en su seno, se genera la idea
misma de lo público.
La
educación ofrece la única posibilidad de proporcionar a nuestros niños y
jóvenes lo que no les da el resto de la cultura actual. Lo que les oculta y les
niega. Por eso, a pesar de las abrumadoras enseñanzas degradantes que provienen
del ambiente cultural que hoy rodea a los niños y los jóvenes, es de esperar
que todavía se pueda hacer algo mediante la escuela para conseguir alterar la
lente a través de la cual ellos parecen destinados a percibir el mundo. Para
convencerlos de que no todo es fácil, rápido e inmediato, mostrándoles en la
escuela la satisfacción que encierra lo difícil y lo lento. Hacerles intuir que
la única salida está adentro. Debemos depositar nuestra confianza en que la
experiencia de la escolarización no trivial logre proporcionar a las nuevas
generaciones un punto de vista que les permita identificar con claridad lo que realmente es, percibir lo que fue como un presente vivo y
anticipar las posibilidades de lo que será.
Concretar
ese sueño supone pagar un alto precio: garantizar a todas las personas la mejor
educación posible. La crisis actual no pasa por los objetivos o los métodos
pedagógicos. Reconoce una raíz más profunda: la carencia de una voluntad
democrática, que nos lleva a rechazar la responsabilidad de tomar seriamente a
nuestros niños, nuestras escuelas y nuestro futuro.
No somos
serios: abandonamos nuestras escuelas públicas porque abandonamos a nuestros
niños. Abandonamos a nuestros niños porque no nos preocupa el futuro. Para ser
serios, deberíamos privilegiar la inversión educativa por sobre cualquier otra
porque, si se acaba el futuro, ni siquiera el déficit importa. Deberíamos
ubicarla por sobre cualquier otra política pública porque, sin educación pública,
no hay público cuyo bien debamos buscar. Sólo así demostraremos nuestra
seriedad en relación con este problema. Sólo recuperando esa poderosa voluntad,
que la Argentina conoció un siglo atrás, podremos encaminarnos hacia la
solución de la tragedia en que amenaza convertirse la crisis educativa actual
que refleja, preciso es reconocerlo, un desinterés profundo y egoísta por
nuestro porvenir.
Nuestra última esperanza tal vez resida en conseguir que
la escuela se transforme en ese singular baluarte de la resistencia cultural en
el que se defienda lo humano. La escuela concebida como ámbito de exilio de los
prejuicios y de la vulgaridad del presente. De lograrlo, estaríamos ante la
posibilidad revolucionaria de evitar que la tragedia educativa, cuyos signos
hoy percibimos, termine por convertirse en tragedia de la civilización.