ARGENTINA: EL ACCESO A LOS POSGRADOS COMO URGENCIA REGLAMENTARIA

Roberto Follari

La presencia del posgrado alcanza fuerza en la Argentina a partir de la Ley de Educación Superior promulgada en 1995, la cual fue previamente resistida por la comunidad universitaria. Dicha ley ordenaba que en un lapso de cinco años a partir de entonces, los profesores de las universidades estarían obligados a poseer título de posgrado. Y más allá de que la reacción fue dándose de manera lenta y gradual, en dos o tres años a partir de aquella fecha se instaló un fluido mercado de ofertas (la mayoría organizadas desde Buenos aires para el interior del país, algunas desde fuera de la Argentina) que hicieron que una gran masa de profesionales cercanos a la Universidad asumiera estudios de posgrado, principalmente en nivel de maestría.

Previo a ello, las maestrías carecían de inserción y tradición en el país. En cambio, los doctorados existían desde hace muchos años, casi todos personalizados (es decir, no escolarizados, sino organizados en derredor de una tesis, con una serie de cursos elegidos en relación con ella, y tomados a menudo en diferentes instituciones). Tales doctorados eran cursados sólo por quienes mostraban una fuerte vocación por lo académico e interés por la investigación, y sólo existían para algunas disciplinas, y exclusivamente en las universidades más consolidadas. Los investigadores jóvenes a menudo salían del país por vía de becas, para hacer doctorados en el extranjero y regresar, aun cuando algunos quedaban retenidos en los países donde habían estudiado.

El nuevo auge del posgrado a fines de los noventas implicó uno de los puntos principales de entrada de la Argentina a un proceso de modernización universitaria que se había verificado previamente en otros países del subcontinente, como México y Brasil. Son notorios los aspectos de confluencia entre las diferentes naciones, tales como la instauración de evaluación de las instituciones y las carreras, el inicio de pagos diferenciados a profesores e investigadores de acuerdo a rendimiento, la aparición de programas de financiamiento directo a partir del Banco Mundial, etc.1. Es de advertir la llegada tardía de Argentina en relación con los dos países mencionados: la larga tradición universitaria en nuestro país, llevó a una cristalización de los modelos establecidos, que operó como fuerte barrera de oposición a los cambios modernizadores. Tal oposición se presentó en el discurso explícito como rechazo del ajuste económico y el neoliberalismo, pero en una medida nada menor representó una posición corporativa, de simple defensa del statu quo y miedo a las modificaciones que a su respecto se pudiera establecer2.

Lo cierto es que profesores que habían largamente sostenido bajos niveles de perfeccionamiento y actualización, abruptamente se vieron lanzados a una carrera competitiva por el acceso a las titulaciones de posgrado. Y en torno a ello se instaló un mercado muy fuerte: por una parte, se hicieron patentes los status relativos y diferenciados entre los docentes, previamente escondidos por una legislación que todo lo hacía homogéneo e indistinguible. Por el otro, el sistema se sostuvo en base al pago del posgrado por parte de los estudiantes, en contraste con el nivel de grado que sigue siendo gratuito en el país (los intentos por modificar tal situación por parte de las políticas neoliberales han sido fuertemente rechazados hasta la fecha, mediados del 2001). De modo que también se instaló una posibilidad de ganancia económica fuerte para los centros con posibilidades de propagación, a través de sus académicos que tuvieran título de posgrado previo, y que por ello estuvieran autorizados para ser docentes en las carreras de posgrado a ofrecer.

Así, surge también como exigencia de la ley la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria) en 1996, la cual además de evaluar a las universidades como tales, se dedica a evaluar las ofertas de posgrado. Califica a estas de 1 a 3 (1 es la óptima, 3 es aceptable), y las que no cubren requisitos mínimos quedan por fuera de esa puntuación. Las universidades por su régimen de autonomía pueden sostener posgrados no aceptados por CONEAU, pero cada vez más la calificación de la Comisión aparece como un requisito exigido por los mismos posgraduantes para inscribirse como tales.3

Es discutible hasta qué punto las evaluaciones de CONEAU –iniciadas hace unos cuatro años- pueden ser plenamente confiables, pero es claro que si existe algún margen de distorsión, éste no es importante. Si bien han sido rechazadas por la Universidad de Buenos Aires, las causas presentes en el episodio son más de corte político (ligadas a disputas por el poder) que académico. Resulta evidente que el control sobre los posgrados se hace mejor desde una instancia externa como CONEAU, que desde cada Universidad respecto de sí misma, o a través de alguna agencia que dicha Universidad contrate (la Ley permite esta segunda opción). Sin duda que se ha mejorado mucho a partir del control externo sobre los posgrados: estos antes de la Ley no sólo eran cuantitativamente escasos, sino también cualitativamente pobres. A menudo llegaban al límite de que la gran mayoría de sus docentes jamás habían realizado un estudio de posgrado. Tales distorsiones se hacen imposibles con las actuales y detalladas exigencias formuladas por CONEAU.

Cabe señalar que hecha la ley, se hace la transgresión. Así se ha encontrado el procedimiento por el que universidades extranjeras realicen ofertas en el país sin atender a las exigencias de número mínimo de horas que propone CONEAU (que son más que las del promedio internacional). De tal modo, se ha instalado carreras cuyos títulos son otorgados por universidades mayoritariamente españolas y chilenas (no son las únicas) que al emitir títulos “extranjeros” (aunque dentro de Argentina) están exentas de responder a las exigencias de la Ley. Existen proyectos en el Ministerio de Educación de la Nación para regularizar esta situación, que está caotizando visiblemente el campo de los posgrados, en tanto un doctorado extranjero cursado en la misma Facultad que una maestría nacional, puede llegar a tener menos horas que ésta como exigencia, y por ello a veces implicar –incluso-, menor costo de arancel para quien lo realice.

Por el escaso tiempo que lleva la proliferación del posgrado en Argentina, los alumnos ya graduados no son numerosos. La mayoría están cursando, o han finalizado el cursado pero no aprobado la tesis. Por esto, la experiencia en relación con las tesis de posgrado es aún germinal, y lo que podamos afirmar al respecto muy tentativo. Sin embargo, ya se hace evidente algo que ocurre también en otros países: la situación de enfrentarse al papel en blanco, de no saber cómo escribir una tesis, sigue siendo mayoritaria. Es notorio que los posgrados carecen casi de deserción durante su cursado: parece existir un tácito pacto de aprobación de las materias, con una exigencia de trabajo final en cada una de ellas que no suele ser demasiado fuerte. Por cierto, también debido a la inversión de recursos económicos y personales que exige el posgrado, quien lo hace se preocupa de no perderlo. Pero frente a la redacción de la tesis aparece la parálisis.

Hay pocos profesores posgraduados, lo que propone un fuerte problema para los alumnos cuando llega el momento de encontrar director. Las ofertas de posgrado suelen cuidarse de no exponer desde el comienzo estos inconvenientes a los futuros posgraduantes, para no alejarlos y asegurarse su inscripción. De tal modo, a menudo las ofertas mismas son irresponsables, en el sentido de no haber previsto con anterioridad si contarán con los recursos humanos suficientes para conseguir directores de tesis. Este problema, como es obvio, se agudiza en las provincias más alejadas y/o más empobrecidas.

A las dificultades para encontrar director, se agregan las de los posgraduantes para la escritura, y aún para la previa formulación de un problema de investigación. Siendo así, podemos señalar que en instituciones como FLACSO, que cuentan en su sede de Buenos Aires con una tradición de posgrados anterior a la impuesta por la Ley de Educ. Superior, los alumnos que finalizan las maestrías son sólo el 50% de los que estaban en posibilidad de redactar la tesis. Es decir, esta sigue siendo altamente traumática y excluyente.

Por cierto, no es de desdeñar el factor de que la gran mayoría de quienes cursan no cuentan con becas ni tiempo extra para los posgrados. Son personas que trabajan, y no disponen del tiempo de un becario joven que viaja al extranjero, quien a menudo no tiene siquiera exigencias familiares. Me parece importante subrayar este aspecto: las tesis se realizan entre dictado de clases, tomado de exámenes, e incluso en el salto permanente entre el rol y status de docente (en los cursos de grado) y el de alumno (en los de posgrado). Esta es una condición nada favorable, que se asocia con otros factores que analizaremos más adelante.         

Reiteramos que por ahora las maestrías se han impuesto sobre los doctorados. Estos últimos son más largos, y por ello más complicados para ser organizados por las instituciones oferentes. A la vez, los posgraduantes perciben el doctorado como una finalidad lejana, y la maestría como una más factible y simple. De cualquier modo, muchos piensan la maestría como paso intermedio hacia el doctorado, y de esa manera vamos a asistir –en un tiempo no mayor de dos o tres años a partir del 2001- a una fuerte presión hacia las carreras de doctorado, por parte de un sector no menor de aquellos que para entonces hayan finalizado con sus maestrías. Por ahora, tal sector es minoritario, y los doctorados no están a la orden del día como ofertas de las universidades (de cualquier modo, dado lo ya señalado sobre la deserción en las maestrías por quienes no realizan la tesis, más un sector de los maestrandos que no entre a doctorado posterior, es de suponer que la oferta de doctorados –en la cual entra un pequeño sector sin pasar por maestrías previas- no alcanzará el 50% de candidatos de la que han tenido las maestrías).

Existe una situación de interés para destacar: generalmente los profesores de posgrado están muy bien pagados (al menos en relación a los magros sueldos de los de grado, que con tiempo completo en la Universidad y máxima antigüedad no pasan de los $1600 dólares mensuales, en un país en que el dólar está subvaluado, y por ello tiene escaso poder adquisitivo. A ese monto se agregan los incentivos por investigación, que se cobran sin fecha fija). Pero en casi ningún caso se paga a los directores de tesis, y cuando se lo hace el apoyo no es cuantioso. Esto es -si se quiere- sorprendente, porque la actividad de dirección de tesis es complicada, tediosa y prolongada, y exige prerrequisitos fuertes para quien quiera realizarla. En verdad, tal dirección tiene valor para la calificación del investigador en el Sistema Nacional de Incentivos, o aún para tipificar su status relativo en el campo científico (usamos “campo” según el significado aportado por P. Bourdieu): pero es un valor pequeño, pues sólo una acumulación de varios casos de dirección se hace relevante para calificar a un investigador como alguien que es avezado en la asistencia a tesistas de posgrado. De manera que para quien dirija tesis, se trata de una inversión fuerte sin reconocimiento económico y con muy escaso reconocimiento institucional y académico. No es de extrañar que ello repercuta en la falta de candidatos a la hora en que los alumnos buscan director, o en la práctica bastante difundida de “directores” que facilitan sus nombres sin realizar la función: aquellos que por aumentar su prestigio o por quedar bien con el peticionante ofrecen dirigir formalmente, pero sin asumir las responsabilidades inherentes al cargo.

No es de disminuir la responsabilidad que cabe en estas irregularidades a las instituciones que ofrecen posgrados las que –como hemos dicho- no suelen ocuparse del tema de las tesis a la hora de hacer sus ofertas. De hecho, tales instituciones (sobre todo cuando llevan sus carreras a las provincias) asumen que su tarea ya está finalizada en el momento en que termina el cursado. Para entonces los alumnos deben haber hecho todos los pagos preestablecidos, y la parte “pública” del posgrado ha finalizado, quedando desde entonces cada tesista ante su situación personal, y pudiendo la institución responsabilizarlo por ella, desresponsabilizándose a su vez. No es casual –entonces- que no se remunere, o que se remunere de modo poco significativo a los directores de tesis: desde el punto de vista de la oferta vista como negocio, ello ya no aporta nada significativo. Y sin embargo, se trata del momento más decisivo de un posgrado, y de aquel en que queda entrampado un número mayor de aspirantes, que desertan ante la imposibilidad de cubrir el desafío. Como se ve, la distorsión –en buena medida motivada por el hecho de que los posgrados son pagos, y por tanto, de la asunción de la oferta del posgrado en términos mayoritarios de factor de ganancias- no es nada menor, y causa problemas que en Argentina recién ahora van a comenzar a hacerse visibles, en la medida en que aún se está en el momento en que la mayoría de los cursantes van llegando a la circunstancia de enfrentarse a la realización de sus respectivas tesis. La orfandad de los posgraduantes ante este requisito está ahora comenzando a evidenciarse, tanto como la falta de cuidado de las ofertas en cuanto a resolver y cubrir suficientemente la cuestión.

ORIENTAR EN TESIS: SABER NO REFLEXIVO

Hay que admitir que el conocimiento acerca de cómo dirigir tesis no está en absoluto codificado. Forma parte de esos “saberes prácticos” que se constituyen de hecho, y cuyos detentadores son reconocidos a menudo a partir de su desempeño. Pero sin duda, se parte de la idea de que los buenos investigadores serán a la vez buenos directores de tesis, lo cual es sin duda excesivo. Diríamos que ser buen investigador es condición necesaria para dirigir investigación: resulta claro que no puede dirigir quien no sepa por sí mismo investigar. Pero a la vez, se trata de una condición no suficiente: es visible que no basta investigar bien, para orientar a otros en la actividad.

La investigación suele ser evaluada de diversas maneras (por ejemplo, a través de tribunales de pares, o por las publicaciones a que da lugar): en cambio, no se evalúa las direcciones de tesis. Sí las tesis en cuanto tales, pero es notorio que si bien dirección de tesis y resultado del tesista tienen un margen de mutua asociación, ambas distan de ser correlativas. Por tanto, no hay manera de establecer mejores y peores procedimientos, mejores o peores comportamientos. En general, simplemente se supone que un buen director es el que tiene a cargo buenos tesistas. Pero ello en realidad es un círculo que se retroalimenta dentro del llamado “efecto Mateo” (estudiado por Merton, y según el cual, quien ya tiene acumulado capital intelectual propio, tenderá a apropiar más en el futuro que quienes no lo tienen): un buen investigador atraerá buenos tesistas, de tal manera que los resultados de estos también serán esperablemente buenos, aun cuando no lo fuera en ese caso la apoyatura del investigador. Esto hace difícil discernir qué porción del resultado del tesista podemos adscribir específicamente al comportamiento del director.

Tarea oscura y poco codificada, entonces, la de los orientadores de tesis. No es difícil que se valore destacadamente a los que son buenos orientadores, pero ello en tanto a la vez son reconocidos docentes e investigadores. Alguien que no tuviera tal reconocimiento, y que sin embargo fuese un director de tesis especialmente destacado, difícilmente llegaría a gozar de alguna notoriedad o visibilidad (al respecto, cabe destacar que incluso la investigación misma a menudo no es suficientemente reconocida, en tanto no es advertible inmediatamente como la docencia). En la “comunidad científica” a nivel de las naciones y del plano internacional, la investigación es lo que predomina. Pero para los alumnos de una carrera, importa casi exclusivamente la docencia, de modo que el reconocimiento por ellos no suele incluir la calidad de publicaciones e intervenciones en reuniones académicas. Ni qué decir del periodismo -punto que requeriría de un análisis específico- el cual con crasa ignorancia de la especificidad de las pautas de reconocimiento propiamente científico a que refiere Bourdieu4, suele confundir palabrerío mediático con probidad intelectual, dando crédito a veces como “opinadores públicos” a personas de nulo reconocimiento en lo científico).

Es útil entonces, dado lo aún poco reflexionado de la tarea del orientador, dedicarse a sistematizarla. Sin embargo, se corre al respecto un peligro. Estamos en tiempos de “narrativas”: lo posmoderno ha instalado la idea del relato como sustituto del análisis científico que tienda a la objetividad. El mismo Lyotard habló de “metarrelatos” en La condición posmoderna, aun cuando luego se retractó del término. Y ello no porque sí: creemos que se ha avanzado sobre nuevos objetos de conocimiento con la apertura a la “historia narrativa”5, y advertimos la riqueza de las “historias de vida” y los estudios de caso. Pero seguimos sosteniendo –y ello también en consonancia con Bourdieu- que los protagonistas sociales tienen que ser conceptualmente interpretados, si es que queremos realizar ciencia social6. Dicho de otra manera, no creemos suficiente el solo relato de las experiencias: si bien –por supuesto- este ya por sí implica una interpretación en términos de sentido para quien hizo tal experiencia, a nivel científico requerimos una interpretación de segundo orden. Es decir, practicada según criterios conceptuales relacionados con teorías, a los fines de hacer ordenaciones explicativas de los hechos. Renunciar a ello por pruritos de no violentar la palabra del actor o de serle plenamente fiel, es renunciar a la explicación, y hacer del análisis científico una forma más de lo cotidiano conversacional. Y si la ciencia fuera obvia –ya lo decía Marx- sería ciertamente prescindible7.

Trataremos, en consecuencia, de mechar nuestro testimonio con algún margen de germinal conciencia teórica sobre lo que desarrollemos, a los fines de trascender la sola casuística y sus particularismos inherentes.

El primer grave problema de los tesistas suele ser el de elegir la temática. Resulta habitual dudar entre temáticas diversas y mutuamente independientes. En estos casos, el director no puede dejar de señalar sus propios puntos de vista en cuanto a conveniencia, dada por lo abierto que pueda estar el campo de que se trate, dificultades intrínsecas, facilidad para la formación previa del tesista, longitud relativa de las diferentes opciones, etc. Sin embargo, la honestidad del director puede flaquear a la hora de advertir cuáles sus propias conveniencias y presentarlas como si fueran las del tesista. Es evidente que hay temas que el director maneja mejor que otros, y algunos que le son más familiares. Es más: no falta quien piense en aprovechar algunos de los logros de la investigación del tesista en relación con sus propias investigaciones (lo cual, dentro de ciertos límites que son inevitablemente borrosos, podría resultar una aspiración legítima). En todo caso, sería importante poder diferenciar las propias conveniencias de las del tesista, y en todo caso exponerle a este ambas, para que las tenga en cuenta a la hora de la decisión. Sin duda que aquí, la actitud lacaniana de “suspensión del saber” del director resultaría básica8: asumir que la decisión es sólo del tesista, y no pretender poner la propia preferencia por encima de la suya, hacen a una ética del orientador, que sirve a la salud de su relación con el dirigido.

Luego aparece la cuestión del recorte temático: uno de los más agudos conflictos por parte de los tesistas. Está ligado al anterior (el de elección del tema), y en la cobertura de estos dos pasos la mayoría de los tesistas invierte muchísimo tiempo. Es más: a menudo ellos cambian sobre la marcha, y luego de haber avanzado un tanto en el proceso, deciden mudar de tema, o especificar a este de una manera fuertemente diferente. Son pasos que requieren de hablar mucho por parte del orientador con el tesista, cosa que no siempre sucede. Esto, porque incluso los tesistas suelen acabar con la ansiedad que les provoca el problema de elección de tema, con una abrupta decisión que es más un “arrojamiento” al estilo sartreano, que una opción realizada en términos de las posibilidades de elección racional.

Volviendo al “recorte”, este se hace difícil por muchas razones. Los estudiantes están acostumbrados a una cierta lógica del “cuanto más, mejor”, que ha funcionado para ellos a la hora de rendir exámenes y evaluaciones. Suelen creer que cuanto más escriban, más digan, etc., mejor será en cualquier caso. Hay quienes quieren escribir sus obras completas en la tesis misma.

Y existe poca costumbre del acotamiento y la referencia situada. Lo cierto es que los tesistas suelen plantear temas muy generales, a los cuales luego hay que ir quitándoles vaguedad, e ir introduciéndoles gradualmente precisión y límites. Nada de ello es fácil: se trata –como en todo el proceso de dirección- de una “negociación de significados” entre director y tesista que suele esconder la complicación adicional de que estos dos protagonistas recién están comenzando el trabajo y, en consecuencia, han alcanzado un grado de acoplamiento mutuo nada consolidado.

Diremos que el referido problema del “recorte de objeto” es propiamente epistemológico, y remite sin duda a algunas reflexiones hechas en su tiempo por G. Bachelard9. Este señaló que es más fácil generalizar y extender, que acotar el campo de alcance de un concepto. Afirmó, al respecto, que en ciencia es preferible la variación a la variedad, es decir, el control sobre diferencias en el comportamiento de un factor, que el pretender pasar de un factor al otro con escaso control. En fin: que el “objeto teórico” no es copia ni extensión del “objeto real”, y que por ello, los recortes temáticos no dependen directamente de las diferencialidades empíricas. Ello explica también las dificultades del recorte, a partir de una base ya no exclusivamente psicológica: en realidad, se trata de una dificultad que existe desde el punto de vista de cualquier aproximación metódica al conocimiento.

La paciencia del director para ofrecer opciones, mostrar sus mutuas ventajas y desventajas, soportar la duda y la indefinición del tesista, resultan fundamentales. Si ello se zanja con decisiones veladamente autoritarias por parte del director, o con exigencia de apresuramiento para las elecciones del tesista, los resultados posteriores harán pagar precio por tales procedimientos. Es que la incomodidad del tesista con el tema asumido, o con la forma de recortarlo (la cual es en realidad un “momento” interno a la decisión temática misma), pueden redundar a posteriori en serios problemas para que la investigación continúe sin tropiezos e interrupciones.

Ya definido el tema con su acotamiento, prosigue el momento de plantear un proyecto de investigación, de diseñar sus pasos y la secuencia de ellos. Esto también se constituye en un momento paralizante para quien no lo ha hecho previamente, y resulta básico el apoyo que brinde el orientador. Por una parte, este deberá desacralizar la situación, haciendo notar al tesista que en realidad no existe un método único y consagrado, que no hay un algoritmo prefijado, que no existen recetas en la investigación: ello puede liberar al tesista de su imaginaria relación con un modelo ideal que él no sabría cumplir.

Pero a la vez, es cierto que uno puede abandonar las escaleras sólo cuando ya las usó. Dicho de otra manera, puede deconstruirse las metodologías canónicas, sólo en la medida en que uno ya se acostumbró a usarlas, y por ello se mueve con desenvoltura en relación con ellas. Siendo así, es útil mostrar al tesista cierta idea general de lo que suele incluir un diseño de investigación. Pasos esperables, como son el señalamiento de la importancia del tema, el establecimiento del estado de la cuestión, el planteamiento del marco teórico (enumerando sus componentes más requeridos habitualmente), la propuesta de hipótesis (o la explicación de por qué no hacerla), la determinación de la metodología y las técnicas que le estén asociadas, el cronograma, la bibliografía básica, etc.

Es decir: mostrando que no hay una serie de puntos siempre necesarios (de modo que un buen diseño tuviera que tenerlos siempre a todos ellos y sólo a esos), es sin embargo muy útil presentar al tesista opciones de presentación del proyecto, o colaborar con él para ubicarse -si es que la institución exige de las presentaciones de proyecto seguir un formato previo- para poder responder los requerimientos de dicho formato.

Este es un momento constitutivo del trabajo posterior a realizar por orientador y tesista, de manera que alcanza alta influencia multiplicadora sobre la totalidad de la tarea. Aquí también la paciencia del orientador se pone a prueba, dado que el tesista suele mostrar ignorancia sobre pasos que el investigador formado ya da por obvios. Explicar paso por paso la necesidad del diseño de conjunto, será muy útil para todo lo por venir.

Naturalmente, hay una dialéctica en toda investigación entre lo que ya se sabe del tema a tratar, y lo que va a saberse gracias a la indagación posibilitada por la investigación misma. Si nada se sabe sobre un tema, no se lo elige, ni se puede formular algo relevante a su respecto (como el estado de la cuestión, o el marco teórico). Por ello es que podemos prever objetivos de una investigación al comenzarla, y diseñar de antemano sus pasos. Sin embargo, sabríamos ya todo a priori si es que no estamos dispuestos a ciertas rupturas que puedan obtenerse gracias a la investigación misma. Una investigación sería puramente tautológica si fuera plenamente previsible. Esta dialéctica entre previsión e innovación, entre proyecto inicial y modificaciones sobre la marcha, no es fácil de sostener, ni existe punto arquimédico alguno que la resuelva. Es una tensión inevitable. Pero el tesista puede no comprenderla de suyo, de manera que es ese uno de los aspectos a discutir cuando se hace un proyecto de investigación de tesis. El joven debe sentir que el proyecto inicial no lo ata de manera determinística, a la vez que tiene que asumir que no podrá olvidarlo por completo, o ubicarse en sus antípodas. Una remisión necesaria al proyecto, pero abierta en sus posibilidades y opciones, parece lo más conveniente (lo cual también tiene base en la epistemología: ninguna investigación se hace sin supuestos teóricos –esto desde Bachelard hasta Kuhn, y hoy ya ampliamente aceptado-, pero a la vez ninguna podría ser sólo una simple extensión deductiva de las premisas iniciales).

Ya en los avances sobre el proyecto concreto, es fundamental el apoyo a los tesistas en las cuestiones metodológicas y técnicas. Las posibilidades de uso de las técnicas sin rigor operativo, o sin remisión a las fuentes teóricas, son siempre grandes. El director debe orientar al respecto, incluso en cuanto a la elección de técnicas que sean factibles de usar por el tesista, ya sea por su intrínseca complejidad, o por las posibilidades que este objetivamente cuenta (conocimientos, instrumentos, tiempo requerido, etc.). No deja de ser habitual que muchos tesistas asuman técnicas cuya dificultad trasciende sus posibilidades.

Ya en el trabajo, existen diversos grados de acercamiento del tesista hacia su director. Pondremos en los extremos de una clasificación de dichos grados, a los tesistas “ausentes” y los “permanentes”. Los “ausentes” son aquellos que desaparecen por largos períodos, incluso a veces pueden tomar la decisión de no hacer ninguna tesis, o aparecer por fin para decir que cambiaron de tema, o aún de director. Son aquellos que se mantienen lejos del director: en algunos casos, llegan a producir buenos trabajos y traerlos ya bastante avanzados. Ello disminuye la carga para el director, pero también su implicación con el trabajo. El orientador siente que esa tesis no es de “su” personal dirección. Y este no es poco problema, ya que su prestigio profesional se asocia al de sus tesistas. Se trata de una cuestión que aparece desde el comienzo, cuando un alumno viene a solicitar ser dirigido: el director necesita conocer si se trata de un buen estudiante, y si sus posiciones teóricas no son incompatibles con la propia. Idealmente, incluso se requiere saber si es un alumno de buen carácter con quien se podrá trabajar. Todos estos factores hacen complicado el aceptar alumnos a distancia, o a los que se conoce sólo relativamente (por lo general, el orientador solicita información adicional antes de decidir si aceptará).

Parece imprescindible mantener una relación con el estudiante que impida sus “fugas” temporales. Ello no es fácil en Argentina porque, a diferencia de Brasil, como aún las tesis están apenas empezando a hacerse en gran escala dentro del inicio de auge de posgrados, no existen normas fuertes sobre el tiempo de entrega. En los hechos, los alumnos “se cuelgan”. Y esto implica fuertes pérdidas de tiempo para el director, que no toma otros alumnos a cargo si ya tiene varios (o –al menos- no debiera tomar otros. En Argentina la reglamentación ha limitado a cinco los tesistas que un director puede tener simultáneamente).

También están los tesistas “permanentes”, esos que vienen día a día o consultan muchas veces, aún por mail y teléfono. Pueden abrumar al director, sobre todo en los casos en que tienen exigencia de acabar en un lapso breve (por acceso a una beca, o razones personales). Debe el orientador allí resistir a una doble presión: la de tener que atender requerimientos a toda y cualquier hora, y la de dar por aceptados los resultados, todo lo cual proviene de la urgencia del tesista. La calidad del trabajo no puede sacrificarse a tales plazos de brevedad.

Una de las cuestiones a sostener, es que el alumno está cumpliendo con un requisito de alta importancia, pero no escribiendo el gran libro. Es decir: que el tesista no pretenda una tal perfección, que lo paralice en el desarrollo de la actividad. Es este un problema habitual: la perplejidad y parálisis ante la necesidad de hacer una tarea que se figura de una ilimitada exigencia. Debe insistirse frente al estudiante en que tanto el extremo del apresuramiento como el polo opuesto de la alta perfección, deben ser dejados de lado si es que se desea el avance de la actividad.

Una cuestión a zanjar es la diferencia de posiciones con el tesista, cuando esta se hace ostensible. Por cierto, hay un margen de diferencia razonable, dentro del cual puede dirigirse a un tesista aun cuando este sostenga posiciones divergentes. La tolerancia a ello, depende de los proyectos y la personalidad del director: están quienes sólo aceptan alumnos que sean su personal prolongación temática y conceptual, y también quienes en el límite opuesto, aceptan casi cualquier alumno que se presente. Pero es cierto que diferencias ideológicas pueden hacerse antagónicas, y también pueden serlo las heterogeneidades teóricas, en la medida en que la elección de teoría se relaciona en ciencias sociales con posiciones ideológicas10.

Aquí se requiere madurez para hablar estos temas con templanza. Si las diferencias no son conciliables, es preciso poder ponerlas en discurso, y tomar la decisión que fuera necesaria: o se zanja la distancia, o el tesista cambia su director. Lo que sería de lamentar, es una sorda lucha de posiciones al respecto entre los dos actores del drama o, peor aún, presiones del director para someter al tesista a su propia toma de postura.

Una dificultad adicional es la que se da cuando el tesista vive lejos del orientador. Por cierto, ello a veces es imprescindible, sobre todo en las regiones apartadas donde no hay suficientes candidatos a directores. Y la ayuda del mail y el teléfono resulta decisiva. Sin embargo, no sustituye el intercambio directo, ya que se requiere de muy detallados aprontes, ajustes mutuos y discusiones, que a distancia resultan imposibles. En estos casos, se recomienda encuentros periódicos con el director, a pesar de los gastos de viaje que ello supone. Que nadie crea que a distancia puede cubrirse plenamente la calidad de dirección que se hace con la relación directa. El campo virtual es una apertura de posibilidades extraordinaria, pero por ahora no reproduce el “cara a cara”. En algunos aspectos lo supera, en otros se queda atrás, pero en ninguno simplemente se le asimila.

Y nos queda, last but not least, la cuestión de la escritura. Hoy los estudiantes no saben escribir. Mucho se ha dicho al respecto, y sin duda que la condición de posmodernización cultural, con el auge del mundo visual, es responsable estructural de esta situación. También las fallas en la educación de nivel primario y medio, y la falta de suficiente entrenamiento durante las carreras universitarias de grado. Es más: los alumnos muestran a veces dificultades de comprensión lectora, hasta cerca del final de sus licenciaturas. Todo esto hace que la tarea del director, a menudo se asimile a la de un corrector de estilo dentro de una editorial: corregir acentos, mayúsculas, comas, signos, palabras y construcción gramatical de frases. Ciertamente, una tarea que no debería corresponder al director, que es de por sí agotadora, y que no hace en absoluto al contenido de la tesis.

Y sin embargo, un buen director debe atender la cuestión. Si no lo hiciera, habrá tesis de posgrado con errores ortográficos inadmisibles, o con giros de redacción flagrantemente incorrectos. Pero ello exige atención y tiempo (a veces muchísimo), y por cierto dificulta la comprensión por parte del director hacia el texto del tesista, a la vez que quita atención para pensar y discutir las cuestiones básicas de formulación temática de la tesis. El director está desviando su atención hacia fuera de lo que debiera ser su función.

Tal vez se encuentre alguna figura nueva en la Universidad (correctores o asesores de escritura) que liberen gradualmente a los directores de esta tarea no sólo tediosa y repetitiva, sino distractora de lo que un director debiera atender. Mientras esperamos que esto alguna vez sea, apostaremos a que los alumnos puedan durante el grado (y también en el desarrollo del posgrado) acostumbrarse más a la escritura, y a la exposición de resultados de investigación. La insistencia por parte de algunas maestrías para que el Taller de Tesis exista desde el comienzo del posgrado y lo atraviese transversalmente, avanza favorablemente en esta dirección.

Ojalá estas reflexiones colaboren a que comencemos a codificar un saber sobre nuestro rol de dirección. Serviría a la finalidad de mejorarlo. Pero ello ocurrirá, sólo si sabemos escapar a los efectos secundarios de control que acompañan a toda codificación. De manera que el conocimiento de determinados criterios no nos prive de ese sano nomadismo por el cual la experiencia es siempre una excedencia respecto de los cánones y las previsiones. Y permanezca así la apertura a esa aventura cotidiana de asumir cada vez lo inédito.

Notas y referencias

1. Por ejemplo, la experiencia del pago a los profesores por incentivos a la productividad ha sido analizada para el caso mexicano por Angel Díaz Barriga, en su artículo “La comunidad académica de la UNAM ante los programas de estímulos al rendimiento”, en Díaz Barriga, A. y T. Pacheco (comps.) 1997 Universitarios: institucionalización académica y evaluación. CESU/UNAM. México. El artículo serviría con muy escasas modificaciones para explicar la situación en Argentina.

2. Ver nuestro trabajo Universitarios argentinos: no hagan olas en Revista Pensamiento Universitario nº 6 , Buenos Aires, 1998

3. He desarrollado la cuestión de la evaluación de las Universidades en el país, en la primer parte de mi informe como consultor de CONEAU Sobre la evaluación de la investigación en las Universidades argentinas, 78 pp., inédito, 1999

4. Bourdieu, P. 1998 Sobre la televisión. Anagrama. Barcelona. El sociólogo francés muestra cómo los académicos mal posicionados en el campo científico pretenden “saltarse” la calificación específicamente académica pasando por lo mediático.

5. Se puede ver al respecto los trabajos de Hayden Whyte, o –desde otro punto de vista- los estudios de Carlo Ginzburg. También las historias de la vida cotidiana, o la de las mujeres, que han proliferado en los últimos tiempos, llenando un previo vacío de atención.

6. P. Bourdieu refiere a la cuestión, tanto en Bourdieu, Passeron y Chamboredon 1975 El oficio de sociólogo. Siglo XXI. Buenos Aires, como en Bourdieu y Wacquant 1995 Respuestas (por una antropología reflexiva). Grijalbo. México.

7. Esto se liga al debate planteado por Alan Sokal, en su ruidoso ataque a las ciencias sociales. Sokal comete toda clase de errores y vicios de ignorancia en su publicitado Imposturas intelectuales (1999. Paidós. Buenos Aires), los que hemos criticado en nuestro artículo “Alan Sokal: la insuficiencia de pruebas” (publicado en Claves de la razón práctica, Madrid, dic. 1999). Sin embargo, si las ciencias sociales se limitaran a la retórica vacua a que apelan hoy ciertos autodenominados “posmodernos”, sin duda Sokal estaría justificado. Por eso insistimos en que la ciencia no puede renunciar a su carácter explicativo, el cual no es reductible sin más al lenguaje cotidiano.

8. El silencio del analista, y su ponerse por fuera del lugar de “sujeto supuesto al saber” en que lo imagina el paciente, resultan básicos en la teoría y técnica psicoanalíticas según J. Lacan. Puede consultarse E. Roudinesco 1994 Lacan (Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento), Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.

9. Bachelard, G. 1978 La formación del espíritu científico. Siglo XXI. México.

10. Ver nuestro artículo “Sobre la inexistencia de paradigmas en las ciencias sociales”, en Follari, R. 2000 Epistemología y sociedad (acerca del debate contemporáneo). Homo Sapiens. Rosario


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